Está abierto su proceso de beatificación
La murciana María Séiquer dedicó su vida a cuidar y alimentar a los asesinos de su marido
Se consagró a Dios y perdonó a los hombres que mataron a su esposo durante la Guerra Civil.
¿Perdonaría usted a los asesinos de su cónyuge? Más aún: ¿cuidaría a las mujeres de esos asesinos? ¿Alimentaría a sus hijos? ¿Callaría ante los autores del expolio de su casa, mientras disfrutan de los muebles que le robaron? Pues eso es lo que hizo doña María Séiquer Gayá, una murciana que se consagró a Dios, tras el asesinato de su marido en la Guerra Civil: fundó las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado y cuidó de las familias de aquellos que fusilaron a su esposo sólo por ser católico
Si su historia fuese llevada al cine, la tacharían de increíble. Porque, en verdad, cuesta creer que una mujer no sólo no guarde rencor a los asesinos de su marido, sino que dedique el resto de su vida a cuidar, alimentar y educar a los más pobres, y a las familias de quienes fusilaron a su esposo. Sin embargo, así fue la vida de María Séiquer Gayá, una murciana que, tras sufrir la pérdida de su marido en un paseo de la Guerra Civil, se consagró a Dios y fundó la Congregación de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado, desde la que cuidó a los artífices de su desgracia.
Su vida había sido la de una joven como cualquier otra: aficionada a montar a caballo, de familia cristiana y casada con un otorrino, don Ángel Romero, conocido entre sus vecinos por su honradez y su predisposición a ayudar a los demás. Y entonces estalló la guerra.
Cuando, en mayo de 1931, los republicanos empezaron a incendiar conventos e iglesias (con sus curas y monjas dentro), don Ángel decidió entrar en política: «Hay que defender la religión», decía. Pero, tras el levantamiento del 18 de julio, su pertenencia a la CEDA y su fe católica fueron cargos suficientes para ser encarcelado y fusilado.
Nunca he estado tan cerca de Él
Durante su estancia en la cárcel, su esposa sólo pudo visitarle dos veces, para no ser víctima de las iras de los milicianos que campaban por las calles. La última de esas visitas fue en la víspera de su muerte. Aquel día, don Ángel dijo a su esposa: «Creen que nos sacrifican, y no ven que nos glorifican. Nunca he estado tan cerca de Jesús como al ver que me tratan como a Él». Y ella, después de confortar junto a su marido a otros presos desesperados, le confesó: «Si no me matan a mí también, te prometo ingresar en el convento».
Efectivamente, tras la muerte de su marido y un periplo para huir de Murcia, se consagró a Dios. Lo que no podía imaginar María Séiquer es que no entraría en un convento, sino que, terminada la Guerra y de regreso a Murcia, levantaría uno en el que había sido su domicilio conyugal, y que ésa sería la primera casa de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado.
Salvar la vida a los asesinos
Las dificultades para fundar la nueva Congregación fueron muchas, pero el mayor obstáculo fue el rencor y el miedo de sus vecinos. Algunas mujeres de la época recorrían las cárceles para denunciar a los asesinos de sus maridos e hijos. María, sin embargo, optó por el camino del perdón: «Perdono a todos mis enemigos, te pido por ellos y avivo el deseo de perdonar a todos los que me hicieron mal», dejó escrito.
Desde la congregación, se ocupó de educar niños, alimentar a los pobres y visitar a los ancianos y enfermos de los pueblos cercanos. Y como entre ellos estaban los asesinos de su marido, envió a sus monjas a anunciar que en el convento se asistía a todos y nadie sería denunciado al ir a pedir ayuda.
En el pueblo de Santo Ángel, por ejemplo, «casi todas las familias eran cómplices de la muerte de Ángel; la casa la destrozaron y se llevaron los muebles», pero ése fue su pueblo preferido para evangelizar.
Aunque se negaba a dar publicidad a estos episodios, numerosos testigos dieron su testimonio para la Causa de beatificación, que está en proceso de estudio. Por ellos se sabe que atendió, hasta su muerte, a una de las mujeres que denunció a su marido; que veía sus muebles en las casas de algunos enfermos y jamás los reclamó; que cuidó a los hijos del miliciano que arrastró por las calles el cadáver de don Ángel, sabiendo quiénes eran; y que se presentaba con frecuencia ante el Juzgado para exigir que no se tramitasen los sumarios de los asesinos que habían sido capturados, hasta que logró salvarlos de ser ejecutados.
En sus escritos y oraciones está el secreto de esta vida increíble, que llevó a la Congregación a extenderse por España y América: «Sólo he hecho lo que me enseñó Cristo: Perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Si su historia fuese llevada al cine, la tacharían de increíble. Porque, en verdad, cuesta creer que una mujer no sólo no guarde rencor a los asesinos de su marido, sino que dedique el resto de su vida a cuidar, alimentar y educar a los más pobres, y a las familias de quienes fusilaron a su esposo. Sin embargo, así fue la vida de María Séiquer Gayá, una murciana que, tras sufrir la pérdida de su marido en un paseo de la Guerra Civil, se consagró a Dios y fundó la Congregación de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado, desde la que cuidó a los artífices de su desgracia.
Su vida había sido la de una joven como cualquier otra: aficionada a montar a caballo, de familia cristiana y casada con un otorrino, don Ángel Romero, conocido entre sus vecinos por su honradez y su predisposición a ayudar a los demás. Y entonces estalló la guerra.
Cuando, en mayo de 1931, los republicanos empezaron a incendiar conventos e iglesias (con sus curas y monjas dentro), don Ángel decidió entrar en política: «Hay que defender la religión», decía. Pero, tras el levantamiento del 18 de julio, su pertenencia a la CEDA y su fe católica fueron cargos suficientes para ser encarcelado y fusilado.
Nunca he estado tan cerca de Él
Durante su estancia en la cárcel, su esposa sólo pudo visitarle dos veces, para no ser víctima de las iras de los milicianos que campaban por las calles. La última de esas visitas fue en la víspera de su muerte. Aquel día, don Ángel dijo a su esposa: «Creen que nos sacrifican, y no ven que nos glorifican. Nunca he estado tan cerca de Jesús como al ver que me tratan como a Él». Y ella, después de confortar junto a su marido a otros presos desesperados, le confesó: «Si no me matan a mí también, te prometo ingresar en el convento».
Efectivamente, tras la muerte de su marido y un periplo para huir de Murcia, se consagró a Dios. Lo que no podía imaginar María Séiquer es que no entraría en un convento, sino que, terminada la Guerra y de regreso a Murcia, levantaría uno en el que había sido su domicilio conyugal, y que ésa sería la primera casa de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado.
Salvar la vida a los asesinos
Las dificultades para fundar la nueva Congregación fueron muchas, pero el mayor obstáculo fue el rencor y el miedo de sus vecinos. Algunas mujeres de la época recorrían las cárceles para denunciar a los asesinos de sus maridos e hijos. María, sin embargo, optó por el camino del perdón: «Perdono a todos mis enemigos, te pido por ellos y avivo el deseo de perdonar a todos los que me hicieron mal», dejó escrito.
Desde la congregación, se ocupó de educar niños, alimentar a los pobres y visitar a los ancianos y enfermos de los pueblos cercanos. Y como entre ellos estaban los asesinos de su marido, envió a sus monjas a anunciar que en el convento se asistía a todos y nadie sería denunciado al ir a pedir ayuda.
En el pueblo de Santo Ángel, por ejemplo, «casi todas las familias eran cómplices de la muerte de Ángel; la casa la destrozaron y se llevaron los muebles», pero ése fue su pueblo preferido para evangelizar.
Aunque se negaba a dar publicidad a estos episodios, numerosos testigos dieron su testimonio para la Causa de beatificación, que está en proceso de estudio. Por ellos se sabe que atendió, hasta su muerte, a una de las mujeres que denunció a su marido; que veía sus muebles en las casas de algunos enfermos y jamás los reclamó; que cuidó a los hijos del miliciano que arrastró por las calles el cadáver de don Ángel, sabiendo quiénes eran; y que se presentaba con frecuencia ante el Juzgado para exigir que no se tramitasen los sumarios de los asesinos que habían sido capturados, hasta que logró salvarlos de ser ejecutados.
En sus escritos y oraciones está el secreto de esta vida increíble, que llevó a la Congregación a extenderse por España y América: «Sólo he hecho lo que me enseñó Cristo: Perdónalos, porque no saben lo que hacen».
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