Llamaba al cristianismo "la peste más grande de la historia"
Himmler: del paganismo nazi al Holocausto
Himmler, el líder de las SS, fue el más radical de los nazis y, descontando a Hitler, el que más poder llegó a tener. Ésa es la tesis central del historiador Peter Longerich, desplegada en un monumental volumen en la editorial alemana Siedler con el título "Heinrich Himmler, biografía". El jerarca nazi dejó escrito un diario, comentarios de libros y mucha correspondencia que han permitido a Longerich adentrarse en su pensamiento. Himmler consideraba al cristianismo como "la peste más grande que
(Pablo J. Ginés/La Razón) Aunque su madre había sido católica y devota, las lecturas esotéricas y la búsqueda de la superioridad aria llevaron al joven a odiar la noción misma de pecado, de amor y la debilidad del Cristo crucificado.
“La imagen sosa del crucifijo” En 1928, Heinrich Himmler se convertía en jefe de las SS, las fuerzas de choque nazi. Su pasión y eficacia le convirtieron en la mano derecha de Hitler.
Antisemita furibundo, consiguió tener bajo su mando los campos de concentración y de exterminio del régimen. Fue, por lo tanto, el responsable más directo del Holocausto.
En 1937 explicaba a las juventudes hitlerianas la diferencia entre el crucifijo, “esa imagen sosa del fracaso” y “nuestros dioses, guerreros armados, que representan las verdaderas características de nuestra raza, la confianza y voluntad de obtener y ganar”.
El crucifijo expresaba “humildad y autonegación, cualidades decadentes que nosotros, conscientes de nuestra vocación heroica, debemos repudiar. La corrupción en nuestra sangre causada por la intrusión de esta filosofía extranjera debe acabar”.
En junio de 1942, durante el funeral de su lugarteniente, Reinhard Heydrich, víctima de un atentado, criticó “este cristianismo, la mayor de las plagas que podría habernos afligido, que nos ha debilitado en cada conflicto”.
Expresó su creencia en un “dios”, llamado por el nombre germánico Wralda, que es “una creencia en el destino”.
“La esencia de estos megalomaníacos, los cristianos, que hablan de hombres que gobiernan el mundo, debe acabar”, insistía, porque “el hombre no es nada especial, sólo es una parte insignificante de esta tierra”.
La nueva moral que proponía sólo tenía una base materialista, “la escala del macrocosmos y el microcosmos, el cielo estrellado sobre nosotros y el mundo que vemos en el microscopio”.
En 2006 la historiadora canadiense Heather Pringle, en su libro “El Plan Maestro”, analizó el papel de los “eruditos” de Himmler, su oficina de la Ahnenerbe. Buscaron las raíces arias en Islandia, Bolivia, Canarias, y en la famosa expedición al Tíbet de Ernst Schäfer en 1938.
Como expertos en “ciencia racial”, Himmler los puso a coleccionar craneos judíos y a ejecutar experimentos con presos para investigar sistemas de esterilización, la resistencia al frío extremo y la efectividad de gases venenosos. En nombre de la ciencia.
El 23 de mayo de 1945, siendo prisionero de los británicos, Himmler se suicidó.
El esfuerzo paganizador de los nazis tuvo cierto éxito. En 1933, último año de elecciones, hubo 34.000 apóstatas católicos y 57.000 protestantes. En 1937, después de cerrar las escuelas cristianas y afiliar a todos los menores a organizaciones nazis, apostataron 104.000 católicos y 338.000 protestantes. En total, de 1932 a 1944, dejaron la fe oficialmente 648.000 católicos y 2.050.000 protestantes, seducidos o presionados por el nazismo.
“La imagen sosa del crucifijo” En 1928, Heinrich Himmler se convertía en jefe de las SS, las fuerzas de choque nazi. Su pasión y eficacia le convirtieron en la mano derecha de Hitler.
Antisemita furibundo, consiguió tener bajo su mando los campos de concentración y de exterminio del régimen. Fue, por lo tanto, el responsable más directo del Holocausto.
En 1937 explicaba a las juventudes hitlerianas la diferencia entre el crucifijo, “esa imagen sosa del fracaso” y “nuestros dioses, guerreros armados, que representan las verdaderas características de nuestra raza, la confianza y voluntad de obtener y ganar”.
El crucifijo expresaba “humildad y autonegación, cualidades decadentes que nosotros, conscientes de nuestra vocación heroica, debemos repudiar. La corrupción en nuestra sangre causada por la intrusión de esta filosofía extranjera debe acabar”.
En junio de 1942, durante el funeral de su lugarteniente, Reinhard Heydrich, víctima de un atentado, criticó “este cristianismo, la mayor de las plagas que podría habernos afligido, que nos ha debilitado en cada conflicto”.
Expresó su creencia en un “dios”, llamado por el nombre germánico Wralda, que es “una creencia en el destino”.
“La esencia de estos megalomaníacos, los cristianos, que hablan de hombres que gobiernan el mundo, debe acabar”, insistía, porque “el hombre no es nada especial, sólo es una parte insignificante de esta tierra”.
La nueva moral que proponía sólo tenía una base materialista, “la escala del macrocosmos y el microcosmos, el cielo estrellado sobre nosotros y el mundo que vemos en el microscopio”.
En 2006 la historiadora canadiense Heather Pringle, en su libro “El Plan Maestro”, analizó el papel de los “eruditos” de Himmler, su oficina de la Ahnenerbe. Buscaron las raíces arias en Islandia, Bolivia, Canarias, y en la famosa expedición al Tíbet de Ernst Schäfer en 1938.
Como expertos en “ciencia racial”, Himmler los puso a coleccionar craneos judíos y a ejecutar experimentos con presos para investigar sistemas de esterilización, la resistencia al frío extremo y la efectividad de gases venenosos. En nombre de la ciencia.
El 23 de mayo de 1945, siendo prisionero de los británicos, Himmler se suicidó.
El esfuerzo paganizador de los nazis tuvo cierto éxito. En 1933, último año de elecciones, hubo 34.000 apóstatas católicos y 57.000 protestantes. En 1937, después de cerrar las escuelas cristianas y afiliar a todos los menores a organizaciones nazis, apostataron 104.000 católicos y 338.000 protestantes. En total, de 1932 a 1944, dejaron la fe oficialmente 648.000 católicos y 2.050.000 protestantes, seducidos o presionados por el nazismo.
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