Carta abierta a los directivos de colegios que usan tabletas
Muchos padres están preocupados por las implicaciones de la sustitución de los libros por las tabletas. A lo largo de los últimos 10 años, he recibido cientos de correos y mensajes de padres desesperados y desolados porque el colegio de sus hijos ha decidido introducir las tabletas sin darles opción a una línea no digital. Algunos de sus hijos van a la escuela pública y no tienen recursos económicos para permitirse otra opción; otros van a la concertada o a la privada y lamentan que no se les haya dado alternativa. En general, deploran la ausencia de pluralidad educativa en ese aspecto.
En vista de las recomendaciones médicas y de la bajada del nivel académico, el gobierno sueco acaba de anunciar su intención de reducir el tiempo que sus alumnos pasan ante la pantalla y aboga por una vuelta a los libros en papel.
¿Por qué llamar a la precaución? Hoy por hoy, no hay conjunto de evidencias suficientes que avalen el uso de las tabletas en las aulas. Hace una década, cuando las grandes empresas tecnológicas empezaron a hacerse con el mercado educativo, Larry Cuban, profesor emérito de Educación de la Universidad de Stanford, afirmaba: “Hay insuficiencia de pruebas que justifiquen emplear dinero en eso. Punto. Punto. Punto”. Desde entonces, la situación es parecida, si descartamos los estudios financiados por empresas tecnológicas, o de poco rigor (ausencia de grupo de control, muestra no representativa, indicadores subjetivos como “gusta más”, etc.).
Como “gusta más” a los alumnos, asumimos que tendrán mejores resultados. Pero el hecho de que algo guste no quiere decir que sea educativo, ni siquiera que sea bueno para ellos. Los bollos industriales también les gustan. En cualquier caso, esos mejores resultados nunca llegan porque la motivación que miden esos estudios no es el interés por aprender, sino una fascinación pasiva ante los estímulos frecuentes e intermitentes. La mente aún inmadura del niño se vuelve pasiva y dependiente ante la pantalla cuyos algoritmos llevan las riendas.
¿Perderán el tren profesionalmente nuestros hijos por no usar una tableta con 4, 8 o 12 años? ¿Cuesta tiempo aprender a manejar esos dispositivos? A las dos preguntas, la respuesta es “no”. ¿Qué sentido tiene, entonces, que inviertan años claves de su escolarización aprendiendo a usar una tecnología programada para la obsolescencia? Steve Jobs no dejaba a sus hijos usar el iPad y muchos ejecutivos de empresas tecnológicas mandan a sus hijos a un colegio que hace bandera de no usarlas. Consideran que la tecnología no es neutra y saben que varios estudios relacionan uso de la pantalla y multitarea tecnológica con la dificultad de filtrar lo relevante de lo que no lo es, el aumento de la hiperactividad, la impulsividad, el deterioro de la atención. Saben que puede deshumanizar el aprendizaje, empeorar la lectura comprensiva online con respecto a la lectura en papel, interferir con el aprendizaje de la lectoescritura, generar adicción, superficialidad del pensamiento, mal funcionamiento de la memoria de trabajo, acceso a contenidos inapropiados, etc. La élite cognitiva y económica ha optado por permitirse el lujo de las relaciones interpersonales.
Mientras no se demuestren los beneficios pedagógicos y la ausencia de efectos perjudiciales del uso de las tabletas en las aulas la carga de la prueba recae en el que defiende su uso (y es doble), prudencia y transparencia son necesarias. Igual que los médicos reportan las donaciones que reciben de las farmacéuticas, los colegios deberían reportar los obsequios que reciben de las tecnológicas. No olvidemos que ese sector patrocina gran parte de la investigación y de los congresos educativos, compra publicidad en los medios de comunicación y en las revistas educativas, creando un estado de opinión favorable a sus intereses económico y difundiendo eslóganes tecnológicos que pueden distorsionar la efectividad de la educación y de la mediación parental. Están en pleno conflicto de interés.
Las aulas son un lugar sagrado y los directivos de colegios tienen la inmensa responsabilidad de marcar la línea roja de lo que debe o no entrar en ellas. Pedir a las tecnológicas que proporcionen una herramienta educativa es como pedir a Pizza Hut que haga el menú de los comedores escolares.
En 1996, Steve Jobs decía: “Había llegado a pensar que la tecnología podría ayudar a la educación. Pero llegué a la conclusión inevitable de que el problema no es uno que la tecnología pueda esperar solucionar. Lo que no funciona con la educación no se arregla con la tecnología. La cantidad de tecnología no tendrá el más mínimo impacto.” ¿Qué hubiera ocurrido con Mozart, Picasso, Aristóteles o Dante, de haber caído uno de estos dispositivos en sus manos con 8 años?
Las ventajas de la tecnología en la edad adulta son innegables. Nuestros hijos y alumnos acabarán usando las tecnologías cuando las necesiten y tienen la suficiente madurez para poder hacer uso de ellas de forma responsable y con sentido. Pero ante el entorno de cambios continuos, lo que a menudo falta en el joven usuario es el criterio, el sentido de relevancia y las certezas que le permiten entender el valor y la originalidad de la información. La verdadera preparación para un buen uso de las tecnologías reside en la comprensión del contexto, que no se desarrolla en un entorno descontextualizado como es Internet. Es la sólida formación humanística la que permitirá al joven hacer frente con sentido a la abundante información que se le ofrece en el mundo digital. Por tanto, mientras nuestros niños no hayan recibido esa formación humanística, la mejor preparación al mundo online que podamos ofrecerles se encuentra en el mundo offline. En el mundo real.
El uso continuo de la pantalla en los niños empieza ahora a crear alarma social. Se multiplican las demandas a empresas tecnológicas por el aumento del daño a la salud mental de los menores. Hay que decirlo claro y alto, la educación online no ha revolucionado la educación. Es más, muchos lamentan la bajada en los resultados académicos a raíz de la pandemia. La digitalización de las aulas es un experimento a gran escala y los padres no han estado informados de los riesgos que conllevaba esa situación. Ahora, muchos de ellos se sienten defraudados. Los que participaron en la toma de decisión de firmar contratos con grandes empresas tecnológicas para introducir las tabletas en sus aulas tienen la responsabilidad de informar acerca de los riesgos que implican sus decisiones. Difícilmente se podrá compartir la responsabilidad de esos riesgos con quienes hayan vendido los trastos.
Alegarán que vosotros, no ellos, sois los expertos en educación y se lavarán las manos. Hay que reconocer que es temerario aventurarse a convertir la tableta en un vehículo pedagógico sin evidencias contundentes a favor. Somos unos cuantos que llevamos 10 años advirtiendo de los riesgos implicados y me temo que no somos los únicos en contemplarlos: mirad las cláusulas de exclusión de responsabilidad que están en los contratos que habéis firmado con esos gigantes tecnológicos.
Publicado en La Razón.
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