En Navidad una niña nos ha sido tomada
por Marcelo González
Agobiante verano austral. Navidad y calor se asocian siempre bajo la Cruz del Sur. Este año pasado de 2010 particularmente. En un lugar suburbano, lindante con lo rural, el domingo primero después de la Navidad los vecinos padecían el rigor de la media tarde.
El sopor fue violentamente sacudido en la casa de una médica de niños. Los padres de una niña de 4 meses de edad irrumpieron con el cuerpo exánime de la misma criatura que la noche anterior habíamos contemplado durmiendo plácidamente en la Misa del Gallo. Ni doce horas antes. Gozando de aparente plena salud y vigor.
Llegó exánime, pocos minutos después de haber sido advertida en su cochecito, sin signos vitales. Sin causa aparente. El corazón parado. La lividez corporal asomando. Reanimación por masaje cardíaco durante largos minutos, más de media hora, quizás 40. Suave masaje: uno, dos, tres, cuatro. Y soplo suave de aire en la boca. Soplo suave por la fragilidad de sus pulmones, increíblemente pequeños, que una presión excesiva podría haber dañado. Masaje suave, porque el pequeño tórax recibía el estímulo con la blandura de sus huesos nuevos.
Padres desigualmente arrasados por la sorpresa y la mordida del dolor. El varón, arrodillado ante una imagen de la Virgen. La madre, buscando una vía de acción. La madre, con su vínculo visceral, desgarrado, porque no había nada más que hacer.
La asistencia llegó para confirmar la muerte. La propia reanimadora tenía la certeza de la muerte desde hacía muchos minutos. Buscaba en su cabeza desesperadamente un beato que obrara el milagro, ofreciéndole el testimonio del prodigio a cambio de la vida de la niña.
La niña ya tenía Vida plena. Cristianamente bautizada a poco de nacer, voló al cielo en una plácida inocencia.
Los padres lo saben. Los abuelos lo saben. Todos los amigos lo sabemos, pero… igual desgarra el corazón. Notable incoherencia entre la Fe y el sentido. O los sentimientos. Ambos. La muerte de un párvulo desgarra. La muerte de un anciano es un desprendimiento natural, como de fruta madura.
Al niño-fruto, el árbol se niega a soltarlo: los lazos son verdes y vigorosos. Al anciano se lo deja ir casi con alivio, sobre todo cuando sufre. Es fruto en sazón.
Esta niña no sufría, no estaba enferma, no tenía siquiera molestias. Fue a dormir placenteramente. Y se murió. Muerte súbita, dicen los médicos. Un nombre que reemplaza pobremente el misterio de la vida y el destino.
Padres tradicionalistas, rito romano, misa de párvulos. Capilla ardiente en un convento femenino. Las hermanas colocaron el cuerpo sobre pétalos y coronaron la cabecita con flores. Lo marca el rito.
Traslado del féretro, tan pequeño que cuatro manos viriles se molestaban unas a otras. Féretro blanco. Flores en el altar. Ornamentos blancos, música. Aleluyas. Es una misa festiva. No hay propiciación por el alma, que está en el cielo. Hay celebración –a veces la Fe es dura con la sensibilidad- porque la niña es santa.
Sobre padres y deudos parece oírse un marechaliano duelo de ángeles tratando de arrebatar las almas. No la de la niña santa, sino la de los doloridos.
Choque de aceros: si nos abstraemos de la música y el canto, es fácil escucharlo. Dios es malo, es injusto. Dios es bueno, es misericordioso, es providente. Eso argumentan por turnos los ángeles, los malos para exasperar la sensibilidad de los padres, abuelos, tíos… desgarrados. Los buenos para consolar y sostener.
No se baten estos ángeles por los hermanitos, cuatro más, pequeños y ya algunos con uso de razón: para ellos la Fe es fácil, el adiós como un juego. Pilar está en el cielo. Así se dice como se cree. “Si no os hacéis como niños…”.
La liturgia tiene la fuerza de Dios y la experiencia de los siglos. Dios la ha revelado y la Iglesia la ha enriquecido. ¡Cuántos párvulos han muerto! ¡Cuántos han sido honrados con este mismo rito, bello y aparentemente cruel! Porque celebra mientras todos lloramos.
“Si tuvieseis Fe como un grano de mostaza”. ¡Qué fácil se dice, qué duro se vive! La liturgia prosigue, larga y reiteradamente con sus ritos. Se inciensa el féretro, por respeto al cuerpo, templo que fue del Espíritu Santo. Algunos dicen que la Iglesia desprecia el cuerpo. ¡No han asistido a la liturgia de réquiem ni a las misas de párvulos! No saben lo que dicen.
La liturgia con su insistente invitación a la alegría nos fastidia primero, nos tranquiliza luego. Finalmente nos pone un bálsamo. La liturgia también trabaja sobre el sentido, con gran sabiduría multisecular. La catarsis del dolor se va produciendo. ¡Qué bella muerte! Ya quisiera yo que me honren con ceremonias fúnebres, cantos y altares así de solemnes en el día de mi propia muerte.
Muerte y vida. Vida y muerte juegan como conceptos contrarios y complementarios. Escuchamos las espadas angélicas. El duelo continúa, pero los aceros que prevalecen son aquellos que defienden la providencia de Dios. Incomprensible, como Dios mismo. Dios es bueno, es misericordioso. Esta muerte es un misterioso acto de misericordia divina. Ha tomado a su pequeña virgen para sí, y ya ningún pecado manchará su vestido nupcial.
Esta Navidad nos ha sido dado un Niño, y nos a sido arrebatada una niña, que no era nuestra, pero que hicimos nuestra durante 40 minutos tratando de devolverle los latidos al corazón. Dos navidades, dos nacimientos. Uno, el de la niña, al cielo. Die natalis.
Nunca había sentido (sentido, sí) el bálsamo de la liturgia tan a flor de piel como en esta misa de párvulos. La Iglesia es Madre, y lo demuestra.
Pueden rezarle a Pilar. Recién se estrena en esto de conceder gracias.