Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

También hace un homenaje a san Juan Pablo II

Francisco invita a todas las diócesis a crear una casa de acogida en recuerdo al Año de Misericordia

Sergio Mora / Zenit

Como cada miércoles el Papa Francisco se mezcló con la gente en su catequesis en Plaza San Pedro
Como cada miércoles el Papa Francisco se mezcló con la gente en su catequesis en Plaza San Pedro
La vigilia de oración en la Plaza de San Pedro con motivo de la fiesta litúrgica de la Divina Misericordia, instituida por san Juan Pablo II, se realizó este sábado, en una tarde de primavera romana. Los varios miles de fieles allí presentes participaron con cantos y oraciones y asistieron a coreografías,, mientras se esperaba la llegada del papa Francisco.

Este año, la fecha de la solemnidad, que es el primer domingo después de Pascua, coincide significativamente con la fecha de la primera celebración: 3 de abril de 2005.

El papa polaco instituyó el domingo de la Divina Misericordia en los últimos meses de su pontificado, poco antes de ese 2 de abril de 2005, cuando falleció a las 21.37, justo en la víspera de la nueva solemnidad.

Hoy en la plaza de San Pedro estaban presentes los operadores que adhieren a la espiritualidad de la misericordia, reunidos en Roma desde el 31 de marzo en el Congreso Apostólico europeo de la Misericordia que concluye el próximo lunes 4, y que prepara también el congreso mundial en Filipinas que se realizará en enero de 2017 en Manila.

Testimonios de la misericordia
Varios fueron los testimonios de la misericordia, desde un joven francés que contó como Dios le estaba esperando, a una coreografía que recordó la misericordia de Jesús a María Magdalena, hasta una señora colombiana que narró en congreso sobre la Divina Misericordia en su país en donde participaron personas golpeadas por la violencia de los terroristas y de los paramilitares, y del testimonio de perdón que ellos dieron.

El Santo Padre llegó directamente a la explanada anterior a la basílica, en medio de aplausos y vivas. A continuación de las lecturas y testimonios, Francisco dirigió unas palabras a los presentes.

Dios no se cansa de manifestar su amor
Les recordó que “la misericordia de Dios es un crescendo continuo. Dios no se cansa nunca de manifestarla y nosotros no deberíamos acostumbrarnos nunca a recibirla, buscarla y desearla. Siempre es algo nuevo que provoca estupor y maravilla al ver la gran fantasía creadora de Dios, cuando sale a nuestro encuentro con su amor”.

Añadió “recorriendo las páginas de la Sagrada Escritura, encontramos que la misericordia es sobre todo cercanía de Dios a su pueblo. Una cercanía que se manifiesta principalmente como ayuda y protección”.

“En Jesús -señaló Francisco- no sólo podemos tocar la misericordia del Padre, sino que somos impulsados a convertirnos nosotros mismos en instrumentos de su misericordia”.

Y que la misericordia “reconoce el rostro de Jesucristo sobre todo en quien está más lejos, débil, solo, confundido y marginado. La misericordia sale a buscar la oveja perdida, y cuando la encuentra manifiesta una alegría contagiosa. La misericordia sabe mirar a los ojos de cada persona; cada una es preciosa para ella, porque cada una es única”.

Una propuesta para la Iglesia en este año
Como propuesta concreta, Francisco sugirió, al margen del texto escrito, la posibilidad de que cada diócesis construya un centro de ayuda a personas necesitadas como recuerdo de este Año Santo de la Misericordia.

“Es una idea que me han comentado”, dijo, “y creo que sería muy bonito que en cada diócesis se levante alguna obra: un hospital, una casa para ancianos, una escuela, un centro de acogida a personas que están superando la dependencia de drogas…”. Lo presentó en tono muy informal, invitando a los fieles a pensar y a hablar con el respectivo obispo cuando vuelvan a sus países.

Una y otra vez invitaba a no limitarse a disfrutar de la serenidad que infunde ser consciente de la misericordia de Dios, sino a los demás, de modo visible y practico.

A continuación, el texto completo de la homilía:

Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.

Compartimos con alegría y agradecimiento este momento de oración que nos introduce en el Domingo de la Misericordia, muy deseado por san Juan Pablo II para hacer realidad una petición de santa Faustina. Los testimonios que han sido presentados —por los que damos gracias— y las lecturas que hemos escuchado abren espacios de luz y de esperanza para entrar en el gran océano de la misericordia de Dios. ¿Cuántos son los rostros de la misericordia, con los que él viene a nuestro encuentro? Son verdaderamente muchos; es imposible describirlos todos, porque la misericordia de Dios es un crescendo continuo. Dios no se cansa nunca de manifestarla y nosotros no deberíamos acostumbrarnos nunca a recibirla, buscarla y desearla. Siempre es algo nuevo que provoca estupor y maravilla al ver la gran fantasía creadora de Dios, cuando sale a nuestro encuentro con su amor.

Dios se ha revelado, manifestando muchas veces su nombre, y este nombre es “misericordioso” (cf. Ez 34,6). Así como la naturaleza de Dios es grande e infinita, del mismo modo es grande e infinita su misericordia, hasta el punto que parece una tarea difícil poder describirla en todos sus aspectos. Recorriendo las páginas de la Sagrada Escritura, encontramos que la misericordia es sobre todo cercanía de Dios a su pueblo. Una cercanía que se manifiesta principalmente como ayuda y protección. Es la cercanía de un padre y de una madre que se refleja en una bella imagen del profeta Oseas: «Con lazos humanos los atraje, con vínculos de amor. Fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer» (11,4). Es muy expresiva esta imagen: Dios toma a cada uno de nosotros y nos alza hasta sus mejillas. Cuánta ternura contiene y cuánto amor manifiesta. He pensado en esta palabra del Profeta cuando he visto el logo del Jubileo. Jesús no sólo lleva sobre sus espaldas a la humanidad, sino que además pega su mejilla a la de Adán, hasta el punto que los dos rostros parecen fundirse en uno.

No tenemos un Dios que no sepa comprender y compadecerse de nuestras debilidades (cf. Hb 4, 15). Al contrario, precisamente en virtud de su misericordia, Dios se ha hecho uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con cada hombre.

No tenemos un Dios que no sepa comprender y compadecerse de nuestras debilidades (cf. Hb 4, 15). Al contrario, precisamente en virtud de su misericordia, Dios se ha hecho uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con cada hombre.

Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejantes a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes, 22). Por lo tanto, en Jesús no sólo podemos tocar la misericordia del Padre, sino que somos impulsados a convertirnos nosotros mismos en instrumentos de su misericordia. Puede ser fácil hablar de misericordia, mientras que es más difícil llegar a ser testigos de esa misericordia en lo concreto. Este es un camino que dura toda la vida y no debe detenerse. Jesús nos dijo que debemos ser “misericordiosos como el Padre” (cf. Lc 6,36).

¡Cuántos rostros, entonces, tiene la misericordia de Dios! Ésta se nos muestra como cercanía y ternura, pero en virtud de ello también como compasión y comunicación, como consolación y perdón. Quién más la recibe, más está llamado a ofrecerla, a comunicarla; no se puede tener escondida ni retenida sólo para sí mismo. Es algo que quema el corazón y lo estimula a amar, porque reconoce el rostro de Jesucristo sobre todo en quien está más lejos, débil, solo, confundido y marginado. La misericordia sale a buscar la oveja perdida, y cuando la encuentra manifiesta una alegría contagiosa. La misericordia sabe mirar a los ojos de cada persona; cada una es preciosa para ella, porque cada una es única.

Queridos hermanos y hermanas, la misericordia nunca puede dejarnos tranquilos. Es el amor de Cristo que nos “inquieta” hasta que no hayamos alcanzado el objetivo; que nos empuja a abrazar y estrechar a nosotros, a involucrar, a quienes tienen necesidad de misericordia para permitir que todos sean reconciliados con el Padre (cf. 2 Co 5,14-20). No debemos tener miedo, es un amor que nos alcanza y envuelve hasta el punto de ir más allá de nosotros mismos, para darnos la posibilidad de reconocer su rostro en los hermanos. Dejémonos guiar dócilmente por este amor y llegaremos a ser misericordiosos como el Padre.

Que sea, pues, el Espíritu Santo quien guíe nuestros pasos: Él es el amor, él es la misericordia que se comunica a nuestros corazones. No pongamos obstáculos a su acción vivificante, sino sigámoslo dócilmente por los caminos que nos indica. Permanezcamos con el corazón abierto, para que el Espíritu pueda transformarlo; y así, perdonados y reconciliados, seamos testigos de la alegría que brota del encuentro con el Señor Resucitado, vivo entre nosotros.
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