EL PADRE ENRIQUE GONZÁLEZ ES EL FUNDADOR DEL HOGAR «DON DE MARÍA»
«Hay muchos poseídos; yo paso doce horas al día haciendo exorcismos»
El padre Enrique González es conocido en Madrid, entre otras cosas, por su labor con los menesterosos desde el albergo «don de María» recientemente clausurado por el Ayuntamiento de Madrid. La diócesis de Madrid le ha encargado un difícil ministerio: ser el exorcista oficial. Y asegura que tiene mucho trabajo...
(Álex Navajas/Fe y Razón) El suyo no es el horario de un sacerdote al uso. Se levanta al alba, dedica «unas cuantas horitas a la oración» y después comienza su labor de exorcista. «Desde las once de la mañana hasta las nueve de la noche, literalmente sin parar», puntualiza. Después, la misa, «y luego siempre tengo una, dos, tres personas más». Es el padre Enrique González, exorcista de la archidiócesis de Madrid, quien ha relatado su experiencia en el último número de la revista «Pórtico». Hay muchos casos El sacerdote es enjuto, de sonrisa afable y hablar pausado, con el cabello oscuro como sus vestimentas clericales. ¿Realmente hay tantos casos de personas poseídas o, al menos, infestadas por Satanás, como para dedicar 12 horas al día? «Sí, sí», responde el sacerdote con mansedumbre. «Y hay de todo: jóvenes hay muchos», agrega, «incluso niños». «Son personas que están por formarse; tienen toda una vida por delante, una vida que se puede torcer o enderezar, y quizás por eso siento una especial solicitud por mi parte hacia ellos», confiesa. El exorcista no es ingenuo: sabe que no todos los que vienen a él «son casos de posesión». Aun así, «la oración, el exorcismo, están destinadas a apartar, a alejar al demonio de la vida de una persona, pues tiene un poder liberador importante». Se trata de una «herramienta» eficaz «para todos», especialmente «para las personas con heridas, con esclavitudes», ya que «les devuelve la libertad». Cara a cara con Satanás El padre Enrique se dedicaba a los pobres en el albergue «El don de María» hasta que el arzobispo de Madrid, el cardenal Rouco, le asignó «para ejercer como exorcista de la catedral». «Yo no me lo he propuesto; Dios ha ido configurando mi vida así y ya está», resuelve. Ahora que es exorcista, contempla «más cercanamente y más cara a cara al diablo». Se trata de «una criatura cuya maldad y odio contra Dios y los hombres es difícil de comprender», afirma. Satanás, según el padre Enrique, «puede aparecer con un rostro inocente o grotesco, pero detrás de ello se esconde una maldad, una inteligencia y un endurecimiento difícil de imaginar». Una de las armas contra el diablo es invocar la protección de la Virgen. «Hay muchos demonios que no soportan el Avemaría; muchos, muchos», explica. «Sobre todo el rezo repetitivo del Avemaría, que expulsa a muchos demonios, a muchísimos demonios», subraya. Ser exorcista no es un «título». «¡Que no quede exaltada la persona, sino la obra de Dios!, ¿eh?», exclama. Peregrinaciones de 1.500 kilómetros hasta Jerusalén La vida del padre Enrique y de los que le asisten –especialmente la hermana Carmela, una religiosa– no se limita a su oficio de exorcista. Ha peregrinado desde Madrid a pie –sin dinero y comiendo de lo que le da la gente– a Santiago y a Covadonga; a Roma y Loreto (Italia); a Lourdes (Francia); a Jerusalén y a Czestochowa (Polonia). Siempre dedica en verano varias semanas, incluso meses, a peregrinar. «Lo más bonito es la experiencia del abandono, el ofrecimiento al amor de Dios que hay en abandonarlo todo, en no tener ningún otro recurso fuera de Dios, en vivir a la intemperie... En fin, todo eso», confiesa. «No espero nada de este mundo», sentencia el sacerdote madrileño. «La esperanza teologal es la que se apoya sólo en Dios, en el modo de ser de Dios, en la bondad de Dios, en su amor, no en nada humano», prosigue. De joven pensó en dedicarse a la Química y a la Física. «Pero, luego, Él me fue atrayendo hasta que comprendí que mi vida tenía que dársela a Dios», explica. El sacerdote no tiene reparos en abrir su corazón: «Recuerdo salir muchas noches para estar a solas con Dios y no poder dormir sin saber cuál era la causa de mi angustia y así pasar muchos años y muchas horas de estar a solas con Él y de haber conocido el dolor y la angustia». «Aquí nació mi vocación a la oración, porque sólo encontraba la paz en Dios, a solas con Él en la capilla», apostilla. «Ahora soy sólo oración; no hago otra cosa que rezar por los demás», concluye.
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