Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

«¡Dios llora! ¡Jesús ha llorado por nosotros!» dice Francisco ante las lágrimas del rey David

Radio Vaticana

Las homilías de Santa Marta, ya un clásico del magisterio de Francisco.
Las homilías de Santa Marta, ya un clásico del magisterio de Francisco.
Dios también llora: su llanto es como aquel de un padre que ama a los hijos y jamás los reniega incluso si son rebeldes, sino que los espera siempre. Ese fue el tema de la predicación del Papa Francisco durante la Misa matinal del martes 4 de febrero en la Casa de Santa Marta.

Las lecturas del día presentaban la figura de dos padres: el rey David, que llora la muerte del hijo rebelde Absalón, y Jairo, jefe de la Sinagoga, que suplica a Jesús sanar a su hija.

El Papa explicó el llanto de David después de recibir la noticia del asesinato del hijo, que había combatido contra él para conquistar el reino.

El ejército de David ha vencido, pero a él no le interesaba la victoria: “¡esperaba al hijo! ¡Solamente le interesaba el hijo! Era rey, era jefe del país, ¡pero era un padre! Y de esta manera cuando llegó la noticia del fin de su hijo, fue sacudido por un estremecimiento: subió a la habitación de arriba… y lloró”:

“Yéndose decía: ‘¡Hijo mío, Absalón. Hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Hubiera muerto yo en vez de ti! ¡Absalón, Hijo mío! ¡Hijo mío!’. Éste es el corazón de un padre, que jamás reniega a su hijo. ‘Es un bribón. Es un enemigo. ¡Pero es mi hijo!’. Y no reniega la paternidad: lloró… David lloró dos veces por un hijo: esta vez y la otra cuando el hijo del adulterio estaba por morir. También aquella vez ayunó, hizo penitencia para salvar la vida del hijo. ¡Era un padre!”.

El otro padre es el jefe de la Sinagoga, “una persona importante – afirmó el Papa - pero ante la enfermedad de la hija no tiene vergüenza en arrojarse a los pies de Jesús: ‘¡Mi hijita está muriendo, ven a imponerle las manos, para que se salve y viva!’. No tiene vergüenza”, no piensa en lo que podrán decir los otros, porque es un padre. David y Jairo son dos padres:

“¡Para ellos aquello que es lo más importante es el hijo, la hija! No existe otra cosa. ¡La única cosa importante! Nos hace pensar a la primera cosa que nosotros decimos a Dios, en el Credo: ‘Creo en Dios Padre…’. Nos hace pensar en la paternidad de Dios. Pero Dios es así. ¡Dios es así con nosotros! ‘Pero, Padre, ¡Dios no llora!’. ¡Cómo no! Recordamos a Jesús, cuando lloró mirando a Jerusalén. ‘¡Jerusalén, Jerusalén! Cuántas veces he querido recoger a tus hijos, como la gallina recoge sus pollitos bajo las alas’. ¡Dios llora! ¡Jesús ha llorado por nosotros! Y aquel llanto de Jesús es precisamente la figura del llanto del Padre, que nos quiere a todos en torno a sí”.

“En los momentos difíciles” – subrayó el Papa Francisco – “el Padre responde. Recordamos a Isaac, cuando va con Abraham a hacer el sacrificio: Isaac no era tonto, se dio cuenta que llevaban leña, el fuego, pero no la oveja para el sacrificio. ¡Tenía temor en el corazón! ¿Y qué cosa dice? ‘¡Padre!’. Y de inmediato: ‘¡Aquí estoy, hijo!’”. El Padre responde.

Así, Jesús, en el Huerto de los Olivos, dice “con aquella angustia en el corazón: ‘Padre, si es posible, ¡aparta de mí este cáliz!’. Y los ángeles vinieron a darle fuerza. Así es nuestro Dios: ¡es Padre! ¡Es un Padre!”.

Un Padre como aquel que espera al hijo prodigo que se ha ido “con todo el dinero, con toda la herencia. Pero el padre lo esperaba” todos los días y “lo vio desde lejos”. “Ese es nuestro Dios!" - observó el Obispo de Roma - y "nuestra paternidad" - aquella de los padres de familia así como la paternidad espiritual de obispos y sacerdotes - "debe ser como ésta. El Padre tiene como una unción que viene del hijo: ¡no entenderse a sí mismo sin el hijo! Y por esto tiene necesidad del hijo: lo espera, lo ama, lo busca, lo perdona, lo quiere cercano a sí, tan cercano como la gallina quiere a sus pollitos”:

“Vayamos hoy a casa con estos dos íconos: David que llora y el otro, el jefe de la Sinagoga, que se arroja ante Jesús, sin miedo de avergonzarse y hacer reír a los otros. En juego estaban sus hijos: el hijo y la hija. Y con estos dos íconos digamos: ‘Creo en Dios Padre…’. Y pidamos al Espíritu Santo - porque sólo es Él, el Espíritu Santo – que nos enseñe a decir ‘¡Abba!, ¡Padre!’. ¡Es una gracia! Poder decir a Dios ‘¡Padre!’ con el corazón es una gracia del Espíritu Santo. ¡Pedirla a Él!”. 
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