Razones profundas de la victoria de Trump, de las que algunos analistas se empeñan en no enterarse
La victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre fue contundente, y según ha confesado en una entrevista posterior el presidente electo, la ex secretaria de Estado le confesó, cuando le llamó para admitir su derrota, sentirse muy afectada. Realmente ella ganó por 0,2% en número de votos, pero en votos electorales -los que deciden-, el resultado 306-232 es demoledor. Sobre todo, porque el candidato republicano se impuso en estados que llevaban lustros votando demócrata.
Es más, Trump (60.470.406, 47,05%) obtuvo un resultado comparable al de sus dos predecesores republicanos: medio millón de votos menos que Mitt Romney (60.933.504, 47,2%) en 2012 y medio millón de votos más que John McCain (59.948.323, 45,7%) en 2008. Lo cual demuestra la incapacidad del establishment en pleno para convencer al electorado, usando una potencia mediática jamás vista, de que la oferta y la persona de Hillary Clinton eran preferibles al candidato más denostado de la historia.
Pero 72 horas después de ese momento histórico de la victoria de Trump contra todos salvo contra (al menos) la mitad del pueblo, numerosos analistas continúan incurriendo en los mismos desenfoques que les impidieron prever el resultado, y primando factores variopintos con tal de excluir uno de los decisivos: la batalla de las ideas y la percepción de Clinton como exponente de una visión de la sociedad ajena a la tradición cristiana del país. Así ha percibido buena parte del electorado la presidencia de Barack Obama, y muchos votantes intuyeron que su continuación por Hillary Clinton podría hacerla desaparecer para siempre.
Por eso cobra especial valor el análisis publicado en ReL por Vidal Arranz (Valladolid, 1966), un periodista de larga trayectoria y oficio en los medios de Castilla y León, formando parte durante más de veinte años, como redactor y director, del diario El Mundo - Diario de Valladolid.
Vidal Arranz, un referente importante en los medios de comunicación castellanoleoneses.
Lo reproducimos a continuación para los lectores que aún no lo hayan leído:
La contrarrevolución de Trump
Los análisis sobre la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses han adolecido, en general, de la misma cortedad de miras que impidió a la prensa española e internacional comprender lo que estaba pasando. Los que han realizado un esfuerzo mayor de lucidez, para intentar entender antes que juzgar, suelen limitarse a interpretar su victoria como un síntoma del malestar provocado por la globalización, la crisis económica y la situación de incertidumbre derivada de un mundo en cambio y unas instituciones deslegitimadas. O, en todo caso, como expresión del fracaso de la era Obama.
No puede negarse que estos argumentos describen una realidad que puede haber influido en muchos votantes. El éxito de Trump en los estados del Medio Oeste, que en las últimas elecciones habían votado demócrata, pero que sufrieron los estragos de las deslocalizaciones, muy probablemente obedece, en buena medida, a esto. Pero tales análisis se limitan a poner el acento en aquello que une al populismo de Trump y a otros como el de Podemos, por ejemplo, minimizando aquello que los separa, que es,seguramente, lo más importante. Es la misma razón por la que la prensa española, tan comprensiva en general con el movimiento de los indignados y el 15M, así como con las mareas y los escraches, es incapaz de realizar un esfuerzo serio de entendimiento y de explicación del auge de la nueva derecha populista identitaria en Europa, a la que casi siempre despacha con etiquetas como extrema derecha o neofascista.
Quiero decir que, así como todo aquello que suena a malestar con el capitalismo, el neoliberalismo, la globalización o los recortes del Estado de Bienestar entra dentro de la capacidad de entendimiento de nuestros analistas, otros tipos de malestar les ponen muy nerviosos y se limitan a despacharlos con epítetos.
Y, sin embargo, es crucial entender que la victoria del candidato republicano no se ha apoyado solo en la crisis, o el rechazo a las élites económicas. Desde este punto de vista sería,en realidad,difícil de entender, dado que el balance de Barack Obama en este campo (con unos niveles muy bajos de paro, equivalentes casi al pleno empleo) es más que aceptable, incluso asumiendo que los trabajos nuevos, allí como en otras partes, sean peores que los viejos, e incluso aceptando que haya más desigualdad.
Por otra parte, la clave económica no explica el aspecto más sorprendente de la victoria de Donald Trump: su capacidad para imponerse a la opinión radicalmente contraria de la inmensa mayoría de los medios de comunicación, incluidos Hollywood y el mundo de la música. Los analistas que se apoyan sobre todo en la pérdida de bienestar material se limitan a sugerir que la gente le ha apoyado “a pesar de” sus extravagancias, sus groserías y su zafiedad. Pero ese es un juicio hecho desde los parámetros de la corrección política. Si hubiera ocurrido así, francamente sería difícil de creer que los electores se hubieran tragado un sapo de tal calibre. Es más, sería incluso difícil entender de dónde nace la confianza, y la esperanza, que este hombre ha despertado entre sus votantes. A lo más que llegan los analistas de la corrección política, o afines, es a aceptar que puede haberles seducido su naturalidad, su desparpajo y su contundencia contra las élites. Vale. Todo eso está ahí también. Pero hay que ir más allá.
Medios como ReL se cuentan entre los pocos que han introducido la clave religiosa en el análisis de estos comicios. Pero quizás convenga precisar que hablamos de lo religioso en su dimensión cultural, social y pública, no tanto en su faceta más vivencial o personal. Me parece de sumo interés para abordar esta cuestión la entrevista publicada por Navarra Confidencial con el ex analista de la CIA y oficial de operaciones del Pentágono Roniel Aledo. Este militar norteamericano, que actualmente reside en España, explica con claridad cómo lo que el nuevo presidente Trump propone es una “contrarrevolución” que debe enmarcarse en el contexto de una ‘guerra cultural’ que Occidente libra desde hace 40 años, pero que ha presentado sus perfiles más ariscos en los últimos 8 años de la era Obama.
Aledo simplifica la cuestión al referirse a un combate entre el marxismo cultural heredero de la Escuela de Frankfurt y el pensamiento conservador de quienes creen en las verdades de la religión y/o en la ley natural. Insisto, es una simplificación, pero me parece que sirve para entender la naturaleza del conflicto, y también para atisbar, como luego intentaré explicar, los riesgos que conlleva la solución que Trump encarna. Que, por otra parte, son los riesgos característicos de todo movimiento de reacción.
Aledo no habla de causas económicas y directamente fundamenta la victoria del republicano en razones culturales. Según su visión, “Trump supo ganarse a la mayoría silenciosa, a la gente que conserva estilos de vida tradicionales. Estas personas son rechazadas, asfixiadas, relegadas y burladas por las élites de las grandes ciudades”. Unas élites que están “bajo la influencia y el adoctrinamiento constante de los medios de comunicación, la prensa, el cine, la educación, completamente izquierdistas, favorecedora del Marxismo Cultural y la Escuela de Frankfurt (Adorno, Marcuse, Fromm, etc.)”. El problema, por tanto, no es de ahora, sino que viene de 40 años de “adoctrinamiento”, agravado por los 8 últimos, en los que Obama impuso una “violentísima y radicalísima ingeniería social y cultural”. Esto puede ser difícil de entender en España, donde el todavía presidente es considerado un moderado y un hombre ecuánime, pero la explicación que reproduzco a continuación quizás permita entenderlo un poco mejor porque en ella, además, Aledo describe unas realidades que empiezan a ser cada vez más familiares también aquí, en España: “La gente con sentido común se vio rodeada, oprimida, machacada por la Dictadura de lo Políticamente Correcto, por el mazo implacable del Marxismo Cultural. Esta gente machacada y oprimida vio cómo, en poco tiempo, lo que sus padres y abuelos pensaban se convertía, bajo Obama, en ¨crimen de odio¨, en ¨racismo¨, y en ¨fobias¨. Estas personas de sentido común vieron cómo pensar y hablar lo que la América Cristiana siempre había pensado y dicho era semi o pseudo ilegal”.
Por todo ello, “estas personas vieron en Trump su válvula de escape. Una persona que hablaba con el sentido común de siempre y que se atrevía a decir lo que todos opinan, lo que todos piensan, pero que nadie se atreve a decir para evitar el mazo de la dictadura de lo políticamente correcto”. Según Aledo, mientras Podemos es fruto de la ira popular contra los efectos de la crisis, el éxito de Trump se apoya en otra ira. “La ira de la mayoría silenciosa de EEUU, aplastada y humillada por las élites de Hollywood, los marxistoides profesores universitarios, los ‘gay pride parades’, las Femen, la televisión y las grandes cadenas de noticias llevó a Trump a crear un verdadero movimiento que yo considero una auténtica Contrarrevolución cultural”.
Por eso, porque se trata de una guerra cultural, y no tanto una guerra de vivencias, Trump era el mejor candidato posible, según este analista. Y es que “si bien había candidatos con vidas privadas más de acuerdo a la moral cristiana, sólo Trump representaba la Némesis del Marxismo Cultural”. Y así, citando al gran historiador católico H. W. Crooker, describe a Trump como el ‘exorcista’ de lo Políticamente Correcto. Y parafraseando al escritor australiano católico Blaise Joseph, lo presenta como “un nuevo emperador Constantino, en el sentido de que, sin ser un cristiano devoto, sólo él podía destruir el marxismo cultural y así ayudar al cristianismo”.
El análisis de Aledo tiene el acierto y la agudeza de colocar el fenómeno Trump en el contexto de una guerra cultural real, aunque soterrada, que, en efecto, la inmensa mayoría de los medios de comunicación, también aquí, ignoran, desprecian o no entienden. Esta sería en Estados Unidos una de las bases esenciales del rechazo a las élites; un tipo de rechazo distinto del que suele teorizarse en España, y que aquí se vincula, casi únicamente, con la corrupción. No obstante, he de decir que me parece más acertado el enfoque español de esta ‘guerra cultural’ pues focaliza el problema en algo tan preciso y concreto como la “ideología de género”, en vez de en algo tan amplio y diverso como el “marxismo cultural”, y lo hace, al tiempo, sin ignorar que existe una relación entre uno y la otra, pero no una identidad.
Pero me parece importante destacar que nuestro rechazo a esa dictadura blanda de la corrección política, que tiene su máxima expresión en las imposiciones legislativas, el laicismo radical, y los ataques a la libertad religiosa y de opinión, no deberían llevarnos a despachar, de un plumazo, como “cultura enemiga” a todos los pensadores que Aledo cita, y a otros muchos que podrían mencionarse. La división del mundo cultural que realiza este ex analista de la CIA, y que probablemente compartan muchos seguidores de Trump, es tan abrupta y radical que da miedo.
El concepto mismo de guerra cultural es siempre problemático, porque las palabras “guerra” y “cultura” son, o deberían ser, antitéticas. Que vayan juntas es, por definición, síntoma de un fracaso al que no nos podemos resignar. Pero que, en ocasiones, también es imposible de evitar, porque lo que no puede negarse es la evidencia. Y la evidencia es que, hoy, la agresión no ha sido desatada por el campo conservador -como sí ha ocurrido en otras épocas de la historia, algunas bien recientes- sino por la radicalidad de un ‘progresismo’ que no se ha conformado con las tablas de la tolerancia, sino que ha buscado, a toda costa, una victoria que conlleva aplastamiento, sometimiento y humillación. El intento de procesamiento del cardenal Cañizares, aunque fallido, es la mejor expresión de ese afán de doblegar la disidencia.
El problema de los movimientos extremos, ya sean estos revolucionarios o contrarrevolucionarios, es que nos sumergen en un escenario en el que siempre sufren los matices, las terceras vías, las posiciones ponderadas y, en última instancia, la sensatez. Y este riesgo late también tras la victoria de Donald Trump. Quizás el nuevo presidente pueda ser un instrumento útil que frene un proceso envenenado, que ha generado una situación de confrontación a la que nunca deberíamos haber llegado, pero es imprescindible que no cedamos a la tentación de caer en un nuevo espíritu de revancha que nos sumergiría en una espiral sin fin.
El objetivo de quienes nos oponemos a las imposiciones de la ideología de género, al menos aquí en España, debería ser recomponer unos acuerdos básicos de convivencia (basados en las ideas de tolerancia, pluralismo y respeto de las diferencias) que hasta hace no tanto existían y que se han roto. Sería una buena noticia que el impulso del ‘trumpismo’ pudiera ayudar a eso, aunque no será nada fácil, dada la negativa del ‘establishment’ español a aceptar ni siquiera la existencia de un problema.
La gran lección de la victoria de Trump debería ser justamente esa: si uno cierra los ojos a la sensibilidad de una parte amplia de la población, más pronto o más tarde se encontrará con una reacción virulenta y descarnada. Que puede, o no, asentarse y reconducirse una vez que llega al poder. Por ello me parece que sería un error grave responder al arrogante desprecio general provocado por el nuevo presidente norteamericano con un exceso de euforia irresponsable que no tome en consideración los riesgos reales y las incertidumbres que tal figura despierta. El gobierno de Trump abre algunas ventanas de oportunidad, en relación con la brecha social abierta por la corrección política en materias como la libertad religiosa y el aborto, pero hay que estar alerta para no terminar justificando otras formas indeseables de desmesura.
Es más, Trump (60.470.406, 47,05%) obtuvo un resultado comparable al de sus dos predecesores republicanos: medio millón de votos menos que Mitt Romney (60.933.504, 47,2%) en 2012 y medio millón de votos más que John McCain (59.948.323, 45,7%) en 2008. Lo cual demuestra la incapacidad del establishment en pleno para convencer al electorado, usando una potencia mediática jamás vista, de que la oferta y la persona de Hillary Clinton eran preferibles al candidato más denostado de la historia.
Pero 72 horas después de ese momento histórico de la victoria de Trump contra todos salvo contra (al menos) la mitad del pueblo, numerosos analistas continúan incurriendo en los mismos desenfoques que les impidieron prever el resultado, y primando factores variopintos con tal de excluir uno de los decisivos: la batalla de las ideas y la percepción de Clinton como exponente de una visión de la sociedad ajena a la tradición cristiana del país. Así ha percibido buena parte del electorado la presidencia de Barack Obama, y muchos votantes intuyeron que su continuación por Hillary Clinton podría hacerla desaparecer para siempre.
Por eso cobra especial valor el análisis publicado en ReL por Vidal Arranz (Valladolid, 1966), un periodista de larga trayectoria y oficio en los medios de Castilla y León, formando parte durante más de veinte años, como redactor y director, del diario El Mundo - Diario de Valladolid.
Vidal Arranz, un referente importante en los medios de comunicación castellanoleoneses.
Lo reproducimos a continuación para los lectores que aún no lo hayan leído:
La contrarrevolución de Trump
Los análisis sobre la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses han adolecido, en general, de la misma cortedad de miras que impidió a la prensa española e internacional comprender lo que estaba pasando. Los que han realizado un esfuerzo mayor de lucidez, para intentar entender antes que juzgar, suelen limitarse a interpretar su victoria como un síntoma del malestar provocado por la globalización, la crisis económica y la situación de incertidumbre derivada de un mundo en cambio y unas instituciones deslegitimadas. O, en todo caso, como expresión del fracaso de la era Obama.
No puede negarse que estos argumentos describen una realidad que puede haber influido en muchos votantes. El éxito de Trump en los estados del Medio Oeste, que en las últimas elecciones habían votado demócrata, pero que sufrieron los estragos de las deslocalizaciones, muy probablemente obedece, en buena medida, a esto. Pero tales análisis se limitan a poner el acento en aquello que une al populismo de Trump y a otros como el de Podemos, por ejemplo, minimizando aquello que los separa, que es,seguramente, lo más importante. Es la misma razón por la que la prensa española, tan comprensiva en general con el movimiento de los indignados y el 15M, así como con las mareas y los escraches, es incapaz de realizar un esfuerzo serio de entendimiento y de explicación del auge de la nueva derecha populista identitaria en Europa, a la que casi siempre despacha con etiquetas como extrema derecha o neofascista.
Quiero decir que, así como todo aquello que suena a malestar con el capitalismo, el neoliberalismo, la globalización o los recortes del Estado de Bienestar entra dentro de la capacidad de entendimiento de nuestros analistas, otros tipos de malestar les ponen muy nerviosos y se limitan a despacharlos con epítetos.
Y, sin embargo, es crucial entender que la victoria del candidato republicano no se ha apoyado solo en la crisis, o el rechazo a las élites económicas. Desde este punto de vista sería,en realidad,difícil de entender, dado que el balance de Barack Obama en este campo (con unos niveles muy bajos de paro, equivalentes casi al pleno empleo) es más que aceptable, incluso asumiendo que los trabajos nuevos, allí como en otras partes, sean peores que los viejos, e incluso aceptando que haya más desigualdad.
Por otra parte, la clave económica no explica el aspecto más sorprendente de la victoria de Donald Trump: su capacidad para imponerse a la opinión radicalmente contraria de la inmensa mayoría de los medios de comunicación, incluidos Hollywood y el mundo de la música. Los analistas que se apoyan sobre todo en la pérdida de bienestar material se limitan a sugerir que la gente le ha apoyado “a pesar de” sus extravagancias, sus groserías y su zafiedad. Pero ese es un juicio hecho desde los parámetros de la corrección política. Si hubiera ocurrido así, francamente sería difícil de creer que los electores se hubieran tragado un sapo de tal calibre. Es más, sería incluso difícil entender de dónde nace la confianza, y la esperanza, que este hombre ha despertado entre sus votantes. A lo más que llegan los analistas de la corrección política, o afines, es a aceptar que puede haberles seducido su naturalidad, su desparpajo y su contundencia contra las élites. Vale. Todo eso está ahí también. Pero hay que ir más allá.
Medios como ReL se cuentan entre los pocos que han introducido la clave religiosa en el análisis de estos comicios. Pero quizás convenga precisar que hablamos de lo religioso en su dimensión cultural, social y pública, no tanto en su faceta más vivencial o personal. Me parece de sumo interés para abordar esta cuestión la entrevista publicada por Navarra Confidencial con el ex analista de la CIA y oficial de operaciones del Pentágono Roniel Aledo. Este militar norteamericano, que actualmente reside en España, explica con claridad cómo lo que el nuevo presidente Trump propone es una “contrarrevolución” que debe enmarcarse en el contexto de una ‘guerra cultural’ que Occidente libra desde hace 40 años, pero que ha presentado sus perfiles más ariscos en los últimos 8 años de la era Obama.
Aledo simplifica la cuestión al referirse a un combate entre el marxismo cultural heredero de la Escuela de Frankfurt y el pensamiento conservador de quienes creen en las verdades de la religión y/o en la ley natural. Insisto, es una simplificación, pero me parece que sirve para entender la naturaleza del conflicto, y también para atisbar, como luego intentaré explicar, los riesgos que conlleva la solución que Trump encarna. Que, por otra parte, son los riesgos característicos de todo movimiento de reacción.
Aledo no habla de causas económicas y directamente fundamenta la victoria del republicano en razones culturales. Según su visión, “Trump supo ganarse a la mayoría silenciosa, a la gente que conserva estilos de vida tradicionales. Estas personas son rechazadas, asfixiadas, relegadas y burladas por las élites de las grandes ciudades”. Unas élites que están “bajo la influencia y el adoctrinamiento constante de los medios de comunicación, la prensa, el cine, la educación, completamente izquierdistas, favorecedora del Marxismo Cultural y la Escuela de Frankfurt (Adorno, Marcuse, Fromm, etc.)”. El problema, por tanto, no es de ahora, sino que viene de 40 años de “adoctrinamiento”, agravado por los 8 últimos, en los que Obama impuso una “violentísima y radicalísima ingeniería social y cultural”. Esto puede ser difícil de entender en España, donde el todavía presidente es considerado un moderado y un hombre ecuánime, pero la explicación que reproduzco a continuación quizás permita entenderlo un poco mejor porque en ella, además, Aledo describe unas realidades que empiezan a ser cada vez más familiares también aquí, en España: “La gente con sentido común se vio rodeada, oprimida, machacada por la Dictadura de lo Políticamente Correcto, por el mazo implacable del Marxismo Cultural. Esta gente machacada y oprimida vio cómo, en poco tiempo, lo que sus padres y abuelos pensaban se convertía, bajo Obama, en ¨crimen de odio¨, en ¨racismo¨, y en ¨fobias¨. Estas personas de sentido común vieron cómo pensar y hablar lo que la América Cristiana siempre había pensado y dicho era semi o pseudo ilegal”.
Por todo ello, “estas personas vieron en Trump su válvula de escape. Una persona que hablaba con el sentido común de siempre y que se atrevía a decir lo que todos opinan, lo que todos piensan, pero que nadie se atreve a decir para evitar el mazo de la dictadura de lo políticamente correcto”. Según Aledo, mientras Podemos es fruto de la ira popular contra los efectos de la crisis, el éxito de Trump se apoya en otra ira. “La ira de la mayoría silenciosa de EEUU, aplastada y humillada por las élites de Hollywood, los marxistoides profesores universitarios, los ‘gay pride parades’, las Femen, la televisión y las grandes cadenas de noticias llevó a Trump a crear un verdadero movimiento que yo considero una auténtica Contrarrevolución cultural”.
Por eso, porque se trata de una guerra cultural, y no tanto una guerra de vivencias, Trump era el mejor candidato posible, según este analista. Y es que “si bien había candidatos con vidas privadas más de acuerdo a la moral cristiana, sólo Trump representaba la Némesis del Marxismo Cultural”. Y así, citando al gran historiador católico H. W. Crooker, describe a Trump como el ‘exorcista’ de lo Políticamente Correcto. Y parafraseando al escritor australiano católico Blaise Joseph, lo presenta como “un nuevo emperador Constantino, en el sentido de que, sin ser un cristiano devoto, sólo él podía destruir el marxismo cultural y así ayudar al cristianismo”.
El análisis de Aledo tiene el acierto y la agudeza de colocar el fenómeno Trump en el contexto de una guerra cultural real, aunque soterrada, que, en efecto, la inmensa mayoría de los medios de comunicación, también aquí, ignoran, desprecian o no entienden. Esta sería en Estados Unidos una de las bases esenciales del rechazo a las élites; un tipo de rechazo distinto del que suele teorizarse en España, y que aquí se vincula, casi únicamente, con la corrupción. No obstante, he de decir que me parece más acertado el enfoque español de esta ‘guerra cultural’ pues focaliza el problema en algo tan preciso y concreto como la “ideología de género”, en vez de en algo tan amplio y diverso como el “marxismo cultural”, y lo hace, al tiempo, sin ignorar que existe una relación entre uno y la otra, pero no una identidad.
Pero me parece importante destacar que nuestro rechazo a esa dictadura blanda de la corrección política, que tiene su máxima expresión en las imposiciones legislativas, el laicismo radical, y los ataques a la libertad religiosa y de opinión, no deberían llevarnos a despachar, de un plumazo, como “cultura enemiga” a todos los pensadores que Aledo cita, y a otros muchos que podrían mencionarse. La división del mundo cultural que realiza este ex analista de la CIA, y que probablemente compartan muchos seguidores de Trump, es tan abrupta y radical que da miedo.
El concepto mismo de guerra cultural es siempre problemático, porque las palabras “guerra” y “cultura” son, o deberían ser, antitéticas. Que vayan juntas es, por definición, síntoma de un fracaso al que no nos podemos resignar. Pero que, en ocasiones, también es imposible de evitar, porque lo que no puede negarse es la evidencia. Y la evidencia es que, hoy, la agresión no ha sido desatada por el campo conservador -como sí ha ocurrido en otras épocas de la historia, algunas bien recientes- sino por la radicalidad de un ‘progresismo’ que no se ha conformado con las tablas de la tolerancia, sino que ha buscado, a toda costa, una victoria que conlleva aplastamiento, sometimiento y humillación. El intento de procesamiento del cardenal Cañizares, aunque fallido, es la mejor expresión de ese afán de doblegar la disidencia.
El problema de los movimientos extremos, ya sean estos revolucionarios o contrarrevolucionarios, es que nos sumergen en un escenario en el que siempre sufren los matices, las terceras vías, las posiciones ponderadas y, en última instancia, la sensatez. Y este riesgo late también tras la victoria de Donald Trump. Quizás el nuevo presidente pueda ser un instrumento útil que frene un proceso envenenado, que ha generado una situación de confrontación a la que nunca deberíamos haber llegado, pero es imprescindible que no cedamos a la tentación de caer en un nuevo espíritu de revancha que nos sumergiría en una espiral sin fin.
El objetivo de quienes nos oponemos a las imposiciones de la ideología de género, al menos aquí en España, debería ser recomponer unos acuerdos básicos de convivencia (basados en las ideas de tolerancia, pluralismo y respeto de las diferencias) que hasta hace no tanto existían y que se han roto. Sería una buena noticia que el impulso del ‘trumpismo’ pudiera ayudar a eso, aunque no será nada fácil, dada la negativa del ‘establishment’ español a aceptar ni siquiera la existencia de un problema.
La gran lección de la victoria de Trump debería ser justamente esa: si uno cierra los ojos a la sensibilidad de una parte amplia de la población, más pronto o más tarde se encontrará con una reacción virulenta y descarnada. Que puede, o no, asentarse y reconducirse una vez que llega al poder. Por ello me parece que sería un error grave responder al arrogante desprecio general provocado por el nuevo presidente norteamericano con un exceso de euforia irresponsable que no tome en consideración los riesgos reales y las incertidumbres que tal figura despierta. El gobierno de Trump abre algunas ventanas de oportunidad, en relación con la brecha social abierta por la corrección política en materias como la libertad religiosa y el aborto, pero hay que estar alerta para no terminar justificando otras formas indeseables de desmesura.
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