Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Expropiación agraria y decepción social (19311939)

Expropiación agraria y decepción social (19311939)

Luis Vicente Pelegrí Pedrosa

Publicamos aquí un anticipo de este importante trabajo. La versión íntegra, con su correspondiente aparato crítico aparecerá en las Actas de la Jornada de estudios que el Foro Historia en Libertad ha convocado en Castuera (Badajoz) el próximo 17 de septiembre. Allí se entregarán a los asistentes.
Más información en este enlace
 
En unas breves consideraciones, con ánimo de síntesis, contribuimos a desmentir algunos de los tópicos sobre la reforma agraria republicana y la colectivización durante la Guerra Civil.

Tomamos un punto de partida: el carácter de represión política, más que de reforma económica y social, en que derivaron sus planteamientos. Organizamos los argumentos en cuatro apartados: objetivos, métodos, experimento colectivista y resultados. Repasamos un período crítico de la Historia Contemporánea de España a través de la problemática de Extremadura, y en concreto de la comarca de la Serena, territorio de peso histórico en la cuestión agraria.

La visión tradicional, izquierdista por excelencia, divide la evolución de este proceso en cuatro periodos, según el signo de los gobiernos, y limitando el enfoque a la expropiación y reparto de la tierra:

1) arranque y avance: bienio de izquierdas;
2) freno: bienio de derechas;
3) nueva aceleración: frente popular;
4) revolución colectivista durante la Guerra Civil.
 
El problema es mucho más complejo que la imagen simplista de unas reformas de izquierda que no tienen más remedio que radicalizarse, hasta desembocar en una revolución socialista, por la reacción de las derechas.

Baste decir que durante el bienio republicano de derechas, se repartieron más tierras y se asentaron más campesinos que durante el bienio de izquierdas, con mayor respeto a la legalidad en el derecho a la propiedad y que se intentó centrar la reforma agraria a pesar de la oposición de los grandes terratenientes y de los sindicatos de izquierda.

Con más sencillez, la reforma agraria republicana se puede distinguir en dos etapas, coincidentes con la evolución del régimen político:

a) reforma de izquierda liberal, a partir de 1931;
b) revolución socialista-anarquista, en un clima de guerra, a partir de febrero de 1936 y hasta la derrota del Frente Popular en abril de 1939.


Objetivos políticos e ideológicos más que económicos y sociales
El objetivo teórico de la reforma agraria era solucionar, mediante repartos, el descontento social derivado de la desigual propiedad de la tierra, capital esencial en una economía eminentemente agraria, como era la española en 1931, donde la mitad de la población era rural y vivía de la agricultura.

El objetivo simple de quitar a unos para dar a otros, encerraba una problemática que podía derivar en una injusticia aun mayor que aquella que pretendía resolver: a quién quitar, a partir de qué superficie; de qué manera: expropiación, ocupación o cesión; con qué fin y bajo que fundamentos legales, políticos, sociales y hasta éticos. 
 
Las Cortes republicanas tardaron más de año y medio en dilucidar estas cuestiones y no con mucho acierto, centrando la problemática sólo en los latifundios del Sur. La Ley de Bases de la Reforma Agraria se promulgó el 9 de septiembre de 1931. Para su aplicación se creó el Instituto de Reforma Agraria –IRA-, del cual dependían las juntas provinciales y las comunidades de campesinos.
La polémica base 5º fijaba unos criterios de expropiación de las fincas muy volubles y en muchos casos difíciles de aplicar: según su dimensión, aprovechamientos, forma de explotación, ubicación, e incluso adscripción social de su propietario. Incluso se contemplaba la ocupación sin expropiación previa. Igualmente ambigua, era la forma de tenencia y explotación de las tierras una vez repartidas, o individual o colectiva, así como las contraprestaciones del nuevo colono con el Estado que, por otra parte, en plena coyuntura de crisis y descenso de ingresos fiscales carecía de fondos -ni tampoco se preocupó mucho de habilitarlos- tanto para pagar indemnizaciones como para asentar o capitalizar a los colonos.
 
En definitiva, la ley fue tan engorrosa en su aplicación como lo fue en su aprobación, por su burocracia y defectos técnicos, para derivar en una radicalización por métodos expeditivos.  

Por otra parte, el problema histórico no es el latifundismo, única forma rentable de tenencia y explotación en una economía agraria tradicional, extensiva de secano, y de vocación eminentemente ganadera en Extremadura. El verdadero problema es la concentración de la propiedad en pocas manos en una sociedad rural que depende de la agricultura para subsistir, donde el grupo más numeroso es una masa de jornaleros con bajos salarios y trabajo estacional, al ritmo de las cosechas y las faenas del campo, que se convierte en paro crónico en crisis cíclicas de producción o de sobreabundancia de mano de obra.
 
La reforma agraria republicana convertía en teoría general una consideración de base que no siempre era cierta: la existencia de latifundios infraexplotados por una clase terrateniente absentista ajena a la economía agraria e incluso a la sociedad rural, porque pertenecían a familias de la nobleza y de la burguesía urbana que desde hacía generaciones no residían en los pueblos extremeños. Sin dejar de ser cierto, en muchos casos, otra gran parte de los propietarios formaban, desde las desamortizaciones, con las que engrosaron sus patrimonios, una auténtica burguesía agraria local que buscaba, aun con la menor inversión posible, la máxima rentabilidad de sus patrimonios, formados no sólo por grandes propiedades sino también por pequeños predios dispersos. El problema estriba en definir quién es latifundista absentista y qué fincas y patrimonios se encuentran infraexplotados.
                                                                                                                                             
En última instancia, la clave de la solución no es el reparto de la propiedad y su explotación colectiva, sino aumentar la productividad y lograr una redistribución de la renta agraria lo más equitativa posible. Si no se crea riqueza tan sólo se reparte miseria. El dilema esencial, que se empecinaron en no ver los dirigentes republicanos, abundando en una vía retrógrada de solución, no era el acceso a la propiedad de la tierra ni su explotación colectiva, esencia de todas las utopías agrarias a lo largo de la Historia, sino solucionar los problemas del paro endémico y los bajos salarios de los jornaleros, como medios indispensables para avanzar en la justicia social. La reforma agraria republicana peca del vicio liberal de la obsesión por la propiedad y del vicio socialista de la expropiación a las clases medias para repartirla entre las clases proletarias, desatendiendo la productividad.
 
Con estas medidas se buscaba eliminar la figura del propietario absentista y los latifundios infraexplotados, pero a la vez se dificultaba el cultivo directo, buscado por cualquier reforma agraria moderna. El agricultor, como empresario agrario, que aspiraba a eliminar las formas de explotación indirecta, se encontraba con la dificultad de tener que mantener unos contratos, congelados por los decretos de Largo Caballero, -que se verán más adelante- y además tener que dar prioridad a los arriendos colectivos de agrupamientos de jornaleros.

Como afirma Rosique Navarro, la falta de rentabilidad o el absentismo de los grandes propietarios extremeños no dejaban de ser tópicos para justificar la reforma agraria. El absentismo era, en esos años, más reacción de los propietarios ante la inseguridad política del momento que el resultado de una limitada perspectiva a la inversión en la agricultura. Todo ello contribuye a demostrar la naturaleza más política que social y técnica de la reforma agraria republicana desde sus comienzos.
 
También para Rosique Navarro, la reforma se proponía un fin más político que económico en Extremadura, como en el resto de las zonas afectadas del país. La coyuntura elegida no podía ser más inoportuna, por el marasmo del mercado agrícola y de materias primas con la depresión económica mundial de los años treinta. El aumento del paro y la conflictividad social no eran la justificación real de la reforma sino el interés de las fuerzas políticas promotoras, republicanos de izquierda y socialistas, en la expectación que había suscitado entre los jornaleros. Podemos concluir, en este sentido, afirmando que la reforma agraria se presentaba para los socialistas como una magnífica vía para obtener réditos electorales y base política entre los campesinos, en detrimento, sobre todo, del anarquismo, más arraigado hasta entonces en el mundo rural.

 
Incautación y ocupación como métodos de represión social
Desde la misma ley de 1932 se contemplaba la expropiación como medio de represión contra todo un grupo social: la nobleza, que se hizo extensible a cualquier propietario. El fracasado, y no menos esperado, golpe de Estado del general Sanjurjo, en agosto de ese mismo año, sirvió de excusa para tomar esta medida. La propia ambigüedad sobre las fincas y propietarios afectados facilitaba desde un principio esta orientación; sobre la forma de tenencia: ocupaciones sin expropiación previa, ni menos aún indemnización; y sobre la forma de explotación: individual o colectiva por decisión de comités campesinos locales.
 
La FTT –Federación de Trabajadores de la Tierra- rama sindical agrícola de UGT, organizada por dirigentes socialistas, se lanzó a la incautación, ocupación y deslinde de fincas por miles de jornaleros, en decenas de poblaciones extremeñas, en la madrugada del 25 de abril de 1936, en un espectacular golpe de fuerza que Tamames, en términos bélicos, califica de “operación de estado mayor”. Como advierte Barragán, a pesar de la pasividad de las autoridades locales y de las fuerzas de orden público, estas acciones eran delictivas. Aunque el gobierno frentepopulista, surgido de las convulsas y cuestionadas elecciones de febrero de ese mismo año, no tuvo más remedio que ordenar el desalojo, en la práctica se imponía la revolución por vía de la aceptación de hechos consumados. La proyectada revolución socialista arrancaba, siguiendo el modelo bolchevique, desde dentro mismo del sistema republicano que pretendía minar, con el manejo del poder por la doble vía del control del parlamento, con una coalición de minorías de izquierdas, y de la coacción desde la calle a los poderes del Estado.
 
Una vez sobrepasada la reforma por la revolución agraria, y desbordada la legalidad por las propias fuerzas frentepopulistas, se sancionó con nuevos decretos la situación de hechos consumados. Largo Caballero, “el Lenin español”, impuso, bajo su gobierno, a partir de septiembre de 1936, la expropiación por abandono o por responsabilidad política –decreto del 7 de octubre-. Dirigida contra los propietarios que, temiendo por su vida, pasaron a zona nacional o que se consideraba que habían apoyado el alzamiento de julio, sólo por no residir o no encontrarse en el término municipal de sus tierras. Se consagraba así el objetivo, buscado por el sector más radical del PSOE, desde principios de la República: la reforma agraria como vía de represión económica y social, con fundamentos ideológicos y medios políticos, de aquellos grupos que se consideraban contrarios o incompatibles con la revolución. A la par que se practica la vieja costumbre histórica de pagar a las tropas con las tierras del enemigo huido o vencido.


 
Colectivización como medio insuficiente de explotación
Los partidos y sindicatos frentepopulistas, y sobre todo los anarquistas, ejecutaron la revolución agraria a la par que la guerra. El principal objetivo fue concluir la incautación y ocupación de fincas para desarrollar el experimento social de las colectividades que ya había comenzado antes del conflicto, según un plan establecido. Si bien, en la cuestión agraria, el Frente Popular, nunca llegó a resolver la contraposición entre revolución y Estado. De hecho, este fue uno de los principales puntos de fricción con los comunistas y los socialistas estalinistas, dominantes en el PSOE bajo el control de Largo Caballero.
 
Las colectividades debían funcionar separadamente y conseguir la autonomía política y la autarquía económica. Es difícil establecer el balance económico de estas entidades, en términos de producción. Como señala H. Thomas, El éxito o el fracaso de cada una de ellas dependía de la situación previa y de su grado de organización, pero la independencia de las mismas fue una dificultad suplementaria en la explotación eficiente de los recursos económicos en la zona republicana. Era imposible aumentar la producción agraria a largo plazo sin una programación global. En la distribución de la riqueza, las colectividades anarquistas y socialistas no representaron excesiva mejora en comparación con el capitalismo. A pesar de ser más efectivas en el desarrollo de un sistema de previsión social que de explotación económica, no se arbitraron procedimientos efectivos de limitación del consumo en las colectividades más ricas para transferir el excedente a las más pobres.
 
Numerosos colectividades fracasaron, fruto de la imprevisión, en una situación de guerra y del choque de intereses entre las fuerzas frentepopulistas, unido, todo ello, a la heterogeneidad, que no encierra un proyecto unitario, más allá de la sobrepasar el derecho de propiedad y socializar la tierra, beneficiando a los afiliados a las fuerzas políticas dirigentes del proceso. Para Tamames, los anarquistas de la CNT y de la FAI –Federación Anarquista Ibérica- acometieron un experimento ácrata generalizado, creando un semicaos económico que una dirigente anarquista, Federica Montseny, llamaría la “juerga revolucionaria”. En lugar del antiguo propietario surgieron media docena de nuevos patronos que se consideraban cada uno por si mismo dueño del capital. Las mismas conclusiones se pueden extender a gran parte de la experiencia colectivista agraria en zona roja. Justificada como la necesidad de autogestión en una economía de guerra, -cuando, por el contrario, más necesaria hubiera sido la concentración del poder y de los recursos´-, en realidad fue una forma más de suplantar al Estado republicano y de contribuir a su hundimiento por sus deficientes resultados.
 
El radicalismo frentepopulista, a partir de febrero de 1936, en un clima de guerra civil, que convirtió la reforma agraria en revolución abierta, con el experimente colectivista y la expropiación de cualquier propietario, grande o pequeño, como vía de represión política, desplazó a los sectores moderados republicanos, muchos de cuyos miembros entendieron tarde, por su posición vacilante y ambigua, que habían servido de peldaño a la revolución roja.


Conclusiones
Malefakis resume, magistralmente, el resultado de la calculada ambigüedad y el radicalismo jacobino del discurso y las medidas de Azaña, como presidente del gobierno y máximo impulsor de la reforma, consciente de que podía provocar tanto la reacción de los propietarios como del PSOE, y ser sobrepasado por la revolución socialista, alineada con el modelo soviético estalinista, en boga esos años:
 
“Las reformas agrarias, económicas y técnicas, se pueden hacer a medias por métodos políticos más o menos corrientes. Las reformas profundas, al contrario, no pueden ser implantadas por leyes normales, ni por procedimientos completamente legales y democráticos, sino que se imponen por decretos, muchas veces respaldadas por la fuerza e incluso la sangre. La responsabilidad política mayor de los republicanos de izquierda, de la que proceden todas sus muchas responsabilidades menores, es que se embarcaron ligeramente en un línea de acción cuyas consecuencias no entendían o no estaban dispuestos a aceptar. Esta fue la contradicción fundamental de la reforma agraria de la Segunda República”.
 
En vez de alentar la ilusión de un reparto total y gratuito de tierras, mediante leyes coactivas de expropiación y reparto, jugando con la opinión influenciable de un campesinado en su mayoría analfabeto, y provocando su lógico descontento por los incumplimientos, los dirigentes republicanos y socialistas podían haber facilitado una más justa redistribución de la renta y del producto agrario, mediante medidas laborales, sociales y de incentivo fiscal, en vez de promulgar leyes que abundaban en una reforma arcaica al modo histórico. Sin embargo, la política agraria republicana acabó generando más problemas que soluciones y enfrentamientos que redujeron, en amplias capas sociales, no sólo en una minoría de terratenientes, las bases del nuevo régimen, autolegitimado a partir de la interpretación ideológica de unas elecciones municipales.
Así, podemos concluir afirmando, en consonancia con Malefakis que hay que aceptar sin paliativos un “fracaso catastrófico de la reforma agraria y, por consiguiente, de la República, dado que la suerte de las dos cosas estaba estrechamente ligada” 

Luis Vicente Pelegrí Pedrosa

Doctor en Historia 



 
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