Domingo, 06 de octubre de 2024

Religión en Libertad

«EL FUEGO SECRETO DE LA MADRE TERESA»

ReL ofrece en exclusiva los dos primeros capítulos del último libro sobre Madre Teresa

«El fuego secreto de la Madre Teresa» (Planeta) es un recorrido por la vida de la beata de la caridad, en la que el padre Joseph Langford desgrana las claves de su atracción universal. «¿Qué fibras ocultas del alma estaba tocando?», se pregunta Langford.

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Madre Teresa de Calcuta
Madre Teresa de Calcuta

Capítulo 1

¿Por qué Madre Teresa?
 
 
En el mundo de hoy, Madre Teresa se ha convertido en un símbolo del amor de Dios. Por su mediación, Dios ha recordado al mundo su intenso amor —su sed— por la humanidad y su deseo de ser a su vez amado.
 
P. Brian Kolodiejchuk, M. C.
 
 
Parecía que siempre había estado allí, en el horizonte de nuestra conciencia, formando parte del modo como debían ser las cosas. Madre Teresa ocupaba las portadas de nuestras revistas y estaba en lo profundo de nuestros pensamientos, conmoviendo corazones y enmendando vidas, poniendo el mundo del revés sin pretenderlo. La observábamos desde todas las partes del globo, pues su labor de amor arrastraba a ricos y pobres, creyentes y escépticos, al cobijo de Dios.
 
Seguimos el desarrollo de su vida ampliamente expuesto en los periódicos. Su nombre se había convertido en sinónimo de compasión y bondad, enalteciendo nuestras existencias cotidianas, de las conversaciones de café a los sermones dominicales. Su imagen añadía una nota de bondad a los informativos de la noche, entrando no sólo en los hogares de Calcuta, sino en los de todo el mundo. Sin esfuerzo, casi sin que nos diéramos cuenta, se había abierto paso hasta nuestros corazones. Observábamos cómo los pobres del mundo se colgaban del sari de Madre Teresa y los gobernantes de las naciones la colmaban de elogios, y en lo más hondo de nosotros lo entendíamos. Vimos en gente de todo el mundo, y nosotros mismos lo experimentamos, la gran atracción que
causaba esa humilde y pequeña figura junto con su amplia y resplandeciente obra.
 
Se había convertido en un icono viviente, un símbolo de cosas mejores y más nobles, un recordatorio de cómo podíamos ser nosotros y nuestro mundo. A través del humilde portal de su labor por los pobres, la inmensa bondad de Dios se derramaba sobre todos nosotros. Se había convertido en un reflejo de la gloria de Dios en miniatura, como el resplandor henchido de sol que irradia de un trozo diminuto de cristal.
 
Dios la había enviado para suavizar el abrupto paisaje del sufrimiento humano, y Madre Teresa llevaría a cabo esta misión «siendo su luz» e irradiando su amor, iluminando la oscuridad que desciende sobre quienes soportan penurias implacables.
 
El día que anunciaron que Madre Teresa de Calcuta había ganado el Premio Nobel de la Paz, yo acababa de llegar al campus de la Southern Illinois University, de la que era capellán. A los pocos minutos de la noticia, recibí una llamada de las Hermanas de Madre Teresa en Saint Louis, a las que había conocido durante mi capellanía. Me preguntaron si podía ir a atender las preguntas de los reporteros de prensa y televisión que se estaban congregando a las puertas de su convento. Los comentarios de dichos reporteros revelaban que no sólo comprendían, sino que estaban fascinados por la elección de Madre Teresa. Parecían verdaderamente intrigados por el hecho de que la ganadora no fuera presidente, científico o político. Por vez primera, el Premio Nobel lo había obtenido una religiosa diminuta y humilde que trabajaba oscuramente en un país del Tercer Mundo. Este trastrocamiento del orden usual había encantado al mundo y picado su curiosidad.
 
Pero cuando pasaron los días, mientras la prensa mundial alababa la decisión del comité del Nobel, los religiosos profesionales que yo conocía seguían preguntándose: «Pero ¿por qué Madre Teresa? ¿No hay otros que hacen lo mismo que ella, que sirven a los pobres con la misma entrega? ¿Por qué ella causa tanta conmoción?» Una pregunta excelente, pensé, e importante, además.
 
Este interrogante me trajo a la memoria un episodio de la vida de san Francisco de Asís. Según el relato del siglo XIII, cierto peregrino había atravesado las colinas de Umbría con la esperanza de encontrarse con el joven Francisco. Tras semanas de búsqueda, finalmente se encontró con un hombre de apariencia muy ordinaria. Perplejo y desilusionado, el joven buscador miró intensamente a Francisco y observó: «¿Por qué está el mundo entero corriendo detrás de ti?».
 
En efecto, casi mil años después, podríamos plantear la misma pregunta: ¿por qué estaba el mundo entero corriendo detrás de Madre Teresa? ¿Cómo explicamos el fenómeno de una anciana monja albanesa que gana un Premio Nobel sin ninguna habilidad especial ni talentos extraordinarios? ¿Cómo justificamos su inmensa repercusión, aparentemente universal? ¿Cómo explicar el poder de una atracción que no hizo sino crecer durante toda su vida y continúa creciendo hoy?
 
Para responder al porqué de la fuerza de atracción de Madre Teresa y comprender su importancia en nuestro mundo posmoderno, es preciso examinarla a ella y a nosotros mismos con mayor profundidad. Debemos preguntarnos ¿qué había en ella que nos atraía de ese modo y qué hay en nosotros que responde con tanta naturalidad? ¿Qué fibras ocultas del alma estaba tocando? ¿Qué estaba tocando Dios en nosotros por su mediación?
 
Comprender qué tocaba Madre Teresa en nosotros resulta significativo porque apunta hacia y constituye nuestro terreno común con ella. Lo que despertaba en nosotros descubre un territorio interior, un terreno íntimo y sagrado que compartimos con ella, colocado dentro de nosotros por Aquel que nos creó para sí.
 
¿Es la misma divinidad que reclamaba un lugar tan ilimitado en su corazón la que se halla también bajo la superficie de nuestras almas? Si es así, ¿por qué no lo advertimos o le prestamos atención como ella? Tal vez porque, en general, no habitamos más que la superficie de nuestro ser. Y, de este modo, a veces puede sorprendernos la fuerza de nuestra respuesta ante cosas más profundas, ante incursiones repentinas de lo divino,
ante inesperados toques de gracia.
 
Para muchos de nosotros, descubrir a Madre Teresa, observarla o escucharla hablar se convirtió justamente en una incursión de lo divino. Se convirtió en portal y guía hacia las abandonadas regiones de nuestro espíritu y hacia el encuentro con el Dios que allí nos espera.
 
¿Cómo explicarse el fenómeno de Madre Teresa, el impacto y la atracción que ejercía incluso entre los agnósticos y los que no pertenecen a una Iglesia? ¿Cuál era su secreto? ¿Qué la hizo ser quien era? ¿Qué la formaba e inspiraba? ¿Qué fuego interior oculto la motivaba y la acicateaba, en las condiciones más miserables, a convertirse en la santa que era?
 
Y en nuestro caso, ¿podemos convertirnos para los demás en una fuente de la misma bondad que vimos en ella? ¿Puede su fuego interior producir en nosotros una luz y calor semejantes?
 
El objetivo de este libro es responder a estas preguntas. Gracias a Dios, Madre Teresa ha dejado pistas claras y abundantes, pistas que nos permiten no sólo comprender, sino también compartir el secreto de su bondad, el secreto de su transformación de una sencilla maestra de escuela, a ganadora del Nobel, a santa. Para quienes desearían imitarla, su vida y enseñanzas están repletas, como veremos en estas páginas, de señales que indican el camino para hallar su misma felicidad, su misma realización y su misma unión con el Todopoderoso.
 
La riqueza del ejemplo y de las enseñanzas de Madre Teresa excede con creces lo que un solo volumen puede contener (los documentos utilizados en su causa de santidad comprenden más de treinta volúmenes). Libros futuros explorarán otros temas de su enseñanza, pero el alcance de éste se limita a lo que Madre Teresa consideraba el núcleo de su mensaje.
 
El texto se divide en tres partes. La primera parte, «Fuego en la noche», relata el fuego interior que cambió la vida de Madre Teresa. La segunda parte, «Iluminación», presenta el derroche de luz emitido por este fuego interior, una luz que iluminó para ella el rostro de Dios, y a través de ella para muchos más. La parte final, «Transformación», muestra cómo el «fuego devorador» de su interior (Hebreos 12, 29) cambió a una joven e insegura hermana Teresa en Madre Teresa y cómo puede transformarnos también a nosotros.
 
 
 
 
Capítulo 2
 
Una vida bañada en luz
 
 
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tiniebla y en sombra de muerte.
Lucas 1, 78-79
 
 
Tras el fallecimiento de Madre Teresa en 1997, el mundo que había llegado a admirarla estaba ávido de detalles sobre su notable vida. En los años siguientes apareció una multitud de libros y artículos que daban cuenta de cada uno de los aspectos de su vida personal, desde sus logros públicos hasta el misterio privado de su oscuridad interior. Pero a pesar de lo mucho que se la celebró en su vida y tras su muerte, después de todos estos años, el mensaje central de Madre Teresa y el único gran secreto de su alma permanece desconocido casi por completo.
 
Qué había en lo más profundo de ella, qué la motivaba y daba energía, sigue siendo un misterio incluso para sus admiradores más ardientes. Pero no era su deseo que este secreto permaneciera desconocido para siempre. La respuesta a su misterio está ahí, como una hebra de oro, entretejida en las enseñanzas que dejó a su familia religiosa, en particular en los meses previos a su muerte. Esparcida en sus cartas y conferencias espirituales, todavía nos aguarda la riqueza plena de su alma.
 
Repaso de una vida extraordinaria
 
Antes de explorar los secretos de esta santa y ganadora del Premio Nobel, retrocedamos un momento para revisar lo más destacado de su vida extraordinaria con objeto de refrescar la memoria de quienes hayan olvidado los rasgos generales de su existencia y en consideración a una nueva generación que no ha conocido a Madre Teresa más allá del nombre y la fama.
 
Madre Teresa inició la vida como Gonxha Agnes Bojaxhiu, la menor de los tres hijos de una familia albanesa, el 26 de agosto de 1910 en Skopje (en la actual Macedonia). En la escuela primaria mostró un vivo interés por las misiones en el extranjero y a los doce años la futura misionera ya había decidido dedicar su vida a ayudar a los demás. Más tarde, a los dieciocho años, inspirada por los informes que enviaban a su casa misioneros jesuitas desde Bengala Occidental, solicitó su ingreso en la comunidad de las Hermanas de Loreto, de quienes había sabido que hacían labor misionera en la India y, específicamente, en Bengala Occidental.
 
Dejó su hogar y entró en el convento, y tras completar su primera etapa de formación con las Hermanas de Loreto en Rathfarnham (Irlanda), adoptó el nombre religioso de Teresa (por su santa patrona, Teresa de Lisieux). Poco después la joven hermana Teresa dejó Irlanda y zarpó hacia Calcuta, adonde llegó en enero de 1929. Fue asignada al convento de Loreto en Entally, situado en el noreste de Calcuta, donde comenzó a enseñar geografía en su escuela media para niñas. Su amor por su nueva misión y los bengalíes la impulsaron a dominar la lengua, llegando a alcanzar tal perfección que se ganó el sobrenombre de «Teresa bengalí».
 
A medida que fueron pasando los años, su deseo de ayudar a los más pobres la impulsó a aventurarse en los barrios pobres que se extendían al otro lado del muro del convento. Con la ayuda de sus alumnas, trató de brindar a los indigentes el pequeño socorro y consuelo que estaba a su alcance. Su vida continuó de este modo, feliz y productiva en todos los aspectos, dividida entre la enseñanza en las aulas, la orientación a sus alumnas y la ayuda a los pobres, hasta 1946, la víspera de la independencia de la India.
 
«Ven, sé Mi luz»
 
El 10 de septiembre de 1946, siguiendo su costumbre anual, Madre Teresa salió de Calcuta para pasar ocho días de retiro espiritual, un retiro que en apariencia era como cualquier otro. En la estación de Howrah tomó el tren que se dirigía desde la húmeda Calcuta y las amplias llanuras del delta del Ganges hacia el norte, a los bosques verdeantes y las noches frescas de las colinas del Himalaya. De nuevo aquel año la hermana Teresa había dejado atrás su trabajo y a sus alumnas para dedicarse a la oración y la reflexión en la estación montañosa de Darjeeling, donde las Hermanas de Loreto tenían su casa de retiro, para rezar por lo que había ocurrido durante el semestre pasado y preparándose para el nuevo año escolar que se avecinaba.
 
Durante el camino, Madre Teresa tuvo una experiencia extraordinaria de Dios (explorada más de lleno en los capítulos siguientes). Con su humildad característica, se referiría a esta experiencia que cambió su vida simple y llanamente como «una llamada dentro de una llamada»,2 una llamada para dejar Loreto y marcharse a los barrios miserables. Tiempo después revelaría algo más de lo que aconteció en su alma ese día de septiembre y de la extraordinaria comunicación interior que se produjo durante el año y medio siguiente, en la que Jesús le encargaría «portarlo» y «ser su luz» en la oscuridad de los barrios pobres de Calcuta.
 
Una vez que hubo regresado a Calcuta tras su retiro, consultó con su director espiritual jesuita, y compartió con él las notas que había tomado durante sus días de oración. Éste le aconsejó que se pusiera en comunicación directa con el arzobispo de Calcuta y le pidiera permiso para dejar la orden y trabajar sola, sin ayuda, pero sin impedimentos, en las calles de Calcuta.
 
Después de largos meses de deliberación y discusión, en los que hubo un profuso cruce de cartas, se le otorgó el permiso de repente. Una vez que fue libre, Madre Teresa viajó a la cercana Patna para tomar un curso de primeros auxilios y enfermería básica. En diciembre de 1948 regresó a Calcuta, vestida por primera vez con el humilde sari de algodón blanco que se convertiría en su emblema. Sola y contando apenas con cinco rupias (algo menos de un euro), buscó la hospitalidad de las Hermanitas de los Pobres, desde cuyo convento empezó a acudir diariamente a los barrios marginales.
 
Primero regresó a Moti Jhil, la vasta barriada que estaba acostumbrada a ver al otro lado del muro de su convento. Como tenía formación de maestra, empezó abriendo una escuela para los hijos de los pobres en la que utilizaba el suelo como pizarra y un árbol como techo y refugio. Como recompensa por la asistencia, daba barras de jabón, pues los andrajos y las condiciones poco higiénicas de sus alumnos eran invitaciones a la enfermedad y la muerte temprana.
 
En febrero de 1949, un católico bengalí llamado Michael Gomes le prestó una habitación en su casa de Creek Lane. Se trasladó a ella con una maletita y dispuso un espacio para dormir y trabajar, empleando una caja de embalaje como silla y otra como escritorio. Cuando se divulgó la noticia de su labor en solitario en beneficio de los pobres, personas que la habían conocido en Loreto comenzaron a colaborar en su nueva misión.
 
El 19 de marzo de ese año, una de las antiguas alumnas de Madre Teresa, Subhashini Das (quien más adelante adoptó el nombre religioso de Agnes, en honor a la santa de bautismo de Madre Teresa), fue a la casa de Creek Lane y pidió unirse a ella. Unas semanas después, otra ex alumna, Magdalena Gomes (la hermana Gertrude) también se les unió. En Pascua ya había tres mujeres vestidas igual, con saris blancos ribeteados en azul, que iban juntas cada mañana a prestar servicio en Moti Jhil. Cuando el grupo había aumentado a doce y ya no cabían en su habitación prestada, Madre Teresa recibió la invitación de ocupar un piso entero en la casa de los Gomes.
 
La escuela del barrio pobre acabó trasladándose de debajo del árbol a un edificio alquilado. Pero Madre Teresa y sus futuras Hermanas se habían encontrado con un nuevo reto. Mientras caminaban cada día a Moti Jhil, se cruzaban con cantidades impensadas de moribundos que exhalaban su último aliento solos, sin dinero ni techo, en los callejones de Calcuta:
 
Las nuevas Misioneras de la Caridad de Madre Teresa tenían que pasar ante los cuerpos de los indigentes que agonizaban en los caminos y callejuelas de la ciudad. Alquilaron una habitación con suelo de tierra en Moti Jhil donde podían lavar, alimentar y cuidar a unos pocos hombres y mujeres agonizantes hasta que se recuperaban o morían.
 
Los padres de la ciudad de Calcuta, abrumados por la inmensa necesidad humana y la carencia de recursos, agradecieron la labor de estas jóvenes mujeres indias y les ofrecieron un edificio. Era un albergue para peregrinos al santuario de Kali, diosa hindú de la destrucción y la purificación, compuesto por dos grandes salas abiertas a un patio interior.
 
Las ambulancias de la ciudad empezaron a llevar hombres y mujeres indigentes al albergue. Debido a su proximidad al templo de Kali y a los ghats («crematorios»), se le llamó Kalighat, nombre aplicado a esa parte de Calcuta.
 
A mediados de la década de 1950, las Hermanas con sus saris blancos bordeados en azul ya eran parte característica de esa gran ciudad en expansión descontrolada. Desfilaban por la mañana, de dos en dos, para alimentar a las familias sin techo, en su mayoría refugiados, a una docena de escuelas de los barrios pobres, a la Casa para los Moribundos y a las clínicas infantiles en los barrios más miserables.
 
En la Casa para los Moribundos, Madre Teresa y sus Hermanas se inclinaban sobre hombres y mujeres cadavéricos para alimentarlos lenta y cariñosamente. Yacían unos al lado de los otros, sobre un muro elevado, en pabellones separados, con un pasillo en el centro de la habitación. Madre Teresa iba de un paciente a otro, sentándose a su lado en el muro para darles consuelo humano, cogiéndoles las manos o acariciándoles la cabeza.
 
«No podemos dejar a un hijo de Dios morir como un animal en las cloacas», declaraba. Cuando le preguntaban cómo podía enfrentarse a esta agonía y servir a esta gente sufriente un día tras otro, respondía: «Para mí, cada uno es Cristo; Cristo en un angustioso disfraz.».
 
El volumen de trabajo y el número de hermanas fueron en rápido aumento. Madre Teresa fue invitada a abrir nuevas fundaciones en otras partes de la India, y pronto extendió su labor al resto del mundo, comenzando por Venezuela en 1965. En el momento de su muerte, en 1997, sus Misioneras de la Caridad se habían extendido a más de ciento veinte países.
 
Mientras viajaba para establecer misiones en otras partes del mundo, Madre Teresa descubrió enseguida que Occidente no era menos indigente —aunque su pobreza estaba mejor disfrazada— de lo que había encontrado en el Tercer Mundo:
 
En el mundo desarrollado, en Europa y en Estados Unidos, las Hermanas tuvieron que ocuparse de un tipo diferente de necesidad. Madre Teresa explicaba: «Me pareció que la pobreza de Occidente era mucho más difícil de erradicar. Cuando recojo a una persona hambrienta de la calle, le doy un plato de arroz, un trozo de pan; así he satisfecho, he saciado esa hambre.»
En Occidente, decía, «no sólo hay hambre de comida. He visto un gran hambre de amor. Ésta es la mayor hambre, ser amado».
 
A comienzos de la década de 1970, su labor comenzó a ser reconocida y alabada por autoridades religiosas y seculares. Lo más señalado fue la concesión del honor más elevado de la India, la Bharat Ratna («la Joya de la India»), así como multitud de elogios y títulos honoríficos de gobiernos e instituciones mundiales, coronados por el Premio Nobel de la Paz en 1979.
 
Madre Teresa prosiguió fundando cinco comunidades religiosas distintas para el cuidado de los pobres. Junto con las Hermanas, fundadas en 1950, inició una rama masculina, los Hermanos Misioneros de la Caridad, en 1966; luego las Hermanas Contemplativas (dedicadas a la oración y la intercesión por los pobres) en 1976; los Hermanos Contemplativos en 1979; y finalmente, como fruto de su vejez, los Padres Misioneros de la Caridad, fundados en 1984 para que se ocuparan del dolor interior y la pobreza espiritual que sufrían los atendidos por sus Hermanas y Hermanos.
 
En junio de 1983, mientras visitaba a sus Hermanas en Roma, fue hospitalizada por una afección cardíaca crónica sin tratar. Durante la década siguiente, su salud se fue debilitando de forma gradual, pero constante, aunque siempre recobraba las fuerzas y reanudaba su actividad agotadora. Por fin, en marzo de 1997, el deterioro de su estado físico la obligó a renunciar como directora de su orden. Unos meses después, el 5 de septiembre, a las nueve y media de la noche, exhaló su último suspiro: «había regresado a casa con Dios».
 
Poco después de su fallecimiento, con la aprobación de las autoridades eclesiásticas y la insistencia de los fieles de todo el mundo, Madre Teresa inició su viaje por la senda hacia la santidad, esa etapa última y definitiva desde la que iba a alzar la luz que había portado toda su vida no sólo ya para los pobres, sino para todos nosotros.
 
La luz interior de Madre Teresa llamó nuestra atención no sólo hacia su labor por los pobres, sino hacia la ciudad que se había convertido en parte de su nombre y en parte de un nuevo vocabulario de compasión. Dirigió los ojos del mundo hacia la herida abierta que era Calcuta en la década de 1950, una extensión de bulliciosos barrios bajos y congestionadas aceras, aparentemente olvidados por Dios y por los hombres. Calcuta iba a ser el telón de fondo escogido por Dios para la obra y el mensaje de Madre Teresa, como símbolo de las heridas de toda la familia humana.
 
Pero Calcuta era de igual modo un símbolo de las heridas de cada alma humana, de cada uno de los más humildes, de los últimos y los marginados del mundo entero, pisoteados y olvidados en la rápida carrera de la sociedad moderna hacia una vida libre de sufrimiento. Sin embargo, fue precisamente allí donde permaneció Madre Teresa, arraigada y anclada en los mismos lugares del dolor del que huíamos. Donde no había amor, ella lo puso. Donde no había esperanza, sembró semillas de resurrección. Convirtió Calcuta, al menos para aquellos a los que alcanzó a llegar, en una verdadera «Ciudad de la Alegría». Muchos vieron y muchos —desde los mendigos a sus pies hasta el comité del Nobel a medio mundo de distancia— comprendieron. La atracción, el misterio y el fenómeno de Madre Teresa y su misión habían comenzado.
 
En la noche de Calcuta se elevaba una luz.

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