Larguísima Navidad
por Miguel Aranguren
En la calidez de agosto llega el primero de los campanazos: ya podemos adquirir series y décimos para la Lotería de Navidad. Incluso los ofrecen en algunos de los chiringos que jalonan nuestras playas: junto a la barra, una larga tira troquelada e impresa a cuatricromía que ofrece, al lado de la numeración, la correspondiente reproducción de una obra de arte sacro, una rareza en estos tiempos donde las imágenes de la Virgen, San José, el Niño y el pesebre han sido proscritas por las administraciones públicas en el ejercicio de una democrática representación de este estado laicista en el que, mire usted qué curioso, el 70% de españoles son cristianos, declaradamente católicos según los servicios demoscópicos.
No tengo nada que decir respecto a la estrategia del departamento de Loterías y Apuestas del Estado, o de la rabiosa oportunidad con la que Hacienda mezcla décimos con una de calamares, una tapa de paella, otra de pijotas y unas cervecitas bien frías. Bikinis y bermudas no entran en conflicto con la gran bicoca del azar, que ojalá descargue su lluvia de premios entre quienes más necesiten un reintegro, una pedrea, un pellizquito y hasta un empacho de billetes de quinientos.
Supongo que el spot publicitario con el que cada año la Lotería trata de conmovernos se rodará en esas calendas del estío, con jerséis sudorosos y nieve de polispán, al mismo tiempo que comienzan a elaborarse los turrones y mantecados, que cuajan el aire de Jijona y Estepa con el aroma del azúcar tostado.
La Navidad se forma de unos días extraños que rompen la rutina. Por una parte, los recuerdos de la infancia, especialmente ligados a aquellos familiares que partieron a mejor vida, así como la ilusión de los pequeños que han venido a ocupar su hueco. Por otra, las comidas pantagruélicas. Además, los regalos. Y por encima la razón de todo esto: el cumplimiento de la asombrosa promesa de Dios, que nació de una mujer, como nacemos todos, para convertir la redención de nuestros pecados en nuestra salvación eterna. ¡Tela!… Ante semejante anuncio, se justifica tanta y tan generosa celebración. Es más, creo que nos quedamos cortos. Así que para compensar montamos un belén, adornamos un árbol, decoramos la casa con espumillón o con adornos más elegantes, le hacemos un hueco a la siempre sorprendente figurita de plastilina de nuestros hijos, acudimos a festivales de villancicos, enviamos felicitaciones por correo, por ordenador, por teléfono y sonreímos más y mejor.
El problema, si es que lo hubiera, es el adelanto de las intenciones. No de las religiosas, a las que solemos dedicar los días previos y los propios de las Fiestas. Me refiero a las comerciales, incapaces de respetar la cadencia de las ocasiones importantes. Recién termina ese festejo gringo de los muertos y los monstruos, almacenes y comercios, marcas de toda clase y condición, junto a las iluminaciones urbanas, abren la veda. Y como en sus señuelos no ha lugar a hitos como la Nochebuena, la Natividad, los Santos inocentes, la celebración del uno de enero con la fiesta mariana más antigua de la cristiandad, la Epifanía o el Bautismo de Cristo, claman por un vago y hueco concepto navideño que serpentea desde el primero de noviembre y que, al menos a mí, ni fu ni fa porque ni siquiera me roza las fibras de mis creencias, de mis sentimientos ni de mis celebraciones.
Publicado en Woman Essentia.