Reflexionando sobre el Evangelio Lc 3,1-6
«Preparad el camino del Señor»
El siglo XXI no es un momento idílico. A veces parece que vivimos unos tiempos similares a la larga travesía del pueblo de Israel por el desierto del Sinaí. En muchos aspectos somos como ese pueblo, en otros, andamos aún más perdidos que ellos. Dios les ofreció maravillosos eventos, como las plagas o el paso por el Mar Rojo. Ni así fueron capaces de mantener la confianza y la fidelidad a Dios. A nosotros nos pasa más o menos igual. Hemos visto en muchas ocasiones que Dios nos nos olvida, pero aún así, hacemos todo lo posible para olvidarnos de Él. Cristo lo tenía claro: “...cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18, 8). Dios nos conoce y sabe que nuestra naturaleza es así de inestable y voluble. Pero no perdamos la esperanza: «¡El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerán como flor de narciso!» (Is 35,1). Dios no nos ha abandonado, siempre está a nuestro lado. “Y os aseguro que estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). San Juan Bautista anunció al Señor antes de su primera venida. La Estrella de Belén guió a los Magos de Oriente hasta el lugar del nacimiento del Salvador. La situación actual del mundo es dura y puede parecer insoportable, pero aún así, seguimos creyendo en Cristo y esperando en Él. Todavía hay esperanza y esa esperanza está en la Iglesia.
A quien la Escritura inspirada llama, generalmente, desierta y estéril, es la Iglesia venida del paganismo. Existía antaño, entre los pueblos, pero no había recibido del cielo a su Esposo místico, quiero decir a Cristo... Mas, Cristo vino a ella: su fe le cautivó y la enriqueció con el agua divina que fluye de él; fluye porque él es «fuente de vida, torrente de delicias» (Sl 35,10.9)... Desde entonces, por su presencia, la Iglesia ha dejado de ser estéril y desierta; ha encontrado a su Esposo, y ha dado al mundo innumerables hijos, se ha cubierto de flores místicas...
Isaías continúa: «Lo cruzará una calzada pura que llamarán Vía Sacra» (v.8). La calzada pura es la fuerza del Evangelio penetrando la vida o, dicho con otras palabras, es la purificación del Espíritu. Porque el Espíritu borra la mancha impresa en el alma humana, la libera del pecado y la hace superar toda suciedad. Esta calzada es llamada, con razón, santa y pura; es inaccesible a cualquiera que no esté purificado. En efecto, nadie puede vivir según el Evangelio si primeramente no ha sido purificado por el santo bautismo; nadie, pues, puede llegar a él sin la fe... (San Cirilo de Alejandría, Sobre Isaías, III, 3)
La “Vía Sacra” es un regalo que Cristo nos legó: los sacramentos. Los sacramentos hacen presente al Señor por medio de la Iglesia. La Iglesia es en parte humana y falible. Siempre ha estado llena de inmensas luces y deplorables sombras. Quienes la conformamos no somos ángeles del cielo. Tan sólo somos seres humanos proclives a anteponer nuestros intereses, gustos, tendencias e ideologías. Pero la Iglesia también es santa. Es santa porque Cristo actúa y se hace presente por medio de Ella. Tengamos esperanza en Cristo, que es Quien salva. Dejemos a un lado la esperanza en cataclismos, segundos salvadores y torres de babel construidas para llegar a Dios por medio de fuerza humana. Esta Navidad celebraremos el nacimiento del Señor y su triunfo sobre todo presagio de muerte.
¿Qué podemos hacer entonces? Preparemos el camino al Señor. Nadie que haya encontrado realmente a Cristo puede dejar de proclamar su presencia entre nosotros. El mundo del siglo XXI necesita ser evangelizado. Aunque estemos seguros que el 99% de los seres humanos no aceptarán lo que les digamos. No es sencillo dejar el mundo para seguir a Cristo. Tengamos confianza. Siempre hay un 0,0001% que está dispuesto a escuchar porque necesita a Cristo. Un pequeño resto que anda buscando el Camino, la Verdad y la Vida. Ellos sí escucharán la Buena Noticia y la acogerán en su ser.