ATEA, LUEGO ORTODOXA, ABRAZÓ LA FE DE ROMA EN 1982
El largo camino de conversión al catolicismo de Svetlana, la hija del dictador Stalin
Svetlana, hija del gran dictador ruso Joseph Stalin, nació y creció en una sociedad atea. Se hizo católica en 1982, tras una vida que le llevó del sufrimiento al bautismo ortodoxo y luego a la Iglesia católica.
De tal palo tal astilla… Normalmente. Que no siempre. Adagio precisamente fallido en la historia que sigue. Designamos «palo» a Joseph Stalin, jefe máximo de la gran potencia soviética. Uno de los mayores genocidas de la historia humana. Moderno Nerón, feroz perseguidor de la presencia y recuerdo de Dios en la tierra.
La «astilla» derivada ha sido Svetlana, la benjamina de la familia, conocida escritora, mundialmente famosa desde que escapó de Rusia, refugiándose en Occidente, en 1967. En la treintena explotó. Así lo recoge el libro «Edith Stein y convertidos de los siglos XX y XXI» de la editorial Edibesa.
El ejemplo de los cristianos
«Los primeros 36 años que he vivido en el estado ateo de Rusia no han sido del todo una vida sin Dios. Sin embargo, habíamos sido educados por padres ateos, por una escuela secularizada, por toda nuestra sociedad profundamente materialista. De Dios no se hablaba. Mi abuela paterna, Ekaterina Djugashvili, era una campesina casi iletrada, precozmente viuda, pero que nutría su confianza en Dios y en la Iglesia. Muy piadosa y trabajadora. Mi abuela materna, Olga Allilouieva, nos hablaba gustosamente de Dios: de ella hemos escuchado por vez primera palabras como alma y Dios. Para ella, Dios y el alma eran los fundamentos mismos de la vida». (…)
«Cuando mi hijo tenía 18 años enfermó. No quería ir al hospital, a pesar de la insistencia del doctor. Por primera vez en mi vida, a los 36 años, pedí a Dios que lo curara. No conocía ninguna oración, ni siquiera el padrenuestro. Pero Dios, que es bueno, no podía dejar de escucharme. Me escuchó. Después de la curación, un sentimiento intenso de la presencia de Dios me invadió. Con sorpresa de mi parte, pedí a algunos amigos bautizados que me acompañaran al templo. Dios no sólo me ayudó a encontrarlo, sino deseaba darme mayores gracias». (…) «Bautizada el 20 de mayo de 1962 en la fe ortodoxa, tuve el gozo de conocer a Cristo, aunque ignorase casi toda la doctrina cristiana».
«Encontré por vez primera en mi vida católicos romanos, en Suiza, cinco años después de mi bautismo en la Iglesia ortodoxa rusa. Después me trasladé a América y me casé; parecía que llegaba para mí la posibilidad de una vida normal. Pero pronto sobrevino de nuevo la turbación y la amargura; todo terminó con la separación conyugal. Durante estos años, mi vida religiosa era confusa, como todo el resto».
«Un día recibí una carta de un sacerdote católico italiano de Pennsylvania, el P. Garbolino. (…) Nuestra correspondencia de amistad duró más de 20 años y me enseñó muchas cosas”. (…)
“En 1976 encontré en California una pareja de católicos, Rose y Michael Ginciracusa. (…) Su piedad discreta y su solicitud hacia mí y mi hija me conmovieron profundamente. En 1982 partimos para Inglaterra».
El abrazo a la fe de Roma
«La lectura de libros notables y el contacto con los católicos contribuyeron a acercarme cada vez más a la Iglesia Católica. Y así, en un frío día de diciembre, en la fiesta de Santa Lucía, en pleno Adviento, un tiempo litúrgico que siempre he amado, la decisión, esperada por largo tiempo, de entrar en la Iglesia Católica, me brotó naturalísima. (…) Los años desde mi conversión han sido plenos de felicidad. (…) La Eucaristía se ha hecho para mí viva y necesaria. El Sacramento de la Reconciliación con Dios a quien ofendemos, abandonamos y traicionamos cada día, el sentido de culpa y de tristeza que entonces nos invade: todo esto hace que sea necesario recibirlo con frecuencia».
«Por muchos años he creído que la decisión crucial que había tomado de permanecer en el extranjero en 1967 fue una importante etapa en mi vida. Yo iniciaba una vida nueva, me liberaba y progresaba en mi carrera de escritora itinerante. El Padre celestial me ha corregido dulcemente. Fui nuevamente sumergida en una maternidad tardía que debía hacerme presente mi puesto en la vida: un humilde puesto de mujer y de madre. Así, en verdad, fui llevada en los brazos de la Virgen María a quien no tenía la costumbre de invocar, teniendo la idea de que esta devoción era cosa de campesinos iletrados, como mi abuela Georgiana, que no tenía otra persona a quien dirigirse. Me desengañé cuando me encontré sola y sin sustento. ¿Quién otro podía ser mi abogado sino la Madre de Jesús? Imprevistamente, Ella se me hizo cercana».