Comendadoras
Mi hermana María no deja de cuidarme, a mí y a todos, y nunca me pide nada, ni a mí ni nadie. Así que, cuando sugiere una cosa, aunque ha tenido que insistirme bastante desde abril del año pasado, me pongo ahora mismo a hacérsela. Es mi estado general: en deuda. Casi todo el mundo me mima, me regala o me perdona mucho más que yo a ellos, y sólo tengo la escritura para nivelar la balanza. ¿Qué quería mi hermana María? Que escribiera un artículo en honor y homenaje de las Comendadoras del Espíritu Santo, que este año (desde abril del 23 a abril del 24) celebran con un jubileo el 825º aniversario de su fundación.
No me va a costar nada. Al revés. Me pasa siempre: escribo para saldar una deuda y, al final, mi deuda aumenta, porque el escrito había que hacerlo y yo necesitaba la delicadeza del empujón final. Sin alcanzar el nivel de mi hermana, también soy muy devoto del Monasterio del Espíritu Santo, de sus dulces moradoras y de sus dulces.
Para empezar, es un entusiasmo antiguo. La Orden la fundó Guido de Montpellier, que nació allí el año 1153. Pertenecía a la señorial familia de los Guillems. Sus padres, Guillermo VI y Sybillia, querían, como es lógico, que él fuese templario, pero prefirió concentrarse en la caridad. En la Iglesia caben todas las sensibilidades. Todo es precioso en su fundación: su amor al Espíritu Santo, gran desconocido para los demás, pero no para él ni para sus hijas; y su bellísima cruz doble, que recuerda que hemos de cargar con la nuestra y con la del prójimo. También que la Orden tenga ocho siglos nos recuerda la risa católica con la que hemos de mirar el tamaño del tiempo, que dice Miguel d’Ors. ¡No han pasado sistemas de gobierno, económicos, jurídicos…, han llegado y se han ido, y la Orden sigue aquí, adorando a la Trinidad y cuidando del prójimo!
Yo les debo esa edificación espiritual, la belleza de su edificio a la orilla del río Guadalete, la primera comunión de mis hijos, que se celebró allí, y las hermanas cantaron de maravilla… No paran de darnos. Sus dulces son una delicia y, con lo que sacan con ellos, reparten bocadillos salados entre los que los necesitan. El jubileo es natural porque su presencia es un júbilo. Nos regala, a los creyentes, la posibilidad de ganar una indulgencia plenaria. A los que no son creyentes, quizá no les puedan ofrecer ese trozo magro de Cielo, pero les ofrecen su tocino de cielo, que también sabe a gloria.
Publicado en Diario de Cádiz.