«Si la Iglesia se detiene y se cierra, enferma, se puede corromper por los pecados o el secularismo»
“Los misioneros recibieron la llamada, salieron a llamar a todos en las encrucijadas del mundo; y así han hecho mucho bien a la Iglesia”: son palabras del Papa Francisco durante su homilía en la Santa Misa de agradecimiento por las canonizaciones, celebradas el pasado 3 de abril, de dos nuevos santos de la Iglesia: la hermana María de la Encarnación (15991672), fundadora del convento de las ursulinas en Quebec, y Francisco de Laval (16231708), primer obispo canadiense y fundador del seminario de Quebec.
El Papa recordó que “la Iglesia, si se detiene y se cierra, enferma, se puede corromper, ya sea con pecados, ya sea con la falsa ciencia separada de Dios, que es el secularismo mundano”. Francisco explicó a los fieles que los misioneros no se quedan con la gracia de Dios para sí mismos: todo lo contrario, con la fuerza de Dios “tuvieron el coraje de salir por las calles del mundo con confianza en el Señor que llama”. Resaltando la imagen de los dos nuevos santos, recordó que “la misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente el anuncio del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, revelado a los hombres a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo”.
El Santo Padre ofreció dos consejos tomados de la Carta de los Hebreos: "Acordaos de quienes os dirigían, ellos os transmitieron la Palabra de Dios; mirad cómo acabaron sus vidas e imitad su fe" , y el segundo "recordad los primeros días, cuando, recién iluminados, sostuvisteis el duro combate de los padecimientos…por tanto, no perdáis la confianza, porque ella os traerá una gran recompensa. Sólo os hace falta la perseverancia…"
El Angelus
Tras la misa se rezó el Angelus, y antes de eso el Papa reflexionó sobre el Evangelio del día, de San Mateo, donde Dios, representado por un rey, invitó a participar a un banquete de boda a determinadas personas, pero algunos de ellos se mostraron indiferentes e incluso molestos. “Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, su alegría, la salvación, pero muchas veces no recibimos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses”.
A pesar de esto, el rey no suspende la fiesta e insiste con su invitación. “El Evangelio, rechazado por alguien, encuentra una acogida inesperada en muchos otros corazones”. El Papa recordó que la bondad de Dios “no tiene fronteras y no discrimina a nadie: por ello el banquete de los dones del Señor es universal, para todos. A todos se les da la posibilidad de responder a su invitación”.
El Santo Padre recordó que esto nos lleva a superar la tendencia de posicionarnos “cómodamente en el centro, para abrirnos a las periferias, reconociendo que también quien está en los márgenes es objeto de la generosidad de Dios”. E insistió en que todos estamos llamados a “dilatar la Iglesia a las dimensiones del Reino de Dios”.
Texto completo de la homilía del Papa Francisco
Hemos escuchado la profecía de Isaías: “El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros ...” (Is. 25,8). Estas palabras, llenas de la esperanza de Dios, indican la meta, muestran el futuro hacia el cual nos dirigimos. En este camino los santos nos preceden y nos guían. Estas palabras también delinean la vocación de los hombres y mujeres misioneros.
Los misioneros son aquellos que, dóciles al Espíritu Santo, tienen el valor de vivir el Evangelio. También este Evangelio que acabamos de escuchar: “Vayan a los cruces de caminos” dijo el rey a sus siervos (Mt 22,9). Así que los siervos salieron y reunieron a todos los que encontraron, “buenos y malos”, para llevarlos al banquete nupcial del rey (cf.v. 10).
Los misioneros acogieron esta llamada: salieron a llamar a todos, en los cruces del mundo; y así hicieron tanto bien a la Iglesia, porque si la Iglesia se detiene y se cierra se enferma, se puede corromper, ya sea con pecados que con la falsa ciencia separada de Dios, que es el secularismo mundano.
Los misioneros han dirigido la mirada a Cristo crucificado, han acogido su gracia y no la han tenido para sí mismos. Como San Pablo, se han hecho todo para todos; han sabido vivir en la pobreza y en la abundancia, en la saciedad y el hambre; pudieron todo en Aquel que les daba fuerzas (cf. Fil 4,1213). Y con esta fuerza de Dios, tuvieron el coraje de “salir” por las calles del mundo con la confianza en el Señor que llama. Así es la vida de un misionero, de una misionera. Y luego, para terminar lejos de casa, lejos de su patria; tantas veces muertos, ¡asesinados! Como ha sucedido en estos días, con tantos hermanos y hermanas nuestros.
La misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente anuncio del amor, de la misericordia y el perdón de Dios, revelado a los hombres a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Los misioneros han servido a la misión de la Iglesia, partiendo a los más pequeños y a los más distantes el pan de la Palabra y llevando a todos el don del amor inagotable que brota del corazón mismo del Salvador.
Así eran San Francisco de Laval y Santa María de la Encarnación. Quisiera dejarles a ustedes, queridos peregrinos canadienses, en este día, dos consejos: son tomados de la Carta a los Hebreos, pero pensando en los misioneros harán tanto bien a sus comunidades.
El primero es éste, así dice la palabra de Dios: “Acuérdense de quienes los dirigían, ellos les transmitieron la Palabra de Dios; miren cómo acabaron sus vidas e imiten su fe” (13.7). La memoria de los misioneros nos sostiene cuando experimentamos la escasez de trabajadores del Evangelio. Sus ejemplos nos atraen, nos empujan a imitar su fe. ¡Son testimonios fecundos que generan vida!
El segundo es éste: “Recuerden los primeros días, cuando, recién iluminados, sostuvieron el duro combate de los padecimientos…por tanto, no pierdan la confianza que ella les traerá una gran recompensa. A ustedes les hace falta sólo la perseverancia…” (10,32.35-36). Rendir homenaje a los que sufrieron para traernos el Evangelio significa llevar hacia adelante también nosotros la buena batalla de la fe, con humildad, mansedumbre y misericordia, en la vida cotidiana. Y esto da fruto. Memoria de aquellos que nos han precedido, de aquellos que han fundado nuestra Iglesia. ¡Iglesia fecunda la de Quebec! Fecunda en tantos misioneros, que han ido por todos lados. El mundo ha sido llenado de misioneros canadienses, como estos dos. Ahora el consejo: que esta memoria no nos lleve a abandonar la franqueza. ¡No abandonar el coraje! Tal vez… No, no tal vez, es verdad: el diablo es el envidioso y no tolera que una tierra sea así fecunda en misioneros. La oración al Señor para que Quebec regrese sobre este camino de la fecundidad, de dar al mundo tantos misioneros. Y estos dos que han - por así decir– fundado la Iglesia del Quebec nos ayuden como intercesores; que la semilla que ellos han sembrado crezca y de fruto de nuevos hombres y mujeres valientes, de gran previsión, con el corazón abierto a la llamada del Señor. ¡Hoy se debe pedir esto por su patria! Y ellos desde el cielo serán nuestros intercesores. Que Quebec vuelva a ser aquella fuente de buenos y santos misioneros.
Esa es la alegría y la entrega de ésta, su peregrinación: hacer memoria de los testigos, de los misioneros de la fe en su tierra. Esta memoria nos sostiene siempre en el camino hacia el futuro, hacia la meta, cuando “el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros…”.
“¡Alegrémonos y regocijémonos de su salvación!”. (Isaías 25,9).
Traducción del italiano: Griselda Mutual, Radio Vaticano.
El Papa recordó que “la Iglesia, si se detiene y se cierra, enferma, se puede corromper, ya sea con pecados, ya sea con la falsa ciencia separada de Dios, que es el secularismo mundano”. Francisco explicó a los fieles que los misioneros no se quedan con la gracia de Dios para sí mismos: todo lo contrario, con la fuerza de Dios “tuvieron el coraje de salir por las calles del mundo con confianza en el Señor que llama”. Resaltando la imagen de los dos nuevos santos, recordó que “la misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente el anuncio del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, revelado a los hombres a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo”.
El Santo Padre ofreció dos consejos tomados de la Carta de los Hebreos: "Acordaos de quienes os dirigían, ellos os transmitieron la Palabra de Dios; mirad cómo acabaron sus vidas e imitad su fe" , y el segundo "recordad los primeros días, cuando, recién iluminados, sostuvisteis el duro combate de los padecimientos…por tanto, no perdáis la confianza, porque ella os traerá una gran recompensa. Sólo os hace falta la perseverancia…"
El Angelus
Tras la misa se rezó el Angelus, y antes de eso el Papa reflexionó sobre el Evangelio del día, de San Mateo, donde Dios, representado por un rey, invitó a participar a un banquete de boda a determinadas personas, pero algunos de ellos se mostraron indiferentes e incluso molestos. “Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, su alegría, la salvación, pero muchas veces no recibimos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses”.
A pesar de esto, el rey no suspende la fiesta e insiste con su invitación. “El Evangelio, rechazado por alguien, encuentra una acogida inesperada en muchos otros corazones”. El Papa recordó que la bondad de Dios “no tiene fronteras y no discrimina a nadie: por ello el banquete de los dones del Señor es universal, para todos. A todos se les da la posibilidad de responder a su invitación”.
El Santo Padre recordó que esto nos lleva a superar la tendencia de posicionarnos “cómodamente en el centro, para abrirnos a las periferias, reconociendo que también quien está en los márgenes es objeto de la generosidad de Dios”. E insistió en que todos estamos llamados a “dilatar la Iglesia a las dimensiones del Reino de Dios”.
Texto completo de la homilía del Papa Francisco
Hemos escuchado la profecía de Isaías: “El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros ...” (Is. 25,8). Estas palabras, llenas de la esperanza de Dios, indican la meta, muestran el futuro hacia el cual nos dirigimos. En este camino los santos nos preceden y nos guían. Estas palabras también delinean la vocación de los hombres y mujeres misioneros.
Los misioneros son aquellos que, dóciles al Espíritu Santo, tienen el valor de vivir el Evangelio. También este Evangelio que acabamos de escuchar: “Vayan a los cruces de caminos” dijo el rey a sus siervos (Mt 22,9). Así que los siervos salieron y reunieron a todos los que encontraron, “buenos y malos”, para llevarlos al banquete nupcial del rey (cf.v. 10).
Los misioneros acogieron esta llamada: salieron a llamar a todos, en los cruces del mundo; y así hicieron tanto bien a la Iglesia, porque si la Iglesia se detiene y se cierra se enferma, se puede corromper, ya sea con pecados que con la falsa ciencia separada de Dios, que es el secularismo mundano.
Los misioneros han dirigido la mirada a Cristo crucificado, han acogido su gracia y no la han tenido para sí mismos. Como San Pablo, se han hecho todo para todos; han sabido vivir en la pobreza y en la abundancia, en la saciedad y el hambre; pudieron todo en Aquel que les daba fuerzas (cf. Fil 4,1213). Y con esta fuerza de Dios, tuvieron el coraje de “salir” por las calles del mundo con la confianza en el Señor que llama. Así es la vida de un misionero, de una misionera. Y luego, para terminar lejos de casa, lejos de su patria; tantas veces muertos, ¡asesinados! Como ha sucedido en estos días, con tantos hermanos y hermanas nuestros.
La misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente anuncio del amor, de la misericordia y el perdón de Dios, revelado a los hombres a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Los misioneros han servido a la misión de la Iglesia, partiendo a los más pequeños y a los más distantes el pan de la Palabra y llevando a todos el don del amor inagotable que brota del corazón mismo del Salvador.
Así eran San Francisco de Laval y Santa María de la Encarnación. Quisiera dejarles a ustedes, queridos peregrinos canadienses, en este día, dos consejos: son tomados de la Carta a los Hebreos, pero pensando en los misioneros harán tanto bien a sus comunidades.
El primero es éste, así dice la palabra de Dios: “Acuérdense de quienes los dirigían, ellos les transmitieron la Palabra de Dios; miren cómo acabaron sus vidas e imiten su fe” (13.7). La memoria de los misioneros nos sostiene cuando experimentamos la escasez de trabajadores del Evangelio. Sus ejemplos nos atraen, nos empujan a imitar su fe. ¡Son testimonios fecundos que generan vida!
El segundo es éste: “Recuerden los primeros días, cuando, recién iluminados, sostuvieron el duro combate de los padecimientos…por tanto, no pierdan la confianza que ella les traerá una gran recompensa. A ustedes les hace falta sólo la perseverancia…” (10,32.35-36). Rendir homenaje a los que sufrieron para traernos el Evangelio significa llevar hacia adelante también nosotros la buena batalla de la fe, con humildad, mansedumbre y misericordia, en la vida cotidiana. Y esto da fruto. Memoria de aquellos que nos han precedido, de aquellos que han fundado nuestra Iglesia. ¡Iglesia fecunda la de Quebec! Fecunda en tantos misioneros, que han ido por todos lados. El mundo ha sido llenado de misioneros canadienses, como estos dos. Ahora el consejo: que esta memoria no nos lleve a abandonar la franqueza. ¡No abandonar el coraje! Tal vez… No, no tal vez, es verdad: el diablo es el envidioso y no tolera que una tierra sea así fecunda en misioneros. La oración al Señor para que Quebec regrese sobre este camino de la fecundidad, de dar al mundo tantos misioneros. Y estos dos que han - por así decir– fundado la Iglesia del Quebec nos ayuden como intercesores; que la semilla que ellos han sembrado crezca y de fruto de nuevos hombres y mujeres valientes, de gran previsión, con el corazón abierto a la llamada del Señor. ¡Hoy se debe pedir esto por su patria! Y ellos desde el cielo serán nuestros intercesores. Que Quebec vuelva a ser aquella fuente de buenos y santos misioneros.
Esa es la alegría y la entrega de ésta, su peregrinación: hacer memoria de los testigos, de los misioneros de la fe en su tierra. Esta memoria nos sostiene siempre en el camino hacia el futuro, hacia la meta, cuando “el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros…”.
“¡Alegrémonos y regocijémonos de su salvación!”. (Isaías 25,9).
Traducción del italiano: Griselda Mutual, Radio Vaticano.
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