Jane Clark Scharl, filósofa y economista: lo que se hace por amor no tiene precio
El hogar no es una esclavitud ni vale 10,9 billones: el error de apreciación del New York Times
La dedicación de la mujer a su hogar es frecuente objeto de menosprecio por la cultura dominante, que lo considera una esclavitud o, como un reciente artículo en The New York Times, lo reduce a transacción comercial o carga laboral. Jane Clark Scharl, politóloga, filósofa y economista y colaboradora en distintos medios de comunicación, rebate en Crisis Magazine ese planteamiento:
La dedicación al hogar no es una esclavitud
Recientemente, el New York Times ha publicado un artículo titulado: El trabajo no remunerado de las mujeres equivale a 10.900.000.000.000 dólares. Como cabía esperar, el artículo es tan cínico como injusto.
Publicado en honor del Día Internacional de la Mujer y disfrazado de simple encuesta sobre la contribución, a menudo no evidente, de las mujeres a la sociedad, el artículo se deslizaba hacia la idea estúpida y mercantilista, cuasi marxista, que ha llegado a dominar nuestra sociedad. Y al hacerlo, ha puesto de manifiesto una idea equivocada existente en el corazón del pensamiento estadounidense sobre el trabajo, el dinero y la sociedad, a saber: que las cosas no tienen valor a no ser que se les dé un valor en dólares. Y que las personas que hacen cosas sin ser pagadas están siendo explotadas.
Como dijo G.K. Chesterton: "El feminismo se equivoca con la idea de que las mujeres son libres cuando sirven a sus empleadores, pero son esclavas cuando ayudan a sus maridos". El pensamiento feminista que hay detrás del artículo del New York Times es tremendamente corto de miras, e ignora totalmente los beneficios intangibles que se derivan del denominado "trabajo no remunerado" de las mujeres: beneficios para la sociedad, las familias y los hombres; pero también, ciertamente y sobre todo, para las mujeres.
Ahora, unas cuantas afirmaciones: 1) si alguien espera, justamente, que le paguen un trabajo y no se lo pagan, esto es explotación y no debe tolerarse; 2) a lo largo de la historia, se ha impedido injustamente que las mujeres participen plenamente en la sociedad, una injusticia que sigue vigente en algunas sociedades actuales, y esto es algo que hay que denunciar; 3) las mujeres que eligen entrar en el mercado laboral deben recibir el mismo salario que los hombres que desarrollan el mismo trabajo que ellas. Sin embargo, nada de esto se aborda en el artículo del New York Times.
El artículo podría ensalzar la gran contribución de las mujeres a la sociedad y cuánta belleza y alegría hay en el mundo gracias a su trabajo generoso, pero no lo hace. Ni siquiera denuncia la diferencia salarial entre hombres y mujeres. En cambio, documenta la contribución masiva que las mujeres hacen a la sociedad, calificando de injusticia el que las mujeres no sean pagadas por dicha contribución.
Tomemos en consideración la frase inicial: "Si las mujeres estadounidenses ganaran el sueldo mínimo por el trabajo no remunerado que hacen en la casa y cuidando de sus familiares, la cifra del año pasado equivaldría a 1,9 billones de dólares". La frase no hace ningún tipo de observación sobre cuántos hogares se han beneficiado por el cuidado de la mujer, o cuántos ancianos han sido atendidos por las mujeres de sus vidas. Más bien, lo que hace el artículo es reducir estos actos humanos a su equivalente en dinero, lo que implica, en consecuencia, que hay algo injusto en el hecho de que las mujeres no perciban un salario por estos actos de caridad.
Este es un punto clave: estos son actos de caridad que las mujeres llevan a cabo, y a escala masiva. Y si bien es posible que tal vez preferirían no hacer algunas de estas cosas (admito que, a veces, estoy harta de lavar platos y limpiar la casa), el artículo ignora totalmente otra posibilidad: que llevan a cabo todas estas tareas por amor.
En lo que se hace por amor, la propia acción es el premio
Cualquiera que en algún momento haya hecho algo sólo por amor sabe que realizar esa acción es su premio. Lo que algunas personas no saben es que convertir un trabajo hecho por amor en un trabajo remunerado lo que hace es cambiar profundamente la naturaleza de dicho trabajo. Está claro que los artistas lo saben cuando llegan a ser profesionales: de repente, la tarea del arte se enfrenta a la naturaleza del trabajo. La demanda del mercado empieza a ser exigente; e incluso a pesar del entusiasmo que suscita que te paguen por tu creación, muchos artistas empiezan a notar un sentimiento de pérdida.
Esto lo vemos en nuestro lenguaje: a las personas que realizan un oficio, un arte o un deporte sin fines crematísticos se las llama amateurs, que procede de la palabra latina amator, cuyo significado es el que ama. Las personas que hacen las cosas independientemente de si serán o no remuneradas son los que aman [amantes]. Por otra parte, el término profesional significa la persona que hace algo para ganarse la vida. Si bien ciertamente no hay nada malo en pasar de ser un amateur a un profesional, hay una honda diferencia espiritual entre ser la persona que ama realizar una tarea y ser una persona que lleva a cabo dicha tarea para ganarse la vida.
El artículo también hace referencia a un ocasión en la que, en Islandia, en 1975, todas las mujeres del país se negaron a "cocinar, limpiar o cuidar de sus hijos". El New York Times alaba esta decisión como un momento de valentía en el que las islandesas cogieron las riendas de su vida para demostrar a los hombres, perezosos y desagradecidos, cuánto le debe la sociedad a las mujeres.
La célebre huelga feminista islandesa del 24 de octubre de 1975.
En realidad, esta artimaña infantil parece más bien el abandono de la decencia común. Imaginémonos por un momento que la situación hubiera sido al revés: que durante un día todos los hombres del país se hubieran negado a ir a trabajar, independientemente de las consecuencias que esto conllevara para su futuro profesional, o que se hubieran negado a hacer cualquier otra cosa para sostener a sus familias. Este boicot hubiera sido visto, y condenado, como un modo inmaduro de llamar la atención. Es difícil pensar bien de una madre que, en aras de un posicionamiento político, rechaza alimentar y cuidar a sus hijos. Al negarse a hacerlo, las islandesas revelaron, sin querer, el secreto de lo que, en general, se piensa del "trabajo de las mujeres": que hunde sus raíces en el amor y la generosidad.
El artículo celebra como un triunfo el boicot y observa que "hoy, las mujeres de ese país tienen uno de los índices más altos de participación laboral en el mundo". Lo que se asume con esta afirmación, sin decirlo, es que la sociedad ideal es la que tiene, como fuerza laboral, al mayor número de mujeres posible.
Es obvio que esto deja sin respuesta diversas preguntas. Si, como los hombres, todas las mujeres deben participar en la fuerza laboral para que una familia sobreviva, ¿quién llevará a cabo esos actos de caridad como la crianza de los hijos, el cuidado de los ancianos y el cuidado y embellecimiento del hogar? ¿Lo hará el gobierno? ¿Se repartirá, de alguna manera, este trabajo entre los hombres y las mujeres? Y, a un nivel menos tangible, esta sistematización de lo que se supone es un acto de amor, ¿qué efecto tendrá en la calidad de nuestras vidas?
La preferencia de las mujeres ¿no cuenta?
Por último, ¿qué pasa con esas mujeres para las cuales el hecho de estar en casa y realizar esos pequeños actos de caridad es preferible, con mucho, a estar involucradas en la llamada "fuerza laboral"? Hoy he llevado a nuestro hijo al parque y, volviendo a casa, me he detenido en una pequeña cafetería-pastelería para comprar unos dulces y, así, ayudar a este pequeño negocio durante el coronavirus. He limpiado la casa, he llevado a nuestro hijo al estanque para que tirara piedras, le he preparado la comida a mi marido y luego la cena para todos. Mientras nuestro hijo dormía la siesta, he dedicado unas horas al trabajo por el que soy remunerada; sin embargo, el resto de mi jornada entra en la categoría de "trabajo no pagado" del que se queja el artículo del New York Times.
Pero entonces comparo mi día con el de mi marido: nueve horas en el despacho, ubicado en la habitación más pequeña de la casa, con sus auriculares puestos para responder a las llamadas de trabajo. En estos momentos está teletrabajando. Normalmente, hubiera salido de casa a las 6:30 de la mañana y no volvería, como pronto, hasta las 17:30 horas.
Su trabajo no es malo, tiene un salario y unos beneficios. Y sin embargo, no cambiaría mi trabajo no pagado por el suyo remunerado. Y no soy la única; muchas mujeres disfrutan de su capacidad de crear un hogar hermoso para su marido y sus hijos. Sentimos que el compromiso de nuestros maridos de ir a trabajar cada día para que podamos estar en casa -fuera del vórtice materialista e hipermercantilista de la mayor parte de la sociedad estadounidense- es un sacrificio para ellos y una bendición para nosotras.
En su ensayo La emancipación de la domesticidad, incluido en Lo que está mal en el mundo, que daría escalofríos a las feministas, aunque no debería, G.K. Chesterton escribe: "La mujer debería ser una cocinera, pero no una cocinera competitiva; una maestra, pero no una maestra competitiva; una decoradora, pero no una decoradora competitiva; una modista, pero no una modista competitiva... Ella, a diferencia del hombre, puede desarrollar otras muchas tareas... Las mujeres no se quedaron en casa para restringir su vida; al contrario, lo hicieron para ampliarla. El mundo fuera de casa es una masa limitada, un laberinto de senderos angostos, una casa de locos monomaníacos. Fue en parte porque estaba limitada y protegida por lo que la mujer pudo aprender a desarrollar cinco o seis profesiones, llegando a estar tan cerca de Dios como el niño que juega a cien oficios. Pero las profesiones de la mujer, a diferencia de las del niño, son todas verdaderas e increíblemente fructíferas".
Aquí, Chesterton está celebrando la maravillosa capacidad de la mujer de vivir como una amateur, una persona que vive su vida con devoción a lo que ama porque lo ama, sin más, no porque pueda ser para ella beneficiosa económicamente. Las mujeres en este ámbito son, según Chesterton, verdaderamente libres, de un modo como nunca lo serán los hombres con trabajos remunerados.
El New York Times tal vez tiene razón y el trabajo no remunerado de las mujeres equivale a una suma "indecente" de dinero. Pero hay otras cosas además del dinero. Está la libertad respecto a las exigencias del mercado. Está la belleza de construir un hogar, o la espontaneidad y la diversión de jugar con los hijos. Está el amor que implica cuidar al vecino anciano, o a los miembros de la propia familia. Y a nada de esto se le puede poner una etiqueta con el precio.
Traducción de Elena Faccia Serrano.