El Reino de Dios está cerca, convertíos
En el domingo tercero del tiempo ordinario (instituido por el Papa Francisco, a partir de este año, como «domingo de la Palabra de Dios»), proclamamos y escuchamos esta Palabra de Dios, siempre consoladora y esperanzadora: «El Reino de Dios está cerca», ya ha llegado, lo vemos y palpamos en la persona de Jesús, que comienza su vida pública con el anuncio de la gran y dichosa noticia de la cercanía, ya presencia, del Reino de los cielos, es decir, del reino de Dios, del cielo entre nosotros, del señorío de Dios; es decir, es Dios quien reina, Dios está presente, es el Señor; y con ese anuncio, la llamada a la conversión, a creer en esa Buena Noticia que cambia y renueva todo. Con este anuncio, Jesús comienza su vida pública, la comienza en Galilea, la Galilea de los gentiles, de los paganos, en las tribus de periferia, asignadas a Zabulón y Neftalí, como se refiere Isaías sobre las que profetiza: aquellas tierras que caminaban en tinieblas por su gentilidad, por su lejanía de Jerusalén, verían una luz grande, la luz de Cristo y de su Evangelio.
En las tierras alejadas de Zabulón y Neftalí, dominadas por ídolos, por costumbre extranjeras o por la increencia, diríamos hoy, encontramos el símbolo de nuestros días de un mundo, de una sociedad que camina de espaldas a Dios, en dirección contraria a Él, como si Él no existiese, ausente de nuestro mundo, de nuestra sociedad, que está reflejada en aquellos lugares de la gentilidad edificados exclusivamente sobre nuestros propios criterios y maneras de entender las cosas, al margen de Dios, y con la autosuficiencia de quienes se creen que todo es obra de nuestras manos, y que todo depende de nosotros, de nuestros poderes y estrategias, de nuestras maneras de pensar y de actuar.
Una sociedad así, una humanidad edificada en esta clave tiene amenazada su supervivencia, se desmorona y se autodestruye abandonada a sus propias fuerzas y criterios, a su autosuficiencia y al margen de Dios. Aquellas gentes de la periferia de Israel necesitaban cambiar. Hoy también necesitamos cambiar urgentemente, necesitamos de manera apremiante girar en otra dirección, la de Dios, la que vemos en Jesús. El verdadero y principal problema de nuestro tiempo es la crisis de Dios, la ausencia de Dios; el vivir como si Dios no existiera, o bajo el slogan «Dios no existe o si Dios existe, no entra en nuestro mundo, en el mundo particular y mío».
Pero Dios existe, Dios vive, Dios está presente y actúa en nuestro mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una excusa última, lejana; no es ese «algo tiene que existir o haber» como a veces se dice. Dios personal es la realidad más presente y decisiva para todo hombre en todo acto de su vida, en toda la historia. Dios no está ausente, Dios actúa. Lo vemos y palpamos en Jesucristo, en su rostro humano, en su historia concretísima que entra y plenifica nuestra historia, la lleva a su culmen. En Jesucristo se hace presente, visible y audible a Dios, el reino de Dios, los cielos irrumpen en nuestra historia.
En Él, en Jesús, encontramos a Dios, la salvación, el amor inconmensurable e infinito que es Él, la misericordia. Nos muestra a Dios Padre de misericordia y Dios de todo consuelo: cura a los enfermos, perdona a los pecadores, trae la libertad a los cautivos; los pobres escuchan la buena noticia de que Dios los ama con un amor de predilección, son evangelizados; los que lloran son consolados; da la vida, trae vida eterna; vence el mal, el pecado, el enemigo infernal, la muerte; nos muestra así que Dios existe, que Dios es amor, y que es en Él, amándole a Él en todas las cosas y por encima de todas ellas, amando como Él nos ama, donde muestra su señorío, su reinado, al que no pueden vencer las fuerzas poderosas del mal. Cristo nos muestra, hace, en todo, lo que el Padre, Dios, quiere y hace, y cumple su voluntad. «El Reino de Dios está cerca», es Jesús mismo. «Creed en el Evangelio», en esta buena noticia, a partir de la cual todo cambia, todo se reedifica; toda amenaza que pese sobre el hombre, sobre la humanidad, ha quedado superada.
Por eso, escuchemos la voz del Señor que nos apremia a la conversión, es decir a repensar, poner en cuestión el propio y común modo de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar según las opiniones de nuestro ambiente cultural, cambiar de mentalidad para asumir la de Dios, la que vemos en Jesús. Convertirse significa no vivir como viven todos, no obrar como obran todos; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios, con la mirada de Jesús; buscar consiguientemente el bien, aunque resulte incómodo; no apoyarse en el juicio de muchos, de los hombres, sino en el juicio de Dios.
En definitiva, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva, un buscar en todo la voluntad de Dios, lo que Dios quiere: lo que vemos en Jesús, su rostro reflejado en el camino de la felicidad que son las bienaventuranzas y en un amor como el suyo, hasta el extremo, que ama a todos, que perdona siempre, incluso a sus enemigos.
Que Cristo sea nuestro Señor, y por eso sea a quien seguimos, dejando nuestro modo de ser y de vivir, de pensar y de sentir, de actuar, para que el pensar de Jesús, su sentir, su actuar, sea el nuestro. Esto es el seguimiento, y esto es lo que significa «dejándolo todo lo siguieron». Que no nos suceda lo que al joven rico, que por no atreverse a seguir así, e marchó entristecido. Necesitamos convertirnos, ahí está y es la verdadera renovación y reforma que necesitamos en la Iglesia y en el mundo. Esto es lo que nos hace falta: que la Iglesia, escuche, viva y siga la Palabra de Dios, que anuncie que está en medio nuestro el Reino de Dios y que llame a la conversión. Esto es lo que nos hace falta: que dejemos que Dios sea Señor y Rey y que nos convirtamos a Él. Cambiarán y se renovarán el mundo y la Iglesia. ¡Seguro y cierto!
Publicado en La Razón el 29 de enero de 2020.
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