Educar para la vida
En este ámbito, ¿no tienen ustedes la impresión de que sus hijos vienen del Colegio hablando excesivamente de reciclaje, de no usar el coche, de la escasez de agua, del cambio climático y la capa de ozono, de la fiesta del otoño o la primavera, de la protección a las rapaces, de lo malo que es fumar, del machismo y de otras tantas cosas, bajo un planteamiento muy simple y, casi siempre, desesperanzador?
Y eso es la vida”i.
(R. M. Rilke)
Es posible que ustedes, igual que yo, preocupados por la educación de sus hijos, hayan asistido a muchas charlas sobre educación. Si es así, me atrevo a afirmar que en más de una han oído decir al conferenciante que hay que “enseñar para la vida”. Tal objetivo, a primera vista, aparece como una exigencia lógica. Nadie lo cuestiona. Pero basta mirar alrededor para comprobar que no hay una opinión común sobre qué “vida” hay que enseñar.
Idea que ilustra muy bien Mingoteii con un chiste que muestra al abuelo hablando con su nieto y, en un plano posterior, a la madre diciendo a su esposo: “El abuelito le está explicando que hay que ser persona decente, como en sus tiempos. Esperemos que el niño comprenda que hay que triunfar en sociedad, como ahora”. El chiste, con toda la jocosidad o hilaridad que provoca, nos sitúa de manera natural en el primer ámbito de la educación: la familia. Y ayuda a plantear la primera cuestión: ¿para qué “vida” educamos a nuestros hijos?
No se trata de responder cómo lo hacemos, ni si nuestro testimonio es acorde con lo que pretendemos enseñar. Ahora sólo interesa reflexionar sobre si esa “vida” se corresponde con la de una auténtica educación cristiana. Una reflexión que será útil para el caso en el que haya que decir al conferenciante: “sí, estoy de acuerdo en que hay que enseñar para la vida, pero no será usted el que lo haga. No, al menos, con mis hijos”. O para preguntarle, en el mejor de los casos, “¿de qué vida habla?, ¿qué entiende usted por vida?”
Preguntas que nos llevan al segundo escalón de la educación: el de maestros y profesores. Que, como abarca los primeros años del educando, es de suma importancia para su educación ética o moral. Además de que sirve para apoyar, desaprobar o cuestionar la educación recibida en el hogar.
En este ámbito, ¿no tienen ustedes la impresión de que sus hijos vienen del Colegio hablando excesivamente de reciclaje, de no usar el coche, de la escasez de agua, del cambio climático y la capa de ozono, de la fiesta del otoño o la primavera, de la protección a las rapaces, de lo malo que es fumar, del machismo y de otras tantas cosas, bajo un planteamiento muy simple y, casi siempre, desesperanzador? ¿Dónde está esa vida de la Gracia que es consciente de que solos no podemos?, ¿dónde esa esperanza fiableiii de la que Benedicto XVI dice que es el alma de la educación y de la vidaiv?
¿No les parece que –más o menos conscientemente- están suplantando la Fe por la fe en la voluntad, la Caridad por el sentimentalismo y la Esperanza por la seguridad material? Acaso, para alguno de sus hijos, ¿no es la verdad una quimera, la obediencia una cuestión de negociación, la prudencia una táctica más, la templanza una alineación, el trabajo una carga, el pudor un tipo de mojigatería, la comunión una mera actividad grupal?
Pero también en nuestras casas. ¿No hemos confundido la buena educación con los resultados académicos? ¿No hemos confundido su objetivo con aquella parte de la verdad, el bien y la belleza que sirve para conseguir una colocación rentable o socialmente prestigiosav? ¿No es verdad que se da poca importancia a la asignatura de religión y que, incluso, algunos no matriculan a sus hijos en ella? (…)
Lo anterior se complica si los que nos decimos cristianos siempre argumentamos humanamente. Porque si podemos ir “tirando” –que es una manera de vivir- con argumentos que llamamos humanos, es lógico que nuestros hijos -o nosotros mismos- acaben preguntando: “¿para qué Dios?” Acaso, ¿no sufren del mismo modo los que creen que los que no creen?, ¿no ríen igualmente unos y otros?, ¿no lloran y se alegran juntos?, ¿no pretenden todos la felicidad? Entonces, ¿para qué Dios?
Sin olvidar esa tendencia a reducir la realidad a lo material. Tentación que expresa muy bien C. S. Lewis en su libro “Cartas del diablo a su sobrino”vi, donde el viejo diablo enseña que hay que persuadir a la víctima para que llame “vida real” a las experiencias sensoriales inmediatas, e impedir que se pregunte qué entiende por “real”. Y yo que, como ustedes, sí me pregunto por lo que es real, me sorprendo recitando el Credo de Nicea y me paro al llegar a “Creador … de todo lo visible y lo invisible”. Mi fe dice que Dios no sólo ha creado lo visible, sino también lo invisible y que, por tanto, lo espiritual existe y es bueno. Y aún más, por la fe sabemos que “lo que está a la vista no proviene de nada visible”vii. En consecuencia, difícilmente se puede “educar para la vida” despreciando esa dimensión espiritual. Y porque se desprecia, es por lo que parece que “yace la vida envuelta en alto olvido”viii.
Pero, me dirán, que ya es momento de responder a la primera cuestión: ¿para qué “vida” educamos a nuestros hijos?
¡Digámoslo!, no tengamos vergüenza. ¿Para el Cielo?, ¿es esa la respuesta? Pues, digámoslo fuerte. ¡Para el Cielo!, ¡para el Cielo!, …, como susurraba santa Teresa a su hermano cuando, siendo niños, corrían a buscar el martirio en tierras de moros. “Rodrigo, ¡el Cielo, para siempre, para siempre!”, le decía mientras lo llevaba dormido en sus brazos. “¡El Cielo, para siempre!” ¡Cómo se clarifica todo con esa palabra! Y la repito otra vez: Cielo; y muchas veces: Cielo, Cielo, Cielo, …
De manera que para nosotros, los cristianos, educar para la vida es educar para el Cielo. Con palabras de san Ireneo: “la vida del hombre consiste en la visión de Dios”ix.
Todos sabemos que los problemas del hombre son materiales y morales. Que hay problemas humanos –como la crisis económica actual- para los que no basta la fe ni la buena voluntad. Que son necesarias las letras, las ciencias y la tecnología. Pero “el apremio más profundo del hombre de hoy es que se nos tapan las ventanas que miran a Dios y no vemos el peligro de perder el aire con que respira el corazón, de perder el núcleo de la libertad y la dignidad humana”x.
Miren ustedes, aunque la vida –camino, peregrinaje, prueba, conquista del propio ser- pueda resultarnos difícil e, incluso, lleguemos a pensar que más que un vivir es un sobrevivir, no podemos negar a nuestros hijos que conozcan que hay una meta clara (¡el Cielo!) cuyo fundamento no es otro que “el Verbo, que desde el principio está junto a Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros”xi, y que ese Verbo no sólo tiene voz sino también rostroxii: Jesús.
Y aunque podemos pensar, no sin razón, que somos cristianos corrientes que llevan una vida ordinaria igual que la de tantos otros, hay algo en ella que la hace “nueva” y, por tanto, diferente. Hay Alguien, que es vida y hace vivir, que nos hace exclamar “dame aún un instante: quiero como ninguno amar las cosas, hasta que sean dignas de Ti, vastas”xiii.
i R. M. Rilke. Nueva antología poética. Colección Austral, 1999, página 73.
ii ABC, 6-5-1990.
iii Benedicto XVI. Spes salvi, punto 1.
ivBenedicto XVI. Carta a la diócesis y a la ciudad de Roma sobre la tarea urgente de la educación. Vaticano, 21 de enero de 2008.
v Pedro-Juan Viladrich. La agonía del matrimonio legal. EUNSA, 2010, pág.: 199-200.
vi C. S. Lewis. Cartas del diablo a su sobrino. Ed. RIALP, 1993, página 26.
vii Hebreos, 11, 3.
viii Quevedo. Poema “El sueño”.
ix San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4,20,7
x Joseph Ratzinger La bendición de la Navidad. Meditaciones. Ediciones Herder, 2007.
xi Benedicto XVI. Exhortación apostólica Verbum Domini, 2010, punto 5.
xii Ibíd., 11, punto 12.
xiii Ibíd., 1, página 94.