El Papa pide que no nos avergoncemos de la Cruz, signo de la monstruosidad de nuestros pecados
Francisco presidió el Via Crucis del Viernes Santo ante el Coliseo de Roma, según unas meditaciones redactadas este año por la biblista francesa Anne Marie Pelletier, de 71 años de edad y profesora de Sagrada Escritura y Hermenéutica, Premio Ratzinger 2014, que introdujo algunas novedades en el tradicional recorrido: la segunda estación fue Jesús es negado por Pedro, la tercera Jesús y Pilato, la séptima Jesús y las Hijas de Jerusalén, y la decimocuarta Jesús en el sepulcro y las mujeres.
El cardenal Agostino Vallini, vicario de la diócesis de Roma, llevó la cruz al inicio, para después pasarla a religiosos y laicos de distintas nacionalidades en cada estación, entre ellas Egipto, Portugal, Colombia, Argentina y China.
Las meditaciones elaboradas por Pelletier reflexionan sobre el significado de las caídas, de las humillaciones, del abandono sufrido por Jesús.
“Sin refugiarse en su propia condición divina, Jesús se incluye en el terrible cortejo de los sufrimientos que el hombre inflige al hombre. Conoce el abandono de los humillados y de los más marginados”, considera la cuarta estación. Las mujeres esclavizadas por la trata o la prostitución, los migrantes y refugiados o las víctimas de las guerras fueron recordados durante el recorrido penitencial.
Asimismo, las meditaciones subrayan el carácter salvífico del sacrificio de Cristo. En concreto, en la octava estación reflexiona sobre el significado de la humillación del cuerpo plagado de heridas de Jesús, que queda desnudo, “expuesto a las miradas de burla y desprecio”: “Adentrándonos en este misterio de gracia, podemos volver a mirar el cuerpo martirizado de Jesús. Entonces comenzamos a descubrir aquello que nuestros ojos no pueden ver: su desnudez resplandece con aquella misma luz que irradiaba su túnica en el momento de la Transfiguración”.
En la meditación de la duodécima estación, “Jesús muere en la cruz”, se profundiza en el significado de la muerte de Cristo: “Aparentemente todo parece hundirse en el silencio de la muerte que desciende sobre el Gólgota y las tres cruces levantadas. En este día de la Pasión, que llega a su fin, quien pasa por ese camino sólo puede ver la derrota de Jesús, el fracaso de una esperanza que había alentado a muchos, consolado a los pobres, levantado a los humillados, que hizo vislumbrar a los discípulos que había llegado el tiempo en que Dios cumpliría las promesas anunciadas por los profetas. Todo eso parecía perdido, destruido, derrumbado”.
Pero la esperanza, en medio de la desolación, surge de un detalle: “Agua y sangre brotan del costado del crucificado. ¡Oh maravilla! La herida abierta por la lanza del soldado hace que salga el agua y la sangre que nos hablan de vida y de nacimiento”.
En la última estación, el cardenal Vallini tomó nuevamente la cruz. Tras el rezo del Via Crucis, el Papa rezó una oración de desagravio al corazón ofendido de Cristo por los pecados de la humanidad, en forma de reflexión en la que reiteró la palabra "vergüenza".
Habló de la vergüenza ante migrantes muertos en los naufragios, por los discriminados por su religión o su raza, muertos en las guerras. Vergüenza por las veces que hemos huido, por nuestras manos perezosas en el dar y ávidas en el recibir. Por nuestros pies veloces en el camino del mal y paralizados en el del bien. Por las veces que los consagrados hirieron el cuerpo de la Iglesia, por haber olvidado el primer momento de la vocación.
Pero también confiados en la bondad de su misericordia, de las promesas del Señor, que transforman nuestros corazones endurecidos en capaces de amar. Que transforman la noche en la aurora de la resurrección.
“Oh Cristo, te pedimos que nos enseñes a no avergonzarnos nunca de tu cruz, a no instrumentalizarla, sino a honrarla y adorarla porque con ella nos has manifestado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza de tu amor, la injusticia de nuestros juicios y la potencia de tu misericordia”, concluyo.
Texto completo de la oración de desagravio rezada por el Papa tras el Via Crucis
Oh Cristo, dejado solo y traicionado también por los tuyos. Oh Cristo, juzgado por los pecadores y condenado por los jefes. Oh Cristo, golpeado en tu carne, coronado de espinas, vestido de púrpura. Oh Cristo, atrozmente clavado. Oh Cristo, atravesado por la lanza que ha partido tu corazón. Oh Cristo, muerto y sepultado. Tú que eres el Dios de la vida y de la existencia. Oh Cristo, nuestro único Salvador, volvemos otra vez a ti este año con los ojos bajados de vergüenza y con el corazón lleno de esperanza.
Qué vergüenza por todas las imágenes de devastación y de destrucción, de naufragios, que se han convertido en ordinarias para nosotros. Vergüenza por la sangre inocente que cotidianamente se derrama de mujeres, de niños, de emigrantes, de personas perseguidas por el color de su piel, o por su pertenencia étnica, social o por su fe en ti.
Vergüenza por las demasiadas veces que, como Judas y como Pedro, te hemos vendido y traicionado, y abandonado, para morir por nuestros pecados, escapando como cobardes de nuestras responsabilidades.
Vergüenza por nuestro silencio frente a la injusticia, por nuestras manos vagas para dar y ávidas para quitar y confiscar, por nuestra voz que defiende nuestros intereses y tímida para hablar de los intereses de los otros, por nuestros pies veloces sobre el camino del mal y paralizados sobre el del bien.
Vergüenza por todas las veces que nosotros, obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, hemos escandalizado y herido tu cuerpo, la Iglesia, y hemos olvidado nuestro primer amor, nuestro primer entusiasmo, nuestra total disponibilidad, dejando arruinado nuestro corazón y nuestra vocación.
Tanta vergüenza, Señor… Pero nuestro corazón también está nostálgico de la esperanza confiada en que tú nos tratas no según nuestros méritos, sino según la abundancia de tu misericordia; que nuestras traiciones no hacen venir a menos la inmensidad de tu amor; que tu corazón materno y paterno no nos olvida por la dureza de nuestras vísceras.
La esperanza segura de que nuestros nombres están escritos en tu corazón y que estamos colocados en la pupila de tus ojos. La esperanza de que tu cruz transforma nuestros corazones endurecidos en corazones de carne capaces de soñar, de perdonar y de amar; que transforma esta tenebrosa noche de tu cruz en alba fulgurante de tu resurrección.
La esperanza de que tu fidelidad no se basa en la nuestra, la esperanza de que la lista de hombres y mujeres fieles a la cruz continua y continuará a vivir fiel como la levadura que da sabor, y como la luz que abre nuevos horizontes en el cuerpo de nuestra humanidad herida.
La esperanza de que tu Iglesia buscará ser la voz que grita en el desierto de la humanidad para preparar el camino de tu regreso triunfal cuando vengas a juzgar a los vivos y a los muertos. La esperanza de que el bien vencerá a pesar de su aparente fracaso.
Señor Jesús, hijo de Dios, víctima inocente de nuestro rescate, delante de tu misterio de muerte y de gloria, ante tu patíbulo nos arrodillamos avergonzados y esperanzados, y te pedimos que nos laves en el lavatorio de la sangre y del agua que brotaron de tu corazón abierto.
Perdona nuestros pecados y nuestras culpas. Te pedimos que te acuerdes de nuestros hermanos arrancados por la indiferencia de la guerra y de la violencia.
Te pedimos romper las cadenas que nos tienen prisioneros en nuestro egoísmo, en nuestra ceguera voluntaria y en la vanidad de nuestros cálculos mundanos.
Oh Cristo, te pedimos que nos enseñes a no avergonzarnos jamás de tu cruz, a no instrumentalizarla, sino que la honremos y la adoremos porque en ella tú nos has manifestado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza de tu amor, la injusticia de nuestros juicios y la potencia de tu misericordia.
El cardenal Agostino Vallini, vicario de la diócesis de Roma, llevó la cruz al inicio, para después pasarla a religiosos y laicos de distintas nacionalidades en cada estación, entre ellas Egipto, Portugal, Colombia, Argentina y China.
Las meditaciones elaboradas por Pelletier reflexionan sobre el significado de las caídas, de las humillaciones, del abandono sufrido por Jesús.
“Sin refugiarse en su propia condición divina, Jesús se incluye en el terrible cortejo de los sufrimientos que el hombre inflige al hombre. Conoce el abandono de los humillados y de los más marginados”, considera la cuarta estación. Las mujeres esclavizadas por la trata o la prostitución, los migrantes y refugiados o las víctimas de las guerras fueron recordados durante el recorrido penitencial.
Asimismo, las meditaciones subrayan el carácter salvífico del sacrificio de Cristo. En concreto, en la octava estación reflexiona sobre el significado de la humillación del cuerpo plagado de heridas de Jesús, que queda desnudo, “expuesto a las miradas de burla y desprecio”: “Adentrándonos en este misterio de gracia, podemos volver a mirar el cuerpo martirizado de Jesús. Entonces comenzamos a descubrir aquello que nuestros ojos no pueden ver: su desnudez resplandece con aquella misma luz que irradiaba su túnica en el momento de la Transfiguración”.
En la meditación de la duodécima estación, “Jesús muere en la cruz”, se profundiza en el significado de la muerte de Cristo: “Aparentemente todo parece hundirse en el silencio de la muerte que desciende sobre el Gólgota y las tres cruces levantadas. En este día de la Pasión, que llega a su fin, quien pasa por ese camino sólo puede ver la derrota de Jesús, el fracaso de una esperanza que había alentado a muchos, consolado a los pobres, levantado a los humillados, que hizo vislumbrar a los discípulos que había llegado el tiempo en que Dios cumpliría las promesas anunciadas por los profetas. Todo eso parecía perdido, destruido, derrumbado”.
Pero la esperanza, en medio de la desolación, surge de un detalle: “Agua y sangre brotan del costado del crucificado. ¡Oh maravilla! La herida abierta por la lanza del soldado hace que salga el agua y la sangre que nos hablan de vida y de nacimiento”.
En la última estación, el cardenal Vallini tomó nuevamente la cruz. Tras el rezo del Via Crucis, el Papa rezó una oración de desagravio al corazón ofendido de Cristo por los pecados de la humanidad, en forma de reflexión en la que reiteró la palabra "vergüenza".
Habló de la vergüenza ante migrantes muertos en los naufragios, por los discriminados por su religión o su raza, muertos en las guerras. Vergüenza por las veces que hemos huido, por nuestras manos perezosas en el dar y ávidas en el recibir. Por nuestros pies veloces en el camino del mal y paralizados en el del bien. Por las veces que los consagrados hirieron el cuerpo de la Iglesia, por haber olvidado el primer momento de la vocación.
Pero también confiados en la bondad de su misericordia, de las promesas del Señor, que transforman nuestros corazones endurecidos en capaces de amar. Que transforman la noche en la aurora de la resurrección.
“Oh Cristo, te pedimos que nos enseñes a no avergonzarnos nunca de tu cruz, a no instrumentalizarla, sino a honrarla y adorarla porque con ella nos has manifestado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza de tu amor, la injusticia de nuestros juicios y la potencia de tu misericordia”, concluyo.
Texto completo de la oración de desagravio rezada por el Papa tras el Via Crucis
Oh Cristo, dejado solo y traicionado también por los tuyos. Oh Cristo, juzgado por los pecadores y condenado por los jefes. Oh Cristo, golpeado en tu carne, coronado de espinas, vestido de púrpura. Oh Cristo, atrozmente clavado. Oh Cristo, atravesado por la lanza que ha partido tu corazón. Oh Cristo, muerto y sepultado. Tú que eres el Dios de la vida y de la existencia. Oh Cristo, nuestro único Salvador, volvemos otra vez a ti este año con los ojos bajados de vergüenza y con el corazón lleno de esperanza.
Qué vergüenza por todas las imágenes de devastación y de destrucción, de naufragios, que se han convertido en ordinarias para nosotros. Vergüenza por la sangre inocente que cotidianamente se derrama de mujeres, de niños, de emigrantes, de personas perseguidas por el color de su piel, o por su pertenencia étnica, social o por su fe en ti.
Vergüenza por las demasiadas veces que, como Judas y como Pedro, te hemos vendido y traicionado, y abandonado, para morir por nuestros pecados, escapando como cobardes de nuestras responsabilidades.
Vergüenza por nuestro silencio frente a la injusticia, por nuestras manos vagas para dar y ávidas para quitar y confiscar, por nuestra voz que defiende nuestros intereses y tímida para hablar de los intereses de los otros, por nuestros pies veloces sobre el camino del mal y paralizados sobre el del bien.
Vergüenza por todas las veces que nosotros, obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, hemos escandalizado y herido tu cuerpo, la Iglesia, y hemos olvidado nuestro primer amor, nuestro primer entusiasmo, nuestra total disponibilidad, dejando arruinado nuestro corazón y nuestra vocación.
Tanta vergüenza, Señor… Pero nuestro corazón también está nostálgico de la esperanza confiada en que tú nos tratas no según nuestros méritos, sino según la abundancia de tu misericordia; que nuestras traiciones no hacen venir a menos la inmensidad de tu amor; que tu corazón materno y paterno no nos olvida por la dureza de nuestras vísceras.
La esperanza segura de que nuestros nombres están escritos en tu corazón y que estamos colocados en la pupila de tus ojos. La esperanza de que tu cruz transforma nuestros corazones endurecidos en corazones de carne capaces de soñar, de perdonar y de amar; que transforma esta tenebrosa noche de tu cruz en alba fulgurante de tu resurrección.
La esperanza de que tu fidelidad no se basa en la nuestra, la esperanza de que la lista de hombres y mujeres fieles a la cruz continua y continuará a vivir fiel como la levadura que da sabor, y como la luz que abre nuevos horizontes en el cuerpo de nuestra humanidad herida.
La esperanza de que tu Iglesia buscará ser la voz que grita en el desierto de la humanidad para preparar el camino de tu regreso triunfal cuando vengas a juzgar a los vivos y a los muertos. La esperanza de que el bien vencerá a pesar de su aparente fracaso.
Señor Jesús, hijo de Dios, víctima inocente de nuestro rescate, delante de tu misterio de muerte y de gloria, ante tu patíbulo nos arrodillamos avergonzados y esperanzados, y te pedimos que nos laves en el lavatorio de la sangre y del agua que brotaron de tu corazón abierto.
Perdona nuestros pecados y nuestras culpas. Te pedimos que te acuerdes de nuestros hermanos arrancados por la indiferencia de la guerra y de la violencia.
Te pedimos romper las cadenas que nos tienen prisioneros en nuestro egoísmo, en nuestra ceguera voluntaria y en la vanidad de nuestros cálculos mundanos.
Oh Cristo, te pedimos que nos enseñes a no avergonzarnos jamás de tu cruz, a no instrumentalizarla, sino que la honremos y la adoremos porque en ella tú nos has manifestado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza de tu amor, la injusticia de nuestros juicios y la potencia de tu misericordia.
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