Una auténtica «memoria histórica»
Ante el plan «progre» de socavar nuestras raíces cristianas, la auténtica historia de los moriscos
Hace poco, una cadena humana recorrió las calles de Córdoba para pedir el Príncipe de Asturias para los musulmanes expulsados hace cuatro siglos. El acto se enmarca dentro de la estrategia de la izquierda progresista para socavar las raíces cristianas de España. Aquí va la auténtica historia de los moriscos.
El 29 de julio de 1236 Fernando III de Castilla hizo su entrada triunfal en la ciudad de Córdoba, cabeza del califato y símbolo de la España musulmana. A diferencia de conquistas anteriores, Fernando exigió a sus moradores que, a riesgo de sus propias vidas, abandonasen la ciudad de inmediato. Los atemorizados cordobeses buscaron refugio en Sevilla y otras ciudades de la vega baja del Guadalquivir, pero el castellano, que estaba de racha, se plantó allí pocos años después actuando de idéntica manera. En sólo un reinado conquistó media Andalucía y no tuvo que retroceder ni un paso porque la había vaciado literalmente de moros.
El rey sabía que si quería consolidar sus victorias no podía permitirse el lujo de dejar en la retaguardia bolsas de enemigos potenciales que, al primer descuido, montasen una revuelta contra el dominio castellano. Sólo hizo una excepción con la ciudad de Murcia y ésta se levantó apenas veinte años después de haber sido conquistada. Jaime I de Aragón tuvo que sofocar la rebelión y, esta vez sí, acabar la tarea repoblando la huerta con colonos catalanes y aragoneses.
Esta táctica de largar a los que había y poner colonos llegados del norte funcionó a la perfección. A excepción del fugaz episodio murciano, ninguna de las ciudades recobradas por Castilla durante los siglos XIII y XIV se perdió posteriormente. Pero la sabia lección se olvidó con el tiempo. Cuando los Reyes Católicos conquistaron Granada a finales del siglo XV, aceptaron que la mayor parte de la población se quedase donde estaba. Probablemente Isabel y Fernando pensaban que, dada su insignificancia, y con los medios de persuasión con los que contaba la recrecida Corona, estos moros dejarían de serlo de grado o por la fuerza en un par de generaciones.
Apoyo a los piratas berberiscos
No fue así. A pesar de los bautismos en masa, de las prédicas constantes de los misioneros y de la vigilancia religiosa, los moros siguieron practicando el islam en su refugio de la inaccesible Alpujarra. Pero su tiempo no sólo lo invertían en tan pías dedicaciones. Animados por la cercanía de África, empezó a correr entre ellos el mito de que más pronto que tarde desde allí llegaría un caudillo moro, un tal Alfatim, que a lomos de un caballo verde los libraría de la odiosa opresión cristiana. Muchos creían ver a ese caudillo en las incursiones de los piratas berberiscos en la costa española, así que ayudaron todo lo posible para que éstas fuesen más numerosas y destructivas.
La rebelión en la Alpujarra de Granada
No contentos con echar una mano a los piratas, en 1568 se produjo un levantamiento a gran escala en la Alpujarra granadina. El papel de Alfatim lo interpretó Aben Humeya, en el siglo Fernando de Valor y Córdoba, que se echó al monte con una cuadrilla de moriscos y consiguió poner en pie de guerra toda la Alpujarra. La rebelión duró tres años, durante los cuales el ejército de Felipe II, entonces el más poderoso del mundo, tuvo que emplearse a fondo para sofocarlo. A su término los moriscos de la Alpujarra fueron trasladados a otras zonas del reino para que, privados de sus redes de apoyo y de la propaganda de los imanes, no volviesen a liarla.
Conspiraciones en Valencia contra el reino
Pero no sólo había moriscos en Granada. En el Levante quedaba una numerosa comunidad que, en su momento, no había sido expulsada por la crónica escualidez demográfica que arrastraba la Corona de Aragón. Estos moriscos valencianos constituían aproximadamente un tercio de la población y no hacían sino aumentar en número e importancia económica. El rey sobrellevaba la existencia de esta morería irregular porque sus miembros pagaban buenos impuestos y eran diestros cultivando la tierra. La manzana, sin embargo, tenía su gusano. Al abrigo de su creciente número y con la cabeza lavada por alfaquíes que vivían entre ellos, empezaron a conspirar contra el reino que se había mostrado tan tolerante con ellos.
Quinta columna de la piratería berberisca
Durante siglos la piratería berberisca fue el gran azote de la costa española. Las expediciones se montaban en el norte de África, en puertos como Argel, Orán o Bujía. La flota real trató de poner coto a la amenaza por la vía militar tomado al asalto las plazas, pero eran demasiadas leguas de costa y muchos los candidatos en apuntarse a tan lucrativo negocio. En España la comunidad morisca ejercía de quinta columna en territorio enemigo. Señalaban los lugares de desembarco y se apuntaban al saqueo si era menester. Iban, además, más sobrados de motivos que los argelinos para vengarse con toda su furia de los cristianos que, a fin de cuentas, les habían arrebatado su Al Ándalus en tiempos no tan lejanos.
¿Por qué fueron expulsados?
Y no era ése su único peligro. Los franceses, que se casaban con cualquiera que pudiese fastidiar a España, miraban la posibilidad de utilizar a los moriscos como punta de lanza para abrirle a su archienemigo un frente interno. Así, con las guerras de religión en pleno apogeo, el inacabable conflicto de Flandes, los problemas en Italia, la campaña de Inglaterra, las traiciones de Francia, los litigios marítimos con Portugal, la amenaza turca y la conquista de las Indias, lo último que podía permitirse el Habsburgo español era una guerra intestina de imprevisibles consecuencias y necesariamente destructiva.
Ésta fue la razón por la que, después de estudiarlo durante cerca de veinte años, los moriscos fueron expulsados de España. Fue en 1609 y no se hizo de un modo precipitado como cabría suponer en un país como el nuestro. Empezó en Valencia, se continuó por Aragón y finalmente Cataluña. Desmontada la morería aragonesa, se procedió a la castellana, mucho menor y más dispersa por todo el reino tras la rebelión alpujarreña. Para 1614 no quedaba un solo morisco en todo el país. La ley les había permitido llevarse los bienes muebles, no así los inmuebles, que pasaron a engrosar el patrimonio de la nobleza en concepto de indemnización. En total se calcula que salieron entre 300.000 y 350.000, la mayor parte provenientes de Aragón y Valencia. Un número algo mayor al de judíos que, poco más de un siglo antes, habían sido expulsados, aunque aquella vez por motivos estrictamente religiosos.
Sin ninguna intención de integración
La expulsión contó entonces con detractores, especialmente los aristócratas, que veían cómo se les escapaba una mano de obra abundante, barata y disponible. El grueso de la población la recibió con alborozo y, en algunas zonas, hasta con alivio. La comunidad morisca no sólo se había demostrado inasimilable desde el punto de vista religioso y cultural, sino que suponía una espada de Damocles balanceándose inestable sobre la piel de toro. La mayor parte de los moriscos apenas hablaba romance y seguía practicando el islam a su manera. No tenían, por añadidura, ninguna intención de integrarse.
Traicionados por sus líderes, creyéndose sus propias patrañas, cometieron un error tras otro durante el siglo XVI. En la rebelión de las Alpujarras, por ejemplo, no escatimaron violencia contra los cristianos, profanaron las iglesias y se cebaron con los sacerdotes y frailes que cayeron en sus manos. Esto sucedió 80 años después de la conquista de Granada, tiempo que habían dedicado a rumiar odios y preparar el desquite. En Levante la comunidad no era tan belicosa, pero jamás hizo por la labor de fundirse en la ya por entonces centenaria sociedad cristiana del Reino de Valencia.
El peligro del anacronismo
Visto desde nuestro siglo, la expulsión de 300.000 personas quizá nos parezca una atrocidad, y probablemente lo sea, pero los hechos históricos no pueden juzgarse de un modo anacrónico, es decir, que no podemos emplear nuestro prisma ni nuestra escala de valores actual para emitir un veredicto sobre lo que pasó hace 400 años. Si lo hacemos, cometeremos un error de bulto y correremos el riesgo de no entender absolutamente nada de lo que sucedió antes de nuestra llegada al mundo. En cualquier otro país de Europa -no digamos ya del África musulmana-, una comunidad como la morisca hubiese sido expulsada sin contemplaciones cuando no, en tiempos y lugares más recios, diezmada por pogromos y persecuciones.
Los moriscos fueron el último aliento del islam en España del mismo modo que los mozárabes fueron los restos de la Hispania romana en Al Ándalus. Ambas comunidades quedaron aisladas primero y, finalmente, se perdieron en el devenir de la Historia. Intentar traer al presente a los moriscos reivindicando su causa es, por lo tanto, como aplicar un electroshock a una momia con la esperanza de que ésta resucite. Por más que lo hagamos, no resucitará y esto debe quedarnos claro; el conocimiento de la Historia sirve para muchas cosas, entre las que no figura recrearse en ella para inventarse el presente.
El rey sabía que si quería consolidar sus victorias no podía permitirse el lujo de dejar en la retaguardia bolsas de enemigos potenciales que, al primer descuido, montasen una revuelta contra el dominio castellano. Sólo hizo una excepción con la ciudad de Murcia y ésta se levantó apenas veinte años después de haber sido conquistada. Jaime I de Aragón tuvo que sofocar la rebelión y, esta vez sí, acabar la tarea repoblando la huerta con colonos catalanes y aragoneses.
Esta táctica de largar a los que había y poner colonos llegados del norte funcionó a la perfección. A excepción del fugaz episodio murciano, ninguna de las ciudades recobradas por Castilla durante los siglos XIII y XIV se perdió posteriormente. Pero la sabia lección se olvidó con el tiempo. Cuando los Reyes Católicos conquistaron Granada a finales del siglo XV, aceptaron que la mayor parte de la población se quedase donde estaba. Probablemente Isabel y Fernando pensaban que, dada su insignificancia, y con los medios de persuasión con los que contaba la recrecida Corona, estos moros dejarían de serlo de grado o por la fuerza en un par de generaciones.
Apoyo a los piratas berberiscos
No fue así. A pesar de los bautismos en masa, de las prédicas constantes de los misioneros y de la vigilancia religiosa, los moros siguieron practicando el islam en su refugio de la inaccesible Alpujarra. Pero su tiempo no sólo lo invertían en tan pías dedicaciones. Animados por la cercanía de África, empezó a correr entre ellos el mito de que más pronto que tarde desde allí llegaría un caudillo moro, un tal Alfatim, que a lomos de un caballo verde los libraría de la odiosa opresión cristiana. Muchos creían ver a ese caudillo en las incursiones de los piratas berberiscos en la costa española, así que ayudaron todo lo posible para que éstas fuesen más numerosas y destructivas.
La rebelión en la Alpujarra de Granada
No contentos con echar una mano a los piratas, en 1568 se produjo un levantamiento a gran escala en la Alpujarra granadina. El papel de Alfatim lo interpretó Aben Humeya, en el siglo Fernando de Valor y Córdoba, que se echó al monte con una cuadrilla de moriscos y consiguió poner en pie de guerra toda la Alpujarra. La rebelión duró tres años, durante los cuales el ejército de Felipe II, entonces el más poderoso del mundo, tuvo que emplearse a fondo para sofocarlo. A su término los moriscos de la Alpujarra fueron trasladados a otras zonas del reino para que, privados de sus redes de apoyo y de la propaganda de los imanes, no volviesen a liarla.
Conspiraciones en Valencia contra el reino
Pero no sólo había moriscos en Granada. En el Levante quedaba una numerosa comunidad que, en su momento, no había sido expulsada por la crónica escualidez demográfica que arrastraba la Corona de Aragón. Estos moriscos valencianos constituían aproximadamente un tercio de la población y no hacían sino aumentar en número e importancia económica. El rey sobrellevaba la existencia de esta morería irregular porque sus miembros pagaban buenos impuestos y eran diestros cultivando la tierra. La manzana, sin embargo, tenía su gusano. Al abrigo de su creciente número y con la cabeza lavada por alfaquíes que vivían entre ellos, empezaron a conspirar contra el reino que se había mostrado tan tolerante con ellos.
Quinta columna de la piratería berberisca
Durante siglos la piratería berberisca fue el gran azote de la costa española. Las expediciones se montaban en el norte de África, en puertos como Argel, Orán o Bujía. La flota real trató de poner coto a la amenaza por la vía militar tomado al asalto las plazas, pero eran demasiadas leguas de costa y muchos los candidatos en apuntarse a tan lucrativo negocio. En España la comunidad morisca ejercía de quinta columna en territorio enemigo. Señalaban los lugares de desembarco y se apuntaban al saqueo si era menester. Iban, además, más sobrados de motivos que los argelinos para vengarse con toda su furia de los cristianos que, a fin de cuentas, les habían arrebatado su Al Ándalus en tiempos no tan lejanos.
¿Por qué fueron expulsados?
Y no era ése su único peligro. Los franceses, que se casaban con cualquiera que pudiese fastidiar a España, miraban la posibilidad de utilizar a los moriscos como punta de lanza para abrirle a su archienemigo un frente interno. Así, con las guerras de religión en pleno apogeo, el inacabable conflicto de Flandes, los problemas en Italia, la campaña de Inglaterra, las traiciones de Francia, los litigios marítimos con Portugal, la amenaza turca y la conquista de las Indias, lo último que podía permitirse el Habsburgo español era una guerra intestina de imprevisibles consecuencias y necesariamente destructiva.
Ésta fue la razón por la que, después de estudiarlo durante cerca de veinte años, los moriscos fueron expulsados de España. Fue en 1609 y no se hizo de un modo precipitado como cabría suponer en un país como el nuestro. Empezó en Valencia, se continuó por Aragón y finalmente Cataluña. Desmontada la morería aragonesa, se procedió a la castellana, mucho menor y más dispersa por todo el reino tras la rebelión alpujarreña. Para 1614 no quedaba un solo morisco en todo el país. La ley les había permitido llevarse los bienes muebles, no así los inmuebles, que pasaron a engrosar el patrimonio de la nobleza en concepto de indemnización. En total se calcula que salieron entre 300.000 y 350.000, la mayor parte provenientes de Aragón y Valencia. Un número algo mayor al de judíos que, poco más de un siglo antes, habían sido expulsados, aunque aquella vez por motivos estrictamente religiosos.
Sin ninguna intención de integración
La expulsión contó entonces con detractores, especialmente los aristócratas, que veían cómo se les escapaba una mano de obra abundante, barata y disponible. El grueso de la población la recibió con alborozo y, en algunas zonas, hasta con alivio. La comunidad morisca no sólo se había demostrado inasimilable desde el punto de vista religioso y cultural, sino que suponía una espada de Damocles balanceándose inestable sobre la piel de toro. La mayor parte de los moriscos apenas hablaba romance y seguía practicando el islam a su manera. No tenían, por añadidura, ninguna intención de integrarse.
Traicionados por sus líderes, creyéndose sus propias patrañas, cometieron un error tras otro durante el siglo XVI. En la rebelión de las Alpujarras, por ejemplo, no escatimaron violencia contra los cristianos, profanaron las iglesias y se cebaron con los sacerdotes y frailes que cayeron en sus manos. Esto sucedió 80 años después de la conquista de Granada, tiempo que habían dedicado a rumiar odios y preparar el desquite. En Levante la comunidad no era tan belicosa, pero jamás hizo por la labor de fundirse en la ya por entonces centenaria sociedad cristiana del Reino de Valencia.
El peligro del anacronismo
Visto desde nuestro siglo, la expulsión de 300.000 personas quizá nos parezca una atrocidad, y probablemente lo sea, pero los hechos históricos no pueden juzgarse de un modo anacrónico, es decir, que no podemos emplear nuestro prisma ni nuestra escala de valores actual para emitir un veredicto sobre lo que pasó hace 400 años. Si lo hacemos, cometeremos un error de bulto y correremos el riesgo de no entender absolutamente nada de lo que sucedió antes de nuestra llegada al mundo. En cualquier otro país de Europa -no digamos ya del África musulmana-, una comunidad como la morisca hubiese sido expulsada sin contemplaciones cuando no, en tiempos y lugares más recios, diezmada por pogromos y persecuciones.
Los moriscos fueron el último aliento del islam en España del mismo modo que los mozárabes fueron los restos de la Hispania romana en Al Ándalus. Ambas comunidades quedaron aisladas primero y, finalmente, se perdieron en el devenir de la Historia. Intentar traer al presente a los moriscos reivindicando su causa es, por lo tanto, como aplicar un electroshock a una momia con la esperanza de que ésta resucite. Por más que lo hagamos, no resucitará y esto debe quedarnos claro; el conocimiento de la Historia sirve para muchas cosas, entre las que no figura recrearse en ella para inventarse el presente.
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