Cómo reconocer los pecados cuando se reza el Yo Confieso y no tener miedo a enfrentarlos
Una oración despiadada: el miedo a saberse pecador
Luego del saludo inicial, el sacerdote nos invita a pedir perdón por nuestros pecados.
A veces puede parecer un poco impactante. Terminamos de cantar, por ejemplo, “Vienen con alegría”, y de pronto el padre, un poco aguafiestas, nos pide que pensemos en nuestra parte más oscura...
Y sin embargo, no hay oposición entre la alegría de reunirnos a celebrar y el reconocimiento de nuestras culpas. En primer lugar, porque el sentido de reconocer nuestros pecados es poder experimentar el perdón, la fuente de la alegría verdadera.
Y en segundo lugar, porque justamente lo que nos impide vivir la alegría plena es el pecado. Reconocimiento del pecado, pedido de perdón y alegría van de la mano, siempre.
En ese breve instante de silencio que deja el sacerdote, trata de recordar cómo fue tu semana, o tu día. Cuántas cosas el Señor hizo por ti, cuántas buenas pudiste hacer... y cuántos pecados hiciste. Así venimos al altar: con toda nuestra historia de Gracia y de pecado.
La Iglesia nos ofrece varias maneras de pedir perdón. Quiero detenerme ahora en una que siempre me resulta impactante: el Yo confieso.
Permíteme decirte que la Iglesia nos invita a implorar piedad a Dios con una oración despiadada. El Yo Confieso es despiadadamente veraz, despiadadamente sincero, despiadadamente personal.
Es despiadado con nosotros mismos, nos invita a “desnudarnos”, a dejar caer las máscaras y presentarnos tal cual somos. Es como una invitación así: “quítate el antifaz, y reconoce que eres un desastre”.
Porque en la vida cotidiana tendemos a esconder nuestros errores, a “barrerlos debajo de la alfombra”, a que nadie se dé cuenta. Somos maestros de la simulación, aparentamos ser mejores de lo que en realidad somos.
Y cuando ya es inevitable, cuando los demás han “palpado” nuestra fragilidad, siempre encontramos la manera de eximirnos de la culpa: “la culpa la tuvo fulano... lo que pasa es que...”. Igualito que Adán y Eva en el Paraíso.
Aquí, de modo casi brutal, decimos: “YO CONFIESO ante DIOS todopoderoso, y ante USTEDES hermanos...
...Que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión...
...Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”.
Despiadada. Yo soy el culpable de mi pecado, no otro. Yo elegí, yo usé mal mi libertad. Yo.
Pero esta oración no nos deja en lo hondo de nuestra miseria. No estamos solos, con la inminente amenaza del castigo. No. Estamos rodeados de amor, rodeados de hermanos: “ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos, y a ustedes hermanos, que intercedan por mí...”.
No lo dudes: si rezas esta oración pensándola bien, si pesas cada palabra y la dices de corazón, te dispones de un excelente modo a vivir el misterio de la Pascua. Con la humildad del publicano en el Templo, que le valió volver justificado a su casa.
Luego del saludo inicial, el sacerdote nos invita a pedir perdón por nuestros pecados.
A veces puede parecer un poco impactante. Terminamos de cantar, por ejemplo, “Vienen con alegría”, y de pronto el padre, un poco aguafiestas, nos pide que pensemos en nuestra parte más oscura...
Y sin embargo, no hay oposición entre la alegría de reunirnos a celebrar y el reconocimiento de nuestras culpas. En primer lugar, porque el sentido de reconocer nuestros pecados es poder experimentar el perdón, la fuente de la alegría verdadera.
Y en segundo lugar, porque justamente lo que nos impide vivir la alegría plena es el pecado. Reconocimiento del pecado, pedido de perdón y alegría van de la mano, siempre.
En ese breve instante de silencio que deja el sacerdote, trata de recordar cómo fue tu semana, o tu día. Cuántas cosas el Señor hizo por ti, cuántas buenas pudiste hacer... y cuántos pecados hiciste. Así venimos al altar: con toda nuestra historia de Gracia y de pecado.
La Iglesia nos ofrece varias maneras de pedir perdón. Quiero detenerme ahora en una que siempre me resulta impactante: el Yo confieso.
Permíteme decirte que la Iglesia nos invita a implorar piedad a Dios con una oración despiadada. El Yo Confieso es despiadadamente veraz, despiadadamente sincero, despiadadamente personal.
Es despiadado con nosotros mismos, nos invita a “desnudarnos”, a dejar caer las máscaras y presentarnos tal cual somos. Es como una invitación así: “quítate el antifaz, y reconoce que eres un desastre”.
Porque en la vida cotidiana tendemos a esconder nuestros errores, a “barrerlos debajo de la alfombra”, a que nadie se dé cuenta. Somos maestros de la simulación, aparentamos ser mejores de lo que en realidad somos.
Y cuando ya es inevitable, cuando los demás han “palpado” nuestra fragilidad, siempre encontramos la manera de eximirnos de la culpa: “la culpa la tuvo fulano... lo que pasa es que...”. Igualito que Adán y Eva en el Paraíso.
Aquí, de modo casi brutal, decimos: “YO CONFIESO ante DIOS todopoderoso, y ante USTEDES hermanos...
...Que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión...
...Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”.
Despiadada. Yo soy el culpable de mi pecado, no otro. Yo elegí, yo usé mal mi libertad. Yo.
Pero esta oración no nos deja en lo hondo de nuestra miseria. No estamos solos, con la inminente amenaza del castigo. No. Estamos rodeados de amor, rodeados de hermanos: “ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos, y a ustedes hermanos, que intercedan por mí...”.
No lo dudes: si rezas esta oración pensándola bien, si pesas cada palabra y la dices de corazón, te dispones de un excelente modo a vivir el misterio de la Pascua. Con la humildad del publicano en el Templo, que le valió volver justificado a su casa.
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