Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

HOY PREDICA LA PALABRA DE DIOS EN COLEGIOS

John Pridmore fue un matón de la mafia que se juró no amar jamás, hasta que descubrió a Dios

John Pridmore era un matón de la mafia londinense que, cuando sus padres tomaron la decisión de divorciarse, él juró «no amar jamás». Pero un día, tras propinar una paliza a un «camello», todo cambió. Descubrió el dolor por sus pecados y la alegría de saberse amado por Dios.

José Antonio Fúster/Alba

John Pridmore
John Pridmore
No fue Al Capone, ni Frank Nitty, ni Costello, ni Luciano… Pridmore se asemejaba al Luca Brasi de El padrino, al portero matón de un bar clandestino durante la prohibición; un hombre de gatillo fácil, pero pésima puntería con más cuello que cerebro; un blanco sudoroso empapado en ‘crack’ y pintas de cerveza negra que una vez, y eso se cuenta en su ficha policial, fue a darle una paliza a un tipo que se la trataba de jugar con una deuda por drogas y salió convencido de que le había matado.
 
Y fue ahí, justo cuando dio la espalda a aquel tipo que se desangraba por sus deudas y los puñetazos, cuando Pridmore, el matón canalla, se miró por dentro y se dio cuenta de que asesinar a un hombre a golpes no era nada para él; su corazón estaba vacío, sin un sentimiento de conmiseración, de pena, sin remordimientos; sin perdón… Pridmore siempre comienza a contar su historia con la anécdota de que es el hijo de un matrimonio destrozado que, cuando sus padres decidieron divorciarse, él juró «no amar jamás». Para ciertos efectos prácticos de este relato, John Pridmore estaba un escalón por debajo de la hermana imbécil de Balarrasa.
 
En un ático del West End
Del correccional a la calle, de la calle a las peleas, de las peleas al correccional, de ahí a la calle, y de la calle, al fin, a los áticos con vistas del West End londinense, donde los gansters preparan las rayas con las visas de sus víctimas y el mayor remordimiento es haber dejado vivo al dueño del club de la acera de enfrente. Esa vida es la que quería llevar Pridmore. Vive deprisa, mata fácil, llena el Támesis de cuerpos con los pies en cemento y consuélate en los momentos de lucidez pensando que la policía es tonta y que Dios no existe.
 
Dos semanas después de la paliza a aquel camello, Pridmore estaba en su ático del West End. Estaba solo, sentado en una silla, cuando recibió una llamada. Fue una voz que le llamó por su nombre «y que era real, y que supe Quién era… y entonces caí de rodillas y recé por primera vez en mi vida. Fue una sensación única que jamás me dio droga alguna; y me sentí bien». ¿Cómo se siente uno «bien» después de una experiencia mística? Pridmore asegura que «sentí un dolor terrible por mis crímenes, por mis pecados; pero una alegría inmensa en mi corazón al saber que Dios me amaba».
 
El siguiente paso fue levantarse e ir a ver a los capos del crimen organizado londinense, los que mueven los negocios de prostitución, juego, drogas y peleas en los que Pridmore destacaba como «uno de los nuestros», y decirles que abandonaba. Y lo hizo sin armas, sin ni siquiera tener que telegrafiarle el mensaje a un capo a puñetazos. «Abandono porque Dios habita en mí». Pero uno, cuando entra en esas hermandades de horror, no sale más que con los pies por delante y mirando al Demonio a la cara… «No fue así. Fue extraordinariamente fácil. Ahora creo que me dejaron marchar pensando que yo podría ser su salvoconducto en la Eternidad; como si pensasen que, en el caso de que todo vaya mal y Dios exista, ellos podrían presentarme como la buena acción que de alguna manera les redime».
 
Una vida de cine
Pridmore se sacudió la sangre de sus crímenes con la oración, el remordimiento lo venció con el sacramento de la Confesión y las «deudas con la sociedad» con un pasar por la cárcel. De ahí saltó a los Estados Unidos, a Nueva York, al Bronx, al convento de San Crispín; donde se unió a la Comunidad de los Frailes Franciscanos de la Renovación, una orden mendicante de la Iglesia católica que trabaja entre y con los desechos de la sociedad. De apoyar la botella de whisky en la cabeza de alguna fulana, Pridmore pasó «a dar de comer a mendigos, a bañar a vagabundos, a tomar de la mano a un yonqui que pasa el mono». El que juró no amar jamás pasó seis meses amando a todos, y de ahí pasó a fundar su propio lugar en el mundo: la Comunidad católica de San Patricio en Gowel, Irlanda; un grupo de seglares cuya misión es predicar la palabra de Dios a los jóvenes en los colegios. El único medio de vida del ex gánster es, hoy, la confianza en la Divina Providencia.
 
Dicen, pero no está confirmado, que la vida de Pridmore será llevada al cine. Hollywood estudia la posibilidad. Quizá sea este final el momento de recordar la película Camino a Perdición, cuando el capo irlandés John Rooney le dice a su ex sicario Mike Sullivan: «¡Mike, abre los ojos! Sólo hay asesinos en esta habitación. Es la vida que escogimos y sólo tenemos la seguridad de que ninguno de nosotros verá el Cielo!». Entonces, Sullivan se acuerda de su hijo (Michael) y responde: «¡Michael podría!».
 
Haya o no película, Pridmore demuestra que aquello sólo fue un magnífico relato de ficción. La verdad de Pridmore, el matón, es que todo el mundo puede, incluso un criminal. A él sólo le hizo falta sentarse en una silla en un ático del West End y darse cuenta de que era Dios quien le llamaba por su nombre.
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