Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

El poder de la Verdad

Benedicto XVI habla y actúa desde una óptica humana, cristiana y religiosa. ¿Estaremos ante el intento de despreciar al orador, ante la imposibilidad de contrarrestar sus argumentos?

José F. Vaquero

Hace ya 5 años que enterramos a una de las grandes figuras del siglo XX, tanto por su papel espiritual y moral como por la repercusión que tuvo su vida en el final de la Guerra Fría y la caída del comunismo. Hace 5 años moría el siervo de Dios Juan Pablo II, y los cardenales se reunían para elegir a un nuevo Pontífice. A un lustro vista, no está de más recordar un consejo de san Bernardo de Claraval, sabio abad del siglo XII. Expresado en una de sus abundantes cartas, se hizo famoso a raíz de uno de los conclaves del medioevo, que mezclaban, con demasiada frecuencia, el gobierno político y la autoridad religiosa.
 
«¿Qué el primer candidato es santo? Pues bien, oret pro nobis [que rece por nosotros]. ¿Es docto el segundo? Nos alegramos mucho, doceat nos [que nos enseñe]. ¿Es prudente el tercero? Iste regat nos, que éste nos gobierne y sea designado Papa».
 
Desconozco si los cardenales, en aquel abril de 2005, leyeron este pasaje del epistolario de san Bernardo; Lo que sí constato, a juzgar por los frutos, es que eligieron a un hombre de gran prudencia. ¿El mejor? El adecuado, según la providencia de Dios. En la Iglesia ha habido grandes hombres de gobierno, y otros menos dignos de imitar; de unos y otros se ha servido Dios para mantener esta institución, la que más ha permanecido en el tiempo, y en su configuración principal.
 
En aquellos primeros meses se intentó difundir la imagen de Benedicto XVI como el panzerkardinal, el Cardenal de Hierro. Escarbando en la nomenclatura curial, se traducía directamente Congregación para la Doctrina de la Fe con Santo Oficio, y de aquí a la Inquisición apenas quedaban unos centímetros. El tiempo ha ido desmintiendo esa fácil catalogación. Como hizo siendo Cardenal, concedió una larga entrevista a Peter Sweeld, entrevista sin preguntas preparadas, sin papeles, sin revisión de las respuestas, Fruto de ella, el libro «Dios y el mundo», actualización y profundización de «La sal de la tierra».
 
En una de sus páginas, narra el proceder «inquisitorial» de la Curia: un detallado entramado de investigación, consultas, escucha de las partes implicadas, clarificaciones… Todo para evitar un juicio precipitado. Pero esta investigación no está reñida con la contundencia, la claridad ante lo correcto y lo incorrecto. Pocos recuerdan que en ese proceso de investigación, y en concreto de investigación ante casos de pedofilia y abusos de menores, fue él quien «tiró de las orejas» (permítaseme la expresión) a las diócesis.
 
Hasta el año 2001, este tipo de investigaciones eran competencia exclusiva del tribunal diocesano, independientemente del proceso civil que conllevan estos delitos. Viendo la importancia y seriedad del tema, los graves daños que de él se derivan para las víctimas, y el gran escándalo que producen en creyentes y no creyentes, cogió el toro por los cuernos. Estamos ante un problema muy serio, y el Vaticano debe intervenir, agilizar y aclarar estos casos.
 
Cuando años después, los cardenales eligieron a Joseph Ratzinger como nuevo Papa, este buen bávaro continuó su «metodología inquisitorial»: prudencia, diálogo, pero sin renunciar a la verdad, a la claridad. Y en su primer viaje a Estados Unidos volvió a la carga: en varias ocasiones habló de este gran problema, exigiendo a los obispos y sacerdotes la tolerancia cero. Sigo sin entender por qué no se hace justicia a la historia, reconociendo su labor en este drama actual. Me inclino a pensar que ciertas corrientes de pensamiento tienen miedo al verdadero poder de su palabra. No es la autoridad del dictador que detiene y arrestra a los disidentes, como hacen los hermanos Castro, o no respeta la libertad de opinión, como constatamos obra Chávez en Venezuela. Es el poder de la verdad, de la Verdad, que defiende desde una óptica humana, cristiana y religiosa. ¿Estaremos ante el intento de despreciar al orador, ante la imposibilidad de contrarrestar sus argumentos?
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