Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Ocho años de caridad y apostolado

Marisol y Carmen, misioneras en Egipto, entienden sólo en el sagrario la verdad de su misión

El Hogar de la Sagrada Familia lo financia un farmacéutico de El Cairo. Al principio salían a buscar a los ancianos a las calles y basureros.

Gonzalo Altozano / La Gaceta

Carmen, con una persona acogida en el Hogar.
Carmen, con una persona acogida en el Hogar.
Aterrizaron en el aeropuerto con el entusiasmo de la juventud, pero solo con el entusiasmo. En la aduana, los funcionarios debieron de pensar que se trataba de un error: el visado de aquellas dos damas no era de turista. Pero todo estaba en regla. A la edad en que ya toca pensar en la jubilación, ellas habían viajado a El Cairo para quedarse, no para hacer un crucero por el Nilo. Querían representar un papel, por pequeño y secundario que fuera, en Egipto, escenario tantas veces de la Historia de la Salvación. ¿Algo que declarar? Una fe y una misión.

Dos años de discernimiento
La aventura había comenzado dos años atrás, en España. El Instituto Pro Ecclesia, del que ya eran laicas consagradas, les ofreció hacerse cargo de un asilo en El Cairo. Carmen, que de niña soñaba con que le tocara la lotería para comprar una casa en la que cuidar a los ancianitos pobres de su pueblo, pensó que menudo regalazo. Y lo mismo Marisol. Pero el sí, el fiat, no debía ser inmediato. Lo primero era someterse a un riguroso proceso de discernimiento, hasta estar seguras de que la decisión no era fruto de la lectura mal digerida de novelitas de misioneras.

Si durante aquellos dos años planificaron al milímetro la que sería su vida en El Cairo, una vez allí enseguida se darían cuenta de que de nada había servido. El Cairo es tierra de misión, sí, pero también escuela de paciencia. Lo raro no es que las cosas no funcionen, sino que funcionen. Apretar un interruptor y que se haga la luz... eso es un milagro. Un container con libros y cosas de casa que tenía que haber aterrizado al poco de hacerlo ellas, tardaría más de un año -maldita burocracia- en llegar. Pronto comprendieron que no cabía sino ponerse en manos de la Providencia.

En las calles: sólo a los más necesitados
Su primer choque con la realidad fue comprobar que los ancianos no se agolpaban a las puertas de la misión. Hubo que salir a buscarlos, incluso entre las basuras. Algunos llegaban sin saber qué cosa era eso de la higiene. Pero pronto le cogían el gusto a la ducha, el único sitio donde siempre llueve a gusto de todos. Otros, en cambio, habían llevado una vida digamos normal, hasta aquel día en que... Cada cual traía su historia, personal e intransferible.

En los años que dura su aventura misionera, ocho ya, Marisol y Carmen han perdido toneladas de tiempo dando esquinazo a las familias que lo que buscan es deshacerse del abuelo para irse de vacaciones. No dejaron ellas una vida en España para montar una residencia cinco estrellas en Egipto. Quien quiera solicitar una plaza en el Hogar de la Sagrada Familia no ha de tener con qué pagarla. La única condición que puso el benefactor de la obra, un farmaceútico de El Cairo, cuando cedió la casa a la Iglesia católica fue que se destinara a los más necesitados.

No abandonarles
Fieles al propósito del donante, Carmen y Marisol no tardaron en remover el requisito de la edad. Las puertas del hogar estarían abiertas a aquellos que no tuvieran otro sitio adonde ir, sin importar si eran viejos o no. Ellas ofrecían una cama, un plato de comida caliente tres veces al día y la promesa de no abandonarles, lo cual es mucho en un país cuyo sistema de salud deja morir a los pobres en los pasillos de los hospitales.

Y, sin embargo, no todos los que han encontrado refugio en la misión respondían a la lógica del agradecimiento. Los había que se portaban como nuevos ricos en el Oberoi, siempre rápidos para exigir el libro de reclamaciones. En su descargo, Marisol y Carmen apuntan a la dificultad de adaptarse a un sistema de normas tras una vida de hacer de sus zapatos su patria. Ahora bien, pasado un plazo el que siga manejándose como un faraón ha de saber dónde está la puerta de la calle.

Las noches oscuras del alma
No todo son ternezas y flores en la vida del misionero. Lo saben Carmen y Marisol quienes, en ocasiones, han experimentado una sequedad de alma como si se tratara de un pedazo de ese desierto que empolva las calles y los edificios de la que una vez fue la París del Nilo. Era como si Dios pareciera un espejismo, alguien que jugaba con ellas al escondite, que les hablaba en una lengua más extraña aún que el árabe, que les hacía preguntarse si no se habrían equivocado, si Él no las estaría esperando en otro lugar, a miles de kilómetros de aquí.
 
Momentos así exigen silencio, un bien escaso en El Cairo, el claxon del mundo. No hay un solo segundo en que se deje de oír un claxon. Los conductores manejan un sistema de señales a golpe de claxon. Se da las gracias con el claxon y se le menta la madre de uno también con el claxon. Los más marchosos incluso llevan el ritmo de la música de la radio con el claxon.

La verdad, en el sagrario
Un sitio en el que las notas estridentes y sin compás llegaban amortiguadas es la capilla, situada en la primera planta. A las puertas de la misma tendrían que colgar un letrero que pusiera Jefatura o Administración. Es ante el sagrario donde no les cabe duda de que quien manda en la misión y quien se encarga de todo, incluso de pagar las facturas, es Él, no ellas. Eso sí, a su ritmo, según un calendario inescrutable. Es también allí donde Marisol y Carmen se ponen a remojo de Dios, donde terminan de convencerse de la lenta eficacia del amor.

Al padre Segundo Llorente, cuarenta años misionero en el Círculo Polar, le preguntaron una vez, a modo de reproche, qué hizo durante tantísimo tiempo en Alaska. “Enseñar a los eskimales a hacer la señal de la cruz”, fue su respuesta. Nuestras protagonistas bien podrían darse por satisfechas con haber enseñado a sus ancianos a rezar el rosario y haberlo aprendido ellas en árabe. Y, más aún, con vivir solo pendientes de, llegado el momento, contarse entre los que responden a la llamada de Aquel que dice “venid, benditos de mi Padre, porque tu hambre y me distéis de comer...”.
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