Decano de Teología
Jesuita progre va de historiador para criticar al Papa y acto seguido comete el error de su vida
Malo que un religioso con cuarto voto de obediencia al Papa le cuestione en una entrevista. Peor aún si no sabe ni dónde nació.
Tierra trágame. Algo así ha debido pensar el jesuita Mark Massa, decano de la Escuela de Teología y Ministerio del Boston College y Profesor Distinguido Karl Rahner de Teología en la Universidad de Fordham (Nueva York) cuando alguien le haya sacado de su error tras leer la entrevista concedida a Religion News Service esta semana.
No todos los días una persona de su posición se lanza a decir que Benedicto XVI «es austriaco». Y no se trata de un lapsus. Porque Massa justifica en la condición «austriaca» de Joseph Raztinger su deseo de restaurar en la Iglesia la liturgia tradicional. Quizá él mismo embelesado por el mito de Sissi y la nostalgia del Imperio Austro-Húngaro que cantó Joseph Roth en su novela La marcha Radetzky, Massa, con tono condescendiente, considera que los esfuerzos del Papa por reinstaurar el latín y la misa antigua se deben a que, como austriaco, «le gusta mirar al pasado, le gustan los olores y las campanas».
La entrevista tenía por objeto presentar su última obra, La Revolución Católica Americana: cómo los años 60 cambiaron la Iglesia para siempre. Massa es un conocido estudioso de la historia de la Iglesia en Estados Unidos en el siglo XX, y méritos en ese área le son reconocidos. Pero el tenor de su orientación eclesial queda claro en las preguntas que le formula Daniel Burke.
«Al comenzar el Concilio Vaticano II, los católicos comprendieron que la Iglesia, su culto y sus creencias cambian, que la Iglesia evoluciona con la Historia», afirma Massa, que no se refiere a cuestiones secundarias o externas, sino a los dogmas y misterios esenciales: «Una gran mayoría de católicos creían que lo que ellos hacían los domingos es lo que Jesús hizo en la Última Cena, y los primeros cristianos en las catacumbas». En su opinión, «el Concilio Vaticano II atacó esa noción de la Iglesia como suministradora de un conjunto de respuestas intemporales a las cuestiones de la vida».
Massa remite incluso a los primeros principios de la filosofía esto que considera un error: cuando le preguntan si Benedicto XVI está entre quienes consideran que no hay ruptura entre el Concilio Vaticano II y la Iglesia anterior, lo explica afirmando que «Benedicto XVI es un clásico y considera que la esencia humana y ese tipo de cosas permanecen siempre las mismas».
«Como jesuita, ¿le preocupa discrepar públicamente del Papa?», es la siguiente pregunta. Respuesta: «No. Soy un historiador. Me limito a descubrir el pasado».
Fue un mal momento para la autosuficiencia, porque acto seguido le interrogó Burke sobre cómo encaja en su teoría la reciente reforma de la misa en inglés (el Papa ha ordenado nuevas traducciones) y el apoyo a la misa en latín, y Massa no quiso perder su tonillo perdonavidas: «En parte es una preferencia personal. Él es austriaco».
Un mal día lo tiene cualquiera.
No todos los días una persona de su posición se lanza a decir que Benedicto XVI «es austriaco». Y no se trata de un lapsus. Porque Massa justifica en la condición «austriaca» de Joseph Raztinger su deseo de restaurar en la Iglesia la liturgia tradicional. Quizá él mismo embelesado por el mito de Sissi y la nostalgia del Imperio Austro-Húngaro que cantó Joseph Roth en su novela La marcha Radetzky, Massa, con tono condescendiente, considera que los esfuerzos del Papa por reinstaurar el latín y la misa antigua se deben a que, como austriaco, «le gusta mirar al pasado, le gustan los olores y las campanas».
La entrevista tenía por objeto presentar su última obra, La Revolución Católica Americana: cómo los años 60 cambiaron la Iglesia para siempre. Massa es un conocido estudioso de la historia de la Iglesia en Estados Unidos en el siglo XX, y méritos en ese área le son reconocidos. Pero el tenor de su orientación eclesial queda claro en las preguntas que le formula Daniel Burke.
«Al comenzar el Concilio Vaticano II, los católicos comprendieron que la Iglesia, su culto y sus creencias cambian, que la Iglesia evoluciona con la Historia», afirma Massa, que no se refiere a cuestiones secundarias o externas, sino a los dogmas y misterios esenciales: «Una gran mayoría de católicos creían que lo que ellos hacían los domingos es lo que Jesús hizo en la Última Cena, y los primeros cristianos en las catacumbas». En su opinión, «el Concilio Vaticano II atacó esa noción de la Iglesia como suministradora de un conjunto de respuestas intemporales a las cuestiones de la vida».
Massa remite incluso a los primeros principios de la filosofía esto que considera un error: cuando le preguntan si Benedicto XVI está entre quienes consideran que no hay ruptura entre el Concilio Vaticano II y la Iglesia anterior, lo explica afirmando que «Benedicto XVI es un clásico y considera que la esencia humana y ese tipo de cosas permanecen siempre las mismas».
«Como jesuita, ¿le preocupa discrepar públicamente del Papa?», es la siguiente pregunta. Respuesta: «No. Soy un historiador. Me limito a descubrir el pasado».
Fue un mal momento para la autosuficiencia, porque acto seguido le interrogó Burke sobre cómo encaja en su teoría la reciente reforma de la misa en inglés (el Papa ha ordenado nuevas traducciones) y el apoyo a la misa en latín, y Massa no quiso perder su tonillo perdonavidas: «En parte es una preferencia personal. Él es austriaco».
Un mal día lo tiene cualquiera.
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