Gajes del oficio
Peter Seewald, entre el «muerto» de entrevistar a Ratzinger y el truco fallido de una grabadora
Junto al contenido de «Luz del Mundo», la atención mediática se centra estos días también en el hombre que entrevistó al Papa.
En la historia de Luz del Mundo, el libro-entrevista de Benedicto XVI, juega un papel decisivo la figura de su entrevistador. Fue elegido por la Santa Sede frente a otras opciones como Vittorio Messori, quien había hecho con el cardenal Joseph Ratzinger en 1984 el Informe sobre la Fe, y también sabía lo que era entrevistar a un Papa tras su Cruzando el umbral de la esperanza de 1994 con Juan Pablo II.
Y lo fue por una razón fundamental: la gran confianza mutua del Papa y él, labrada en muchos años de amistad y en su común origen alemán.
Este domingo Darío Menor cuenta en La Razón dos momentos interesantes en el principio y en el final de esa relación.
Uno, cómo surgió. Seewald, educado como católico pero que había perdido la fe y en algún periodo de su vida había sido marxista, tenía 39 años y trabajaba en 1993 en el diario bávaro Süddeutsche Zeitung cuando le encargaron entrevistar para el suplemento del sábado al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, bávaro también. Fue para Seewald un auténtico «marrón», porque ni le agradaba el tema, ni sabía mucho del cardenal. Pero, como buen profesional, se preparó a fondo, leyó todo cuanto Ratzinger había dicho o escrito o se había dicho o escrito de él, y cumplió a satisfacción de sus editores.
Con un añadido personal: «Un deseo por redescubrir al Dios y a la Iglesia a que aquel cardenal de aspecto frágil y de voz aflautada había dedicado su vida», cuenta Menor. Ese «terremoto interior» cambió su existencia, y volvió a la fe, prolongando amistad y entrevistas con el cardenal en los años sucesivos.
Eso no le impidió intentar un pequeño engaño para «rascar» una hora más a las escasas seis que la Santa Sede le concedió para hablar con el Papa con vistas a Luz del Mundo. El truco era, disimuladamente, prolongar la conversación diez minutos cada día, sacando así sesenta minutos añadidos a la puntualidad germánica del pontífice.
Lamentablemente, la idea falló por culpa de una de las cuatro grabadoras en las que, como hombre precavido, Seewald recogió las respuestas del Papa. Era de una sola hora, y al cumplirse esa hora saltaba con «un ruidoso clac» que indicaba a Benedicto XVI que el tiempo había concluido antes de que sus colaboradores entraran a recordarle otros compromisos.
Un dichoso clac que, echando cuentas, nos privó de treinta páginas más de libro.
Y lo fue por una razón fundamental: la gran confianza mutua del Papa y él, labrada en muchos años de amistad y en su común origen alemán.
Este domingo Darío Menor cuenta en La Razón dos momentos interesantes en el principio y en el final de esa relación.
Uno, cómo surgió. Seewald, educado como católico pero que había perdido la fe y en algún periodo de su vida había sido marxista, tenía 39 años y trabajaba en 1993 en el diario bávaro Süddeutsche Zeitung cuando le encargaron entrevistar para el suplemento del sábado al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, bávaro también. Fue para Seewald un auténtico «marrón», porque ni le agradaba el tema, ni sabía mucho del cardenal. Pero, como buen profesional, se preparó a fondo, leyó todo cuanto Ratzinger había dicho o escrito o se había dicho o escrito de él, y cumplió a satisfacción de sus editores.
Con un añadido personal: «Un deseo por redescubrir al Dios y a la Iglesia a que aquel cardenal de aspecto frágil y de voz aflautada había dedicado su vida», cuenta Menor. Ese «terremoto interior» cambió su existencia, y volvió a la fe, prolongando amistad y entrevistas con el cardenal en los años sucesivos.
Eso no le impidió intentar un pequeño engaño para «rascar» una hora más a las escasas seis que la Santa Sede le concedió para hablar con el Papa con vistas a Luz del Mundo. El truco era, disimuladamente, prolongar la conversación diez minutos cada día, sacando así sesenta minutos añadidos a la puntualidad germánica del pontífice.
Lamentablemente, la idea falló por culpa de una de las cuatro grabadoras en las que, como hombre precavido, Seewald recogió las respuestas del Papa. Era de una sola hora, y al cumplirse esa hora saltaba con «un ruidoso clac» que indicaba a Benedicto XVI que el tiempo había concluido antes de que sus colaboradores entraran a recordarle otros compromisos.
Un dichoso clac que, echando cuentas, nos privó de treinta páginas más de libro.
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