Lunes, 25 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Segundo centenario del nacimiento del pianista húngaro

Liszt católico, pero la crítica lo ignora

Liszt católico, pero la crítica lo ignora
Franz Liszt

En el imaginario colectivo de los musicólogos no figura por su condición de creyente católico... cerró los ojos para siempre en la condición de orgulloso abad defensor de la ortodoxia católica.

Libertino, fabulador, grande de los escenarios – fue él quien inventó el concierto centrado en el piano – vividor, con presencia en los principales salones bien de la época y también en los ambiguos. El sujeto en cuestión es el pianista húngaro Franz Liszt, nacido hace dos siglos (22 de octubre de 1811).

En el imaginario colectivo de los musicólogos sin embargo no figura por su condición de creyente católico, más bien de teísta católico , no obstante que cerró los ojos para siempre en la condición de orgulloso abad defensor de la ortodoxia católica. Y ciertamente la trayectoria de este excepcional artista comenzó entre enamoramientos y excesos, pero finalizó en el silencio del Convento de Nuestra Señora del Rosario en el monte Mario. Hasta allí fue a encontrarlo también Pío IX que lo llamaba “mi Palestrina”. Después de ocho años de ejercicios espirituales el 25 de abril de 1865 recibió la tonsura en el Vaticano, el 30 de agosto las órdenes menores de limosnero del Pontífice y se convirtió así en simple abad, no vistiendo jamás el hábito. En general la inspiración religiosa del mismo ha sido liquidada también por la más vigilante exégesis historiográfica como aproximación de un valiente viajero de las experiencias que la vida puede ofrecer. Una excentricidad entre muchas.

Pero las cosas no son así, como bien testifican sus obras y sus escritos. En primer lugar la producción de carácter sacro es interminable y la inicia también a una edad temprana: difícil, por tanto, sostener que el argumento “Dios” fuese extemporáneo y dictado por humores románticos. Entresacamos de aquí y de allá entre los títulos de sus piezas sacras o incluso litúrgicas: la Misa para la coronación de Francisco José, la Misa Coral, la Misa Solemne, el Requiem, las Campanas del Duomo de Estrasburgo, los oratorios Christus y la Leyenda de Santa Isabel, el Viacrucis, la Armonía poética y religiosa, Las Consolaciones, el Himno del niño a su reloj, el Ave María, el Páter Nóster, el Himno al Papa Pío IX, y además una infinidad de variantes y transcripciones para uso litúrgico, y motetes, salmos, himnos bíblicos.

Pero para hablar claramente sobre la fe religiosa de impronta católica de Liszt hay que pensar también y sobre todo en sus cartas. Éstas nos testifican que su pertenencia a la Santa Iglesia Romana no era fruto de una insana vejez, sino una decisión tomada antes de sus años más verdes. En una carta de 1837, al cumplir 26 años, pone bajo la lente de aumento al Liszt anterior cuando tenía apenas 18 años, y escribe: “Por aquel tiempo tuve una enfermedad que se prologó por dos años, consecuencia de la cual fue mi imperiosa necesidad de fe y de dedicación; no encontrando otra vía de salida me encaminé a la práctica austera del catolicismo. Mi frente se inclinó sobre los húmedos mármoles de San Vicente de Paul; hice sangrar mi corazón y mi pensamiento se humilló. Una imagen de mujer, pura y casta como el alabastro de vasos preciosos, fue la hostia que ofrecí con lágrimas al Dios de los cristianos; la renuncia a las cosas terrenas fue el único motivo, la sola palabra de mi vida. Me permitía verme como era, joven entusiasta, artista simpático, creyente austero: en una palabra todo aquello que se es a los 18 años, cuando se ama a Dios y se ama a los hombres con ánimo apasionado y ardoroso”. Tan austero que critica el falso y empalagoso pietismo: “Las lágrimas amargas, que a veces descienden por nuestros párpados, son como las de quien adora al Dios verdadero, ve su templo profanado por los ídolos y por la gente estúpida que se inclina delante de la divinidad de barro y piedra, abandonando el altar de la Señora y el culto al Dios viviente”

Por tanto, una fe enraizada en Cristo Eucaristía y en el culto mariano. Para Liszt la música debía tener una misión de carácter principalmente religioso. En 1834 en la Gaceta musical comienza con el escrito ”Sobre la música religiosa del futuro”: “Hoy, cuando el púlpito y las ceremonias religiosas devienen en motivo de duda y de ironía, es necesario que el arte salga del templo, que se extienda y cumpla fuera sus grandes desarrollos”. Y en algunas cartas de algún año después: “El arte debe recordar al pueblo las nobles dedicaciones, las decisiones heroicas, la fortaleza y la humanidad; debe hacerse anunciador de la providencia de Dios. Quizás Dios ha encontrado más alegría en el óbolo del artista que en todo el oro del millonario”. En estos escritos juveniles rezuma la simpatía de Liszt por las corrientes sansimonistas y lamenesianas abiertas a un cristianismo social (“Dios y el Pueblo” era su motor en aquellos años). Él, además a sus 34 años, habla de “música humanitaria que una en una gran relación al teatro y a la Iglesia”. Y añade, con tono casi jacobino, que “han transcurrido 18 siglos desde que Cristo ha predicado la fraternidad humana y su palabra no ha sido todavía bien comprendida”.

Pero Liszt no se ha doblegado jamás al credo del Estado: “El elemento poético, es decir, religioso, de la humanidad ha desaparecido de los gobiernos”, así lo pone de manifiesto a sus 37 años en una carta lamentándose de la deriva laicista de los estados europeos. Ya con 34 años deseaba hacerse monje, pero la idea del monaquismo que tenía en mente era muy semejante a la de nuestros sacerdotes de después de la revuelta del 68. El monacato debe ser reformado: una especie de campo de trabajo donde se encuentran trabajadores, artistas, intelectuales, una especie de fábrica en la cual se suda y se reza todos juntos, laicos y religiosos. A pesar de todo no cede a las adulaciones de las doctrinas protosocialistas de origen iluminista: “La sombra de Voltaire, la estatua de Rousseau – los grandes destructores de monasterios – nos esperaban en las orillas del lago de Ginebra”, anota en la descripción de una peregrinación suya a un santuario. Y jamás pensó en la música como instrumento de compromiso social, de lucha cultural. A sus 49 años escribe además así: “Hoy el arte no debe mezclarse con los roncos gritos de las barricadas: su religión es más alta y más pura, su acción es al mismo tiempo más benéfica y más duradera”.

Ni fue jamás un idealista, un utópico al estilo Rousseau: “No soy artista hasta el punto de estar privado del buen sentido en las cosas de la vida real y positiva”. Después con la madurez estas infecciones progresistas se desvanecieron y la música volvió a ser un instrumento puramente ascético, desprovisto de toda reivindicación social. En los umbrales de los 55 años escribe así: “Se puede decir que la música es esencialmente religiosa y, como el alma humana, por naturaleza cristiana. Y puesto que se une a la palabra, ¿qué uso más legítimo de sus energías que cantar el hombre a Dios y servir así de punto de encuentro entre dos mundos, el finito y el infinito?” Y en el 77: “La música es el único arte que pervive en el Paraíso”. Estas líneas no son expresión de un vago sentimiento religioso panteísta y romántico, sino que más bien ponen de manifiesto la verdadera fe católica del compositor húngaro: “El arte no es en absoluto una religión aparte, sino la encarnación formal de la verdadera religión católica, apostólica y romana”. Es la misma belleza que conduce a Dios. Pero si es verdadera belleza, nacida incluso del genio de artistas protestantes e iluministas, el encuentro no podrá ser más que el encuentro con el único verdadero Dios, esto es, el católico: “Palestrina y Lasso hasta Bach y Bethoven, ellos son las cumbres del arte católico”.

He ahí por lo que en los últimos años de su vida se dedicará a la música litúrgica, porque es la más apropiada para acercar al hombre a Dios. Una música que, sin embargo, debe tener una estrechísima unión con el ritual litúrgico previsto por la Santa Iglesia Romana, de lo contrario es “una falsa música sacra” (ya lo tenía con Haydn y Mozart). En una carta a Saint-Saëns , en la cual aconsejaba acortar su Misa Solemne, se expresa así: “Se trata de mantener la paz, sobre todo en la iglesia donde es necesario saber obedecer en espíritu y en los hechos. El arte debe ser solamente un correlativo y tender a la concomitancia más perfecta con el rito”.

Su tensión existencial en lo esencial, marca característica del último periodo de su vida, lo lleva también en el campo musical a cincelar composiciones que se hacen frecuentemente – pero no siempre – simples desde el punto de vista estilístico, según la estética de los musicólogos puristas entonces en boga. No faltan las críticas, pero las rebate así con una profunda humildad: “ Que mi antífona Cantantibus organis haya producido poco impacto, no me sorprende. La gente busca la diversión. Voluntariamente acepto quedarme con la sencillez y la modestia en mis composiciones religiosas. Son débiles, sin duda, y quizás también no logradas, pero no de un gusto vulgar! Me repugna hacer brillar, trinar, arrullar y vociferar a Santa Cecilia!”. Si hubiera escuchado el buen Franz las músicas que acompañan hoy las celebraciones litúrgicas …

(Traducido por José Martín)
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