Motivado por mi lema episcopal les ofrezco este resumen poético de la historia de la salvación
El bello «canto al Redentor» del obispo Alemany: En el «tren bala» de la historia de la salvación
Motivado por mi lema episcopal «Jesucristo es el primero en todo» les ofrezco, en estos días de Navidad y primeros de año, este resumen sencillo y poético de la historia de la salvación para agradecer al eterno Padre y a Santa María Virgen el regalo de Jesús.
Soy la humanidad. Canto a mi Redentor.
Entre auroras y luceros Dios creó a mis primeros padres.
Al atardecer, entre rosas y azucenas, Dios paseó con ellos.
No se había oscurecido del todo la luz roja de los arreboles y Satanás se hallaba con ellos, sentados bajo un árbol.
Granizó.
Yo oí la gran mentira:
«Seréis como dioses» (Gn 3,5).
Adán llenó de orgullo su pecho y abrazó a Eva. Un rayo partió la tierra.
Habían matado el amor… y salieron del Edén.
El Dios bueno tuvo que cumplir su palabra:
(A la serpiente:)
-«Maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo» (Gn 3,14).
(A la mujer:)
-«Tu marido te dominará» (3,16).
(Al hombre:)
-«Comerás el pan con sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado» (Gn 3,19).
¡Caí muerta!
No veré más la luz, me dije.
Dios, en su bondad, continuó:
«Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza» (Gn 3,15).
Levanté mi cabeza y me abrí a la esperanza: llegará el Redentor.
Tomé el «tren bala de la historia».
Un pequeño grupo de personas, rodeado de animales, salió del arca de la alianza tras la intensa lluvia que ahogó a gran parte de los míos.
Dios animó a aquel grupo:
«Yo establezco mi alianza con vosotros y con todos vuestros descendientes» (Gn 9,9).
En prueba de su verdad dejó un bellísimo arcoíris pegado a la cúpula del cielo.
Próxima estación: la encina de Mambré. Abraham.
El humo y olor del sacrificio ascendían al cielo y Dios agradeció prometiendo:
«Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto. Yo concertaré una alianza contigo, te haré crecer sin medida» (Gn 17,1-2).
El anciano patriarca quiso ofrecer a su hijo como holocausto en acción de gracias, pero Dios no lo consintió.
No era el Calvario, sino el monte Moria.
Subí al tren…
A Balaam, «el profeta de los ojos bellos» le pagó el rey de Moab para que maldijera a Israel; pero él, inspirado por Dios, lo bendice por tres veces:
«Qué bellas tus tiendas, oh, Jacob, y tus moradas, Israel… Lo veo, pero no es ahora. Lo contemplo, pero no será pronto: avanza una estrella de Jacob y surge un cetro de Israel» (Nm 24,5.17).
Un pueblo salió de Egipto camino de la «tierra de leche y miel» entonando salmos:
«Voy a proclamar el decreto del Señor. Él me ha dicho: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7).
Llegó al Sinaí, adoró un becerro de oro. Moisés intercedió y, el Dios bueno, concluyó:
«Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo».
Y llegamos a Belén. Floreció la vara de Jesé. Nació David que profetizó:
«Oráculo del Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies» (Sal 110,1).
Pero David era solo figura, no era Él.
En el viaje pude sintonizar con el profeta Isaías: «La virgen está encinta y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel» (7,14).
Esta frase me llenó de alegría.
En una parada del tren vi cómo, de entre los sauces dormidos sobre los canales de Babilonia, surgía un pequeño resto de Israel.
Iban a Jerusalén para reconstruir el templo.
No era el templo que se reconstruye en tres días.
Casi volando en el tren bala de la historia llegamos a Nazaret. Era el 25 de marzo del año 0.
El Padre decía al Espíritu Santo:
-«Mi Espíritu de amor, toma en tus manos toda la luz de mi Verbo. Introdúcela en el vientre de la mujer más linda, que yo preparé desde el día de su concepción».
«Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
José, muy triste por no haber encontrado una posada digna, limpiaba la sucia cueva de Belén donde debieron alojarse.
María sentada en el suelo y rebosando paz, dijo:
-«Ven mi amigo y esposo José».
José, transportado, se olvidó de todo.
Mientras se oía a lo lejos el canto de los ángeles: «¡Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!», José adoró. María estaba más linda dejando brillar cuatro ojos preciosos, igualitos en ella y en su Niño.
«Vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11).
Los hombres plantaron una viña seca sobre el Calvario, pequeña altura construida con los pecados de mi humanidad.
Clavaron al Hombre-Dios. Caía su sangre y disminuía la altura del cerro.
A los tres días una explosión se hizo luz y redención.
Resucitó mi precioso y único Redentor.
Levanté la cabeza. Surgió la esperanza. Había salvación para todos en mi humanidad.
«El que tenga sed venga a mí y beba» (Jn 7,37).
Jesús Redentor es, ahora sí, el regalo del Eterno Padre y de la mujer más linda: Santa María.
¡Gracias, Jesús Redentor!
***José Ignacio Alemany Grau, obispo redentorista