Jueves, 26 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

DAVID M. NEUHAUS, SACERDOTE JESUITA

Nació judío y, buscando a una princesa rusa, descubrió la alegría de la fe en Cristo

¿Cómo haría la amistad entre un adolescente judío y una monja ortodoxa de Rusia, de 90 años de edad, que resulta ser una princesa, para conducir a un joven a convertirse en católico? Extraño, pero real.

Karna Swanson/Zenit

David Mark Neuhaus
David Mark Neuhaus
Puede no parecer probable, pero es la verdadera historia de la vocación del padre David Mark Neuhaus, Vicario del Patriarcado Latino para los católicos de lengua hebrea en Israel. En esta entrevista con ZENIT, el padre Neuhaus relata cómo nació en una familia judía que había conseguido escapar al flagelo de los nazis en su Alemania natal. La familia vivía en Sudáfrica, pero de adolescente, David se trasladó a Jerusalén. Allí conoció a una monja ortodoxa, que al hablar de su fe, irradiaba la alegría de Cristo.  Fue a través de sus conversaciones con ella cuando él se sintió llamado no sólo a convertirse en un cristiano, sino a servir a Cristo como su Vicario en la tierra. Actualmente, padre Neuhaus, enseña Escritura en el Seminario del Patriarcado Latino y en la Universidad de Belén.
 
Completó su doctorado en ciencias políticas en la Universidad Hebrea de Jerusalén. También tiene títulos en Teología del Centro Sèvres de París, y en Escritura en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma.
 
- ¿Cómo veía la religión de niño? ¿Era usted espiritual?
- Yo nací en una familia judía no muy practicante, que había encontrado refugio de la devastación nazi en Sudáfrica. Mi padre iba regularmente a la sinagoga, pero en casa la práctica religiosa no era muy regular. Yo acudía a una excelente escuela judía local, donde rezábamos cada mañana, estudiábamos la Biblia, religión y hebreo.
 
Yo no estaba particularmente interesado en nada de esto, y pensaba que la religión era para los ancianos que estaban atemorizados por la muerte. Además, para mí, en esa época, el cristianismo lo percibía como que estaba en las raíces del sufrimiento de mi propia familia y de los demás judíos, particularmente en Europa, por tanto no era nada espiritual.
 
- Usted se convirtió desde el judaísmo mientras vivía en Israel. ¿Qué le llevó a convertirse al catolicismo?
- Llegué a Israel a la edad de 15 años, apasionado por la historia, y llegué en búsqueda de una princesa rusa que sabía que se había trasladado a Jerusalén. Yo era un adolescente judío y el vástago del Imperio Ruso que conocí, Madre Barbara, tenía casi 90 años, era monja ortodoxa desde hacía más de 50 años.
Pasamos muchas horas juntos, hablando de los últimos días del Imperio Ruso, la revolución y sus repercusiones. En el curso de nuestras conversaciones, me di cuenta de que esta viejísima y frágil señora brillaba de alegría. Lo encontré muy extraño, pues ella estaba completamente postrada en la cama, confinada en una pequeña celda en un convento y la única expectativa que a ella le quedaba era la muerte.
 
Un día, me armé de valor y le pregunté: ¿Por qué está usted tan alegre? Ella sabía que yo era judío y dudó al principio, pero al final empezó a hablarme del gran amor de su vida, las palabras se desbordaban y ella estaba cada vez más radiante. Me habló de Jesucristo, del amor de Dios manifestado en él, de su vida de alegría con él en el convento.
 
Yo estaba emocionado y hoy sé que en su alegría radiante vi el rostro de Jesús por primera vez. Nuestras conversaciones continuaron un tiempo. Tan pronto como vi a mis padres, les dije que quería ser cristiano, y ellos se quedaron estupefactos. Les prometí que esperaría 10 años, pero que si seguía convencido deberían aceptar. Ellos estuvieron de acuerdo, esperando que con el tiempo, cuando pasaran los diez años, yo habría vuelto a mis cabales.
 
- ¿Pensó alguna vez que acabaría como sacerdote católico?
- Yo sentí mi vocación a la vida religiosa casi inmediatamente al encontrar a Cristo en Madre Barbara. La vocación al sacerdocio llegó tan pronto como puede entender el significado de la presencia de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Quería estar en presencia de Jesús, debía aprovechar toda oportunidad de conocerle y quería llevarle a los demás. Sentía Sentí que el mundo tenía extrema necesidad de alegría y que Cristo era la clave de la verdadera alegría.
 
Los momentos más fuertes durante los primeros años de empezar a conocerle fue cuando, aún adolescente, frecuentaba la Iglesia Ortodoxa Rusa para la Divina Liturgia. La lectura de la Biblia llegó un poco más tarde y sigue siendo mi pasión. Me llevó algún tiempo hasta que entré en contacto con la Iglesia Católica.  Lo que me atrajo fue la universalidad de la Iglesia Católica y su amor y la solicitud por el mundo. Lo que me consolaba era la búsqueda, por parte de Iglesia Católica, del camino de la reconciliación con el pueblo judío, para corregir lo que había sido pecaminoso en el modo en que se había enseñado a los católicos acerca de los judíos y del judaísmo. Lo que me inspiró fue la enseñanza profética de la Iglesia Católica sobre la justicia y la paz, y su compromiso al lado de los oprimidos y los oprimidos. El interrogante categórico de mi familia y mis amigos judíos era: ¿Cómo puedes unirte a la comunidad que nos ha perseguido durante siglos?
 
Encontré consuelo en las figuras del beato Papa Juan XXIII, en el cardenal Agustín Bea y los otros gigantes del Concilio Vaticano II, así como la reformulación de la enseñanza de la Iglesia con respecto a los judíos. He entendido desde el principio que si yo, judío, entraba en la Iglesia, tenía que servir; yo no podría ser simplemente un cristiano más. Mucho antes de mi bautismo, entendí que ese servicio estaba íntimamente conectado con hacer presente a Cristo en el mundo a través del sacramento y por medio de la Palabra.
 
- ¿Qué le atrajo hacia los jesuitas?
- No fue Ignacio de Loyola al principio, él llegó después, durante el mes de retiro del primer año de noviciado. Al principio me atrajeron los primeros dos jesuitas que conocí en Jerusalén: padre Peter, un americano que había venido a trabajar con los palestinos como profesor de filosofía y teología en la Universidad Católica de Belén (donde yo enseño ahora), y el padre José, un nicaragüense que había venido a trabajar en la asociación israelí de habla hebrea, y que servía en la pequeña iglesia católica de habla hebrea (de la que yo soy ahora Vicario del Patriarcado).
 
La dedicación de estos dos hombres, que habían dejado todo para servir a Cristo, me conmovió profundamente. Yo estaba impresionado por la espiritualidad sólida y la talla intelectual de estos dos hombres. Me impresionó su capacidad para hacer frente a la complejidad, sin reducir la realidad a los eslóganes. Por encima de todo, me impresionó por su amistad con los demás en el Señor. Uno de ellos trabajaba en profunda solidaridad con los palestinos, el otro en profunda solidaridad con los judíos de Israel, y sin embargo a través del abismo de la violencia y el odio, fueron capaces de ser amigos, rezar juntos, hablar y reír juntos.
 
Esto abrió posibilidades de que nuestra realidad parecía haber cerrado, y ofrecía esperanza y un aliento de vida, donde no parecía haber ninguna. El padre José me preparó para el bautismo y me bautizó, el padre Peter coordinó mi entrada en la Compañía de Jesús y me revistió en mi ordenación.
 
- Usted es israelí, sacerdote católico que vive en Jerusalén, la tierra donde Jesús mismo caminó. ¿Qué dimensión especial añade esto a la vivencia de su sacerdocio?
- Vivir donde Jesús vivió, caminar por donde él caminó, vivir entre su pueblo en la carne es un privilegio increíble. Como católicos creemos que el momento de la Resurrección de Cristo cambió la faz de la tierra en una «tierra santa», y a la gente que cree en Cristo en un «pueblo santo», pero este particular trozo de tierra lleva consigo las verdaderas huellas de la vida terrena de Jesús, y las huellas de los patriarcas de Israel, sacerdotes, reyes, sabios y profetas que le precedieron, preparando su camino.
 
Vivir el discipulado aquí es recordar a cada paso los actos concretos del amor que Jesús vivió aquí. La tierra en que vivimos es un «evangelio» en el que anuncia la buena noticia de la victoria sobre la muerte de Cristo y de todos los que llevaron a esa victoria. Para mí, el centro es la Iglesia de la Resurrección (llamada por muchos la Iglesia del Santo Sepulcro). Yo trato de ir regularmente a orar, y así revitalizar constantemente mi vocación e interceder por la Iglesia, para que seamos fieles al amor de Cristo por el mundo.
 
Además de celebrar los sacramentos y la predicación de la Palabra, tengo un privilegio muy especial en esta tierra como profesor de Sagrada Escritura en el seminario diocesano de aquí. Una misión particular en la enseñanza de las Escrituras aquí es implicar a nuestros jóvenes seminaristas, jordanos y palestinos, en meditar sobre el don de ser capaz de leer las Escrituras en la tierra en que fueron escritas, celebrar los sacramentos en la tierra en la que fueron instituidos.
 
Además, aquí en esta tierra, atiendo a la pequeña Iglesia de habla hebrea. Orando en hebreo, estudiando el Antiguo Testamento en su propio idioma, siendo parte de la sociedad judía israelí, es un recordatorio constante de la fidelidad de Dios a través de las edades, especialmente a partir del momento le dijo a Abraham: «Serás una bendición» (Génesis 12,2).
 
- ¿Cuál ha sido el aspecto más importante de ser sacerdote para usted, a día de hoy?
- Ciertamente esperaba con gran expectación celebrar mi primera Eucaristía, para ser ministro de la presencia real de Cristo en un mundo que lo necesita desesperadamente. Sin embargo, me sorprendió la abundancia de la gracia en la escucha de las confesiones. Servir como confesor sigue siendo uno de los aspectos más importantes del sacerdocio para mí porque es en el sacramento del perdón, donde tocamos de una manera muy real y directa la figura de Jesús que predicó el perdón, que vivió y murió por él. Yo esperaba la transformación humana que tiene lugar alrededor de la mesa eucarística y no me decepcionó, pero el poder de la absolución del pecado me dejó sin aliento. Me recuerda constantemente qué indigno soy de ser sacerdote por mi debilidad humana, y, sin embargo me asombra constantemente la obra de amor que Dios hace a través de los que Él ha elegido para ser sacerdotes.
 
-Usted participó en la bienvenida al Papa a Tierra Santa en mayo. ¿Cómo fue?
- Fui nombrado Vicario del Patriarcado Latino para los católicos de lengua hebrea poco tiempo antes de la visita del Santo Padre, en mayo de 2009. Como miembro de la Asamblea de los Ordinarios locales, yo estaba entre los que podría acompañar cada paso de la visita del Santo Padre. Una visita a Tierra Santa es como caminar en un campo minado, por el conflicto entre los dos pueblos que viven aquí, los judíos israelíes y los árabes palestinos, pero lo más impresionante fue el amor, la solicitud y la profunda preocupación que el Santo Padre irradiada hacia ambos pueblos, y la valentía con la que proclamó el mensaje de esperanza para la reconciliación, la justicia y la paz. Sin duda, los momentos culminantes fueron las cuatro celebraciones de la Eucaristía (Amman, Jerusalén, Belén, Nazaret). En estas ocasiones, el Santo Padre irradiaba la alegría que me había atraído al principio a la Iglesia. Estamos en extrema necesidad de alegría, pues nuestra situación política es motivo de constante ansiedad.
 
- ¿Qué diría a un joven que estuviese hoy discerniendo sobre su vocación al sacerdocio?
- He sido profesor de Escritura en nuestro seminario diocesano durante los últimos diez años. Esto me ha dado la ocasión de hablar a menudo, largamente y en profundidad, con los llamados al sacerdocio. Yo les digo: Necesitamos sacerdotes santos, que reflejen la vida de Dios entre nosotros, como ministros de la presencia de Dios en los sacramentos, y que prediquen la Palabra de Dios con convicción.
 
Necesitamos sacerdotes que estén llenos de fe, que irradien esperanza, que amen a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y que vivan en la alegría... Sí, la alegría es nuestro testimonio palpable de la victoria sobre el miedo, el pecado y la muerte que Cristo ya ha ganado para nosotros en la resurrección, en un mundo que tiene poca evidencia de esa victoria.
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