Tres de los seis murieron por una enfermedad desconocida
Andrea y Emanuela: un matrimonio «imposible» que vive como don de Dios la vida y muerte de sus hijos
[Andrea y Emanuela son un matrimonio que pudo naufragar en diversas ocasiones pero que ha sabido verse como instrumento en las manos de Dios. Con una misión: conducirse juntos al cielo. Benedetta Frigerio recoge en Tempi una ejemplar historia de amor mutuo y confianza en el plan divino para cada uno de nosotros.]
Él, ateo anticlerical; ella, crecida a base de pan y oratorio. Él, alérgico al matrimonio y a la prole; ella, aspirante a ser madre desde que era una niña. Él, un perfeccionista en los estudios y en la vida; ella, músico refractario al orden. Él, totalmente hogareño; ella, activista imparable. «El matrimonio es así, dos mundos opuestos que chocan como dos piedras. Y que rozándose se perfilan hasta convertirse en una sola carne».
Un matrimonio "imposible"
Andrea Torquato Giovanoli, aparejador, orfebre y escritor, ha contado la historia de su familia en tres libros: Nella carne, col sangue [En la carne, con la sangre], Nel nome del padre [En el nombre del padre] y Non più due [Ya no dos].
«Quería describir el modo misterioso con el que Dios ha sellado el amor entre mi mujer y yo», dice a Tempi. Escribiendo sobre su matrimonio, este milanés de 42 años intenta desvelar «la cruz de la diversidad y el sacrificio de ser padre y madre que te llevan a la plenitud». Que lo que dice Andrea no son frases hechas, lo demuestra toda su vida. El recorrido de un hombre que cuando era joven quería hacerse esterilizar, convencido de que la existencia era «un engaño sin sentido» y que en cambio hoy es padre de seis hijos, de los cuales tres «han subido al cielo después del calvario de una enfermedad aún desconocida».
El encuentro y la conversión
«Cuando conocí a mi futura mujer –recuerda–, al cabo de unos meses decidí dejarla porque éramos muy distintos. Pero empecé a sentir pánico porque sin ella no conseguía vivir. Entendí entonces que tenía que intentar conocer a su Dios». Descubre un Cristo totalmente distinto al que había imaginado, «la respuesta a la necesidad irresuelta de sentido, que me había llevado a soportar la vida como una trampa». Y una vez descubierto el Señor, Andrea, contrario por carácter a las medias tintas, decide sacrificar por Él todo, «lo cual no significa no cometer errores. De hecho, cuando me casé con Emanuela estaba ya embarazada de Matteo».
Marido y mujer están agradecidos por el embarazo, pero al poco de nacer su hijo descubren que tiene una enfermedad genética sobre la que no existe nada en ningún manual científico: «No sentí rebelión contra Dios: a pesar de todo nos había dado un hijo al que amábamos tal como era». Más bien le molestaba la gente que les rodeaba, y que le empujaban a ir de un especialista a otro con el fin de investigar el origen de ese mal. «Esa Nochebuena me negué a llevarlo a urgencias por enésima vez. Desgraciadamente, a la mañana siguiente Matteo murió con dieciséis meses de vida». Y esta vez siente la rebelión dentro de sí, tan inconfesable como implacable: «No me enfadé con Dios, pero me encerré en mí mismo y mi matrimonio estuvo a punto de naufragar».
Andrea y Emanuela empiezan a vivir como dos solteros: «Lentamente, rechazando la vida, dejé crecer entre nosotros una distancia que se ensanchó hasta convertirse en una vorágine, ya no nos aguantábamos el uno al otro». De nuevo, Andrea tiene que elegir: «O Dios o el divorcio». Y, de nuevo, la imposibilidad de estar sin Emanuela lo pone literalmente de rodillas: «Empecé a rezar pidiendo a Dios que abriera mi corazón, que se había convertido en piedra».
Hasta que un día una pareja de amigos les invitan al santuario de Czestochowa. Andrea participa en la peregrinación «como si fuera una excursión», recuerda. Pero en cambio, «la Virgen interviene. Me hizo entender que tenía que romper las cadenas que me impedían responder a mi vocación de felicidad. Pero para hacerlo tenía que morir a mí mismo».
Ante la Virgen de Czestochowa, Andrea comprendió que su felicidad pasaba por su esposa, elegida por Dios desde toda la eternidad para él.
«Elegidos para una tarea»
La alegría y la muerte se convierten, a partir de ese momento, en el hilo conductor del matrimonio de Andrea y Emanuela: «Me entregué sin medida -explica él-, y elegí obedecer cualquier petición de mi esposa. Incluida la posibilidad de concebir otro hijo».
De hecho, al cabo de poco tiempo Emanuela le anuncia que está embarazada de Tobia. Y de nuevo, también esta vez, hay algo que no va bien. Cuando está en el tercer mes de embarazo, Emanuela corre el riesgo de abortar. «Rezamos muchísimo, rezaron nuestros amigos. Y el pequeño se salvó», recuerda Andrea. Pero pasado el quinto mes, su esposa está de nuevo en el hospital. «Estaba a punto de dar a luz». Tobia nace y le intuban enseguida, pero tiene pocas probabilidades de sobrevivir. «Rezábamos día y noche. Y nos llenamos de una gratitud inmensa por ese niño, el don con el que Dios había sellado de nuevo el amor entre mi esposa y yo».
Contra todo pronóstico, Tobia sobrevive y unos meses después Emanuela se queda embarazada por tercera vez. Pronto, también Tobia manifiesta los síntomas de la enfermedad que se llevó a su hermano mayor. Para Emanuela y Andrea «fue la prueba de que éramos portadores sanos de una enfermedad genética desconocida. ¡Qué extraña forma de predilección! Nosotros, tan distintos, fuimos deseados juntos desde el inicio, elegidos para una tarea». De nuevo, Andrea se siente «llamado a aceptar Su plan».
Sin embargo, los médicos no piensan lo mismo y le plantean a Emanuela la interrupción del embarazo. Andrea intenta oponerse, pero es excluido de la discusión. Ella está callada y él, aterrorizado por ese silencio, se precipita hacia la capilla del hospital para rezar. Cuando vuelve, le dice a su esposa: «Si abortas, ayuno toda la vida», pero Emanuela le confiesa que no había pensado ni siquiera un instante en esa posibilidad.
«A partir de ese momento -cuenta Andrea-, empecé a ir diariamente a misa con una participación de la que siento nostalgia. Mi hijo estaba enfermo, y para mí era como estar frente al sufrimiento de Cristo». A los ojos de su padre, ese pequeño «estaba contribuyendo a salvar al mundo».
En el funeral de Tobia, un año y cuatro meses después de su nacimiento, «todos lloraban pero yo estaba contento. La gente no entendía: mi hijo había subido al cielo y yo había podido llevar a cabo, nuevamente, mi misión de padre: ayudar a un hijo a ir al paraíso».
«Una degustación de la resurrección»
Tres meses más tarde, entre el quinto y el sexto mes de embarazo, el mismo día del año en el que había nacido Tobia, Emanuela rompe aguas: «Descubrimos entonces que sufría de un problema de retención cervical». Ante la perspectiva de un nacimiento prematuro y de un posible calvario también para el tercer hijo, los cónyuges están llenos de aprensión y suplican a Dios que les dé fuerzas para «acoger otra prueba». Gracias a una operación de cerclaje uterino, el pequeño nace el séptimo mes.
Emanuela y Andrea lo llaman «la primera degustación de la resurrección». Por primera vez, marido y mujer asisten al crecimiento normal de un hijo. Dice él: «Cada paso, cada objeto entre las manos de Jonathan, cada movimiento, era para nosotros como asistir a un milagro».
La alegría es tanta que Emanuela se vuelve a quedar embarazada. Y como las otras veces, al tercer mes salta la alarma. La ingresan en el hospital para efectuar el cerclaje, «pero después de la operación nos dijeron que nuestro hijo había muerto». La noticia es un puñetazo en el estómago. El más duro para Andrea, porque Mattia «es el hijo al que echo más de menos. Añoro no haberle visto ni abrazado».
Emanuela y Andrea nunca sabrán si su cuarto hijo murió antes o a causa de esa operación de urgencia. «Preferimos no indagar». Palabras que hoy suenan como un brote de locura. Pero no para un hombre y una mujer que han tocado con la mano como «la vida y la salud no son derechos, sino dones de Dios». Esta consciencia empuja a los dos esposos a acoger un quinto hijo.
Por quinta vez el embarazo llega enseguida, y después del "habitual" cerclaje Emanuela tiene que permanecer encamada. «Sin embargo, éramos felices», dice el marido. Desgraciadamente, al cabo de poco tiempo también Jonathan manifiesta los signos de la enfermedad. El niño tiene cuatro años y lentamente empieza a perder el uso de las piernas. No han pasado ni siquiera doce meses que la situación es tan grave que Andrea teme lo peor. Jonathan entra y sale del hospital, está cada vez más débil. Contra la opinión de los médicos, Andrea y su esposa se oponen el enésimo ingreso, a pesar de que «muchos amigos y familiares no lo entendían».
El icono de la Virgen de Czestochowa "visita" a la Virgen de Lourdes. Dos advocaciones fundamentales en dos momentos decisivos en la vida de los Giovanoli.
Los dos van a Medjugorje y a Lourdes. «Yo pedía la gracia de la alegría, mi esposa el milagro de la curación», recuerda Andrea. «La Virgen nos escuchó a los dos». Andrea, de hecho, halla la paz y al cabo de poco tiempo una doctora les propone un tratamiento experimental para Jonathan. «Mi hijo se ha recuperado muy bien: ahora tiene ocho años y camina», explica el padre. Mientras tanto ha llegado al mundo también Cristian, el quinto, que ahora «tiene casi cinco años y crece sano».
Han sido muchos los amigos que en estos años se han alejado de Andrea y Emanuela. Alguno, detrás de su disponibilidad a acoger a los hijos “tal como son”, ve sólo egoísmo; los dos, en cambio, están «seguros de que este es el plan de Dios: si no quisiera los hijos que hemos buscado y acogido, no nos los habría donado». Pero la pregunta permanece: ¿por qué traer al mundo hijos que podrían estar enfermos? «Ante todo, porque podrían no estarlo», responde Andrea. «Y después porque todos, más pronto o más tarde, tenemos que morir, pero la vida sigue siendo un don, por breve o larga que sea». Antes de casarse Andrea estaba convencido de lo contrario, pero ahora «sé que mi tarea es acompañar a mis hijos al Paraíso», dice.
La paciencia de Dios
Y llegó el sexto embarazo. Esta vez, después del cerclaje, la situación de Emanuela se agrava a causa de un cálculo renal: los médicos deciden que dé a luz antes de que el embarazo llegue a término. Andrea, al principio, temiendo que la pequeña Nadia pueda sufrir, se rebela: pero es Emanuela quien lo convence de que «tal vez el Señor nos pide obediencia a través de los médicos. Me rendí». En el momento del parto, el padre y la madre de Nadia descubrieron que si el embarazo hubiera llegado a término la niña hubiera corrido un gran riesgo a causa de un nudo en el cordón umbilical.
«Dios es grande», comenta Andrea. «Tiene paciencia conmigo, me sigue incluso cuando le rechazo y siente misericordia por mí; pasa a través de mi mujer para amansar mi testarudez». Sí, porque para él, «Emanuela es la carne elegida por el Señor para modelarme: la diversidad de mi mujer respecto a mí es un escándalo, pero si la acojo soy mejor. De lo frío que era, me he convertido en acogedor; de rígido, en más dócil. Ella, a través del sacramento, es para mí la nueva encarnación de Dios, que no puedo conocer y servir de otra manera».
Y la verdad sobre el matrimonio y la vida es, según Andrea, la misma para todos: «El cristianismo me ha convencido porque corresponde a mi naturaleza de hombre. Dios ha respondido a mi búsqueda de significado diciéndome quién soy, y lo que Cristo demuestra, enseña y vive es comprensible para cada ser humano. Es una evidencia, todos estamos hechos para generar la vida y para completarnos a través de la diversidad de una relación».
Publicado en Tempi.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).
Él, ateo anticlerical; ella, crecida a base de pan y oratorio. Él, alérgico al matrimonio y a la prole; ella, aspirante a ser madre desde que era una niña. Él, un perfeccionista en los estudios y en la vida; ella, músico refractario al orden. Él, totalmente hogareño; ella, activista imparable. «El matrimonio es así, dos mundos opuestos que chocan como dos piedras. Y que rozándose se perfilan hasta convertirse en una sola carne».
Un matrimonio "imposible"
Andrea Torquato Giovanoli, aparejador, orfebre y escritor, ha contado la historia de su familia en tres libros: Nella carne, col sangue [En la carne, con la sangre], Nel nome del padre [En el nombre del padre] y Non più due [Ya no dos].
«Quería describir el modo misterioso con el que Dios ha sellado el amor entre mi mujer y yo», dice a Tempi. Escribiendo sobre su matrimonio, este milanés de 42 años intenta desvelar «la cruz de la diversidad y el sacrificio de ser padre y madre que te llevan a la plenitud». Que lo que dice Andrea no son frases hechas, lo demuestra toda su vida. El recorrido de un hombre que cuando era joven quería hacerse esterilizar, convencido de que la existencia era «un engaño sin sentido» y que en cambio hoy es padre de seis hijos, de los cuales tres «han subido al cielo después del calvario de una enfermedad aún desconocida».
El encuentro y la conversión
«Cuando conocí a mi futura mujer –recuerda–, al cabo de unos meses decidí dejarla porque éramos muy distintos. Pero empecé a sentir pánico porque sin ella no conseguía vivir. Entendí entonces que tenía que intentar conocer a su Dios». Descubre un Cristo totalmente distinto al que había imaginado, «la respuesta a la necesidad irresuelta de sentido, que me había llevado a soportar la vida como una trampa». Y una vez descubierto el Señor, Andrea, contrario por carácter a las medias tintas, decide sacrificar por Él todo, «lo cual no significa no cometer errores. De hecho, cuando me casé con Emanuela estaba ya embarazada de Matteo».
Marido y mujer están agradecidos por el embarazo, pero al poco de nacer su hijo descubren que tiene una enfermedad genética sobre la que no existe nada en ningún manual científico: «No sentí rebelión contra Dios: a pesar de todo nos había dado un hijo al que amábamos tal como era». Más bien le molestaba la gente que les rodeaba, y que le empujaban a ir de un especialista a otro con el fin de investigar el origen de ese mal. «Esa Nochebuena me negué a llevarlo a urgencias por enésima vez. Desgraciadamente, a la mañana siguiente Matteo murió con dieciséis meses de vida». Y esta vez siente la rebelión dentro de sí, tan inconfesable como implacable: «No me enfadé con Dios, pero me encerré en mí mismo y mi matrimonio estuvo a punto de naufragar».
Andrea y Emanuela empiezan a vivir como dos solteros: «Lentamente, rechazando la vida, dejé crecer entre nosotros una distancia que se ensanchó hasta convertirse en una vorágine, ya no nos aguantábamos el uno al otro». De nuevo, Andrea tiene que elegir: «O Dios o el divorcio». Y, de nuevo, la imposibilidad de estar sin Emanuela lo pone literalmente de rodillas: «Empecé a rezar pidiendo a Dios que abriera mi corazón, que se había convertido en piedra».
Hasta que un día una pareja de amigos les invitan al santuario de Czestochowa. Andrea participa en la peregrinación «como si fuera una excursión», recuerda. Pero en cambio, «la Virgen interviene. Me hizo entender que tenía que romper las cadenas que me impedían responder a mi vocación de felicidad. Pero para hacerlo tenía que morir a mí mismo».
Ante la Virgen de Czestochowa, Andrea comprendió que su felicidad pasaba por su esposa, elegida por Dios desde toda la eternidad para él.
«Elegidos para una tarea»
La alegría y la muerte se convierten, a partir de ese momento, en el hilo conductor del matrimonio de Andrea y Emanuela: «Me entregué sin medida -explica él-, y elegí obedecer cualquier petición de mi esposa. Incluida la posibilidad de concebir otro hijo».
De hecho, al cabo de poco tiempo Emanuela le anuncia que está embarazada de Tobia. Y de nuevo, también esta vez, hay algo que no va bien. Cuando está en el tercer mes de embarazo, Emanuela corre el riesgo de abortar. «Rezamos muchísimo, rezaron nuestros amigos. Y el pequeño se salvó», recuerda Andrea. Pero pasado el quinto mes, su esposa está de nuevo en el hospital. «Estaba a punto de dar a luz». Tobia nace y le intuban enseguida, pero tiene pocas probabilidades de sobrevivir. «Rezábamos día y noche. Y nos llenamos de una gratitud inmensa por ese niño, el don con el que Dios había sellado de nuevo el amor entre mi esposa y yo».
Contra todo pronóstico, Tobia sobrevive y unos meses después Emanuela se queda embarazada por tercera vez. Pronto, también Tobia manifiesta los síntomas de la enfermedad que se llevó a su hermano mayor. Para Emanuela y Andrea «fue la prueba de que éramos portadores sanos de una enfermedad genética desconocida. ¡Qué extraña forma de predilección! Nosotros, tan distintos, fuimos deseados juntos desde el inicio, elegidos para una tarea». De nuevo, Andrea se siente «llamado a aceptar Su plan».
Sin embargo, los médicos no piensan lo mismo y le plantean a Emanuela la interrupción del embarazo. Andrea intenta oponerse, pero es excluido de la discusión. Ella está callada y él, aterrorizado por ese silencio, se precipita hacia la capilla del hospital para rezar. Cuando vuelve, le dice a su esposa: «Si abortas, ayuno toda la vida», pero Emanuela le confiesa que no había pensado ni siquiera un instante en esa posibilidad.
«A partir de ese momento -cuenta Andrea-, empecé a ir diariamente a misa con una participación de la que siento nostalgia. Mi hijo estaba enfermo, y para mí era como estar frente al sufrimiento de Cristo». A los ojos de su padre, ese pequeño «estaba contribuyendo a salvar al mundo».
En el funeral de Tobia, un año y cuatro meses después de su nacimiento, «todos lloraban pero yo estaba contento. La gente no entendía: mi hijo había subido al cielo y yo había podido llevar a cabo, nuevamente, mi misión de padre: ayudar a un hijo a ir al paraíso».
«Una degustación de la resurrección»
Tres meses más tarde, entre el quinto y el sexto mes de embarazo, el mismo día del año en el que había nacido Tobia, Emanuela rompe aguas: «Descubrimos entonces que sufría de un problema de retención cervical». Ante la perspectiva de un nacimiento prematuro y de un posible calvario también para el tercer hijo, los cónyuges están llenos de aprensión y suplican a Dios que les dé fuerzas para «acoger otra prueba». Gracias a una operación de cerclaje uterino, el pequeño nace el séptimo mes.
Emanuela y Andrea lo llaman «la primera degustación de la resurrección». Por primera vez, marido y mujer asisten al crecimiento normal de un hijo. Dice él: «Cada paso, cada objeto entre las manos de Jonathan, cada movimiento, era para nosotros como asistir a un milagro».
La alegría es tanta que Emanuela se vuelve a quedar embarazada. Y como las otras veces, al tercer mes salta la alarma. La ingresan en el hospital para efectuar el cerclaje, «pero después de la operación nos dijeron que nuestro hijo había muerto». La noticia es un puñetazo en el estómago. El más duro para Andrea, porque Mattia «es el hijo al que echo más de menos. Añoro no haberle visto ni abrazado».
Emanuela y Andrea nunca sabrán si su cuarto hijo murió antes o a causa de esa operación de urgencia. «Preferimos no indagar». Palabras que hoy suenan como un brote de locura. Pero no para un hombre y una mujer que han tocado con la mano como «la vida y la salud no son derechos, sino dones de Dios». Esta consciencia empuja a los dos esposos a acoger un quinto hijo.
Por quinta vez el embarazo llega enseguida, y después del "habitual" cerclaje Emanuela tiene que permanecer encamada. «Sin embargo, éramos felices», dice el marido. Desgraciadamente, al cabo de poco tiempo también Jonathan manifiesta los signos de la enfermedad. El niño tiene cuatro años y lentamente empieza a perder el uso de las piernas. No han pasado ni siquiera doce meses que la situación es tan grave que Andrea teme lo peor. Jonathan entra y sale del hospital, está cada vez más débil. Contra la opinión de los médicos, Andrea y su esposa se oponen el enésimo ingreso, a pesar de que «muchos amigos y familiares no lo entendían».
El icono de la Virgen de Czestochowa "visita" a la Virgen de Lourdes. Dos advocaciones fundamentales en dos momentos decisivos en la vida de los Giovanoli.
Los dos van a Medjugorje y a Lourdes. «Yo pedía la gracia de la alegría, mi esposa el milagro de la curación», recuerda Andrea. «La Virgen nos escuchó a los dos». Andrea, de hecho, halla la paz y al cabo de poco tiempo una doctora les propone un tratamiento experimental para Jonathan. «Mi hijo se ha recuperado muy bien: ahora tiene ocho años y camina», explica el padre. Mientras tanto ha llegado al mundo también Cristian, el quinto, que ahora «tiene casi cinco años y crece sano».
Han sido muchos los amigos que en estos años se han alejado de Andrea y Emanuela. Alguno, detrás de su disponibilidad a acoger a los hijos “tal como son”, ve sólo egoísmo; los dos, en cambio, están «seguros de que este es el plan de Dios: si no quisiera los hijos que hemos buscado y acogido, no nos los habría donado». Pero la pregunta permanece: ¿por qué traer al mundo hijos que podrían estar enfermos? «Ante todo, porque podrían no estarlo», responde Andrea. «Y después porque todos, más pronto o más tarde, tenemos que morir, pero la vida sigue siendo un don, por breve o larga que sea». Antes de casarse Andrea estaba convencido de lo contrario, pero ahora «sé que mi tarea es acompañar a mis hijos al Paraíso», dice.
La paciencia de Dios
Y llegó el sexto embarazo. Esta vez, después del cerclaje, la situación de Emanuela se agrava a causa de un cálculo renal: los médicos deciden que dé a luz antes de que el embarazo llegue a término. Andrea, al principio, temiendo que la pequeña Nadia pueda sufrir, se rebela: pero es Emanuela quien lo convence de que «tal vez el Señor nos pide obediencia a través de los médicos. Me rendí». En el momento del parto, el padre y la madre de Nadia descubrieron que si el embarazo hubiera llegado a término la niña hubiera corrido un gran riesgo a causa de un nudo en el cordón umbilical.
«Dios es grande», comenta Andrea. «Tiene paciencia conmigo, me sigue incluso cuando le rechazo y siente misericordia por mí; pasa a través de mi mujer para amansar mi testarudez». Sí, porque para él, «Emanuela es la carne elegida por el Señor para modelarme: la diversidad de mi mujer respecto a mí es un escándalo, pero si la acojo soy mejor. De lo frío que era, me he convertido en acogedor; de rígido, en más dócil. Ella, a través del sacramento, es para mí la nueva encarnación de Dios, que no puedo conocer y servir de otra manera».
Y la verdad sobre el matrimonio y la vida es, según Andrea, la misma para todos: «El cristianismo me ha convencido porque corresponde a mi naturaleza de hombre. Dios ha respondido a mi búsqueda de significado diciéndome quién soy, y lo que Cristo demuestra, enseña y vive es comprensible para cada ser humano. Es una evidencia, todos estamos hechos para generar la vida y para completarnos a través de la diversidad de una relación».
Publicado en Tempi.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).
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