Se cumplen doscientos años de la redacción de su primer manuscrito
Todas las claves de «Los novios», de Alessandro Manzoni, una novela católica que atraviesa el tiempo
¿Por qué, 150 años después de su muerte, Alessandro Manzoni (1785-1873), el autor de Los novios sigue siendo combatido y admirado como nadie? Francesco Valenti rinde en Tempi un homenaje a un gran cantor de la miseria y el misterio de las almas y de un pueblo que sustituyó el resentimiento de la historia por el perdón de Dios.
La inmensa luz de Manzoni
A los 150 años de su muerte en Milán, el 22 de mayo de 1873, y 200 años después de la primera redacción del manuscrito que más tarde se convertiría en Los novios, que fue terminado el 17 de septiembre de 1823, Alessandro Manzoni sigue siendo un faro de nuestra memoria. Como afirma en la introducción de su novela, "la historia", que "puede verdaderamente definirse como una ilustre guerra contra el tiempo", ahora exhuma a su prisionero y a sus obras "ya cadáveres" y "los hace volver a la vida, les pasa revista y los forma de nuevo para la batalla"".
El escritor amado por Clemente Rebora (1885-1957), Carlo Emilio Gadda (1893-1973) o Giovanni Testori (1923-1993) [literatos de tendencias e ideas contrapuestas], por Newman, Benedicto XVI y Francisco, vive una paradoja única en la literatura italiana: por un lado, es combatido como expresión de una sociedad, de una religión, si no de un Dios, extinta y vacía, y del falso, formal y caduco mundo burgués del siglo XIX (el posterior puede ser mucho peor, pero poco importa a sus contemporáneos); por otro, es admirado por la calidad unitaria y la profundidad de sus obras, porque las palabras se miden por su verdad que nos habla de verdad, convirtiéndose en unas imágenes y una visión a las que volvemos. Los novios están siempre a prueba.
Este contraste fue perfectamente captado por los milaneses seguidores de Baudelaire y la Scapigliatura, "los hijos de los padres enfermos", que dirigiéndose a Manzoni en 1864 le gritaron "¡Muérete!... ¡Es la hora de los anticristos!", pero lo buscan y lo celebran "en las profundidades vírgenes del corazón', pidiendo en 1878 al cristiano Manzoni que siga siendo para ellos "la luz inmensa".
'La hiedra' de Tranquillo Cremona (1837-1878), uno de los representantes de la 'Scapigliatura', movimiento artístico y literario desarrollado en el norte de Italia, sobre todo en Milán. En italiano, 'scapigliatura', además de 'despeinado', significa 'vida sin reglas'. Cleto Arrighi lo traduce como el término francés 'bohème', bohemia.
Una batalla en el plano de la ironía
Quien los traicionó, dejándolos solos "en lo Desconocido" y en "la Duda", fue el cinismo de una sociedad falsa que desprecia a los poetas, y que ya se vio privada de lo que, en sus famosos versos, Carlo Porta había llamado "la santa religión de mis mayores, que a estas alturas de la vida, no has hecho más que apartarte, arrinconada, en un segundo plano".
Manzoni también lo sabe, cuando en 1821 escribe que "es inútil multiplicar los ejemplos para un hecho demasiado claro: que las ideas evangélicas están casi completamente excluidas del discurso de los hombres, que solo es lícito hablar de ellas a veces de manera muy general con tal de que no se apliquen nunca, salvo en ciertos casos, por ejemplo, de aflicción... ¡Ah! Si los que se llaman pueblo adoptaran un día la filosofía incrédula, Dios no lo quiera...".
[Lee también en ReL: Manzoni, un escritor católico y una novela católica: «Tienes que leer "Los novios"», insiste Esolen]
Incluso hubo católicos en contra de Manzoni tanto en vida como después de su muerte. Igual que fueron enemigos del católico Dante, que al menos fue sentenciado a muerte en Florencia y había mandado a algunos Papas al Infierno. Pero, como Dante, Manzoni está vivo por la extraordinaria calidad cognoscitiva de su lección, en un mundo hostil a los principios cristianos en el que tuvo que abrirse paso (Luigi Giussani), aunque renunció a toda forma de oposición vehemente a su tiempo tanto en la poesía como en la novela, y su batalla tuvo lugar en el plano de la ironía: aceptar el juego, e incluso la derrota, para poder seguir encontrando en la palabra el ser y a Dios en lo real.
Al asumir esa opción, que pretende pero no consigue integrar la Ilustración y el Romanticismo (Rodolfo Quadrelli, consejero del Centro Nacional de Estudios Manzonianos), a través de la ironía y el disimulo (Ezio Raimondi, crítico literario), Manzoni acepta el riesgo del filisteísmo, pero responde punto por punto a la desmitificación destructiva y al sentimentalismo vacío, obligándonos a considerar en profundidad las verdades que el arte describe y la religión hace vivir.
El destello súbito de un encuentro
A la obra de Manzoni le vendría bien la fuerza arrolladora de una lectura bien hecha, tal vez en la escuela. Con el cuidado de que su tradición, como toda tradición, sea vivida y entregada; por tanto, no colocada en un libro de texto para ser justificada, sino propuesta a una racionalidad disponible y a la posibilidad de una continuación, a la que volver siempre, incluso cuando todas las apariencias sean contrarias.
Pensemos solo en cuán ignorada es la grandeza del corpus poético de Manzoni, ni petrarquista ni lírico ni vanguardista, y por tanto no sujeto a imitación, y sin embargo experimentable. ¿Existen hoy escuelas dispuestas a hacer esta comparación? ¿Que comprendan y continúen el destello súbito de un encuentro, como en "Era fulgurante el aspecto, era nieve la vestimenta" (La resurrección, que impactó al crítico y ensayista Eugenio Montale); la profundidad paradójica y metafísica de muchos versos de su obra teatral Adelchi, de la verdad sobre el poder de "una Fuerza feroz que el mundo posee y que se hace nombrar Derecho"; a versos absolutos del yo como "Gran secreto es la vida, y no comprende que la hora es extrema" o "Ese camino, que el cielo pueda cubrir por entero, sea el que sea, hasta el extremo"; regocijarse en imágenes dramáticas como "Brilla en la mirada errante de quien esperando muere"; o desde la altura sin soberbia de la "Madre de los Santos: imagen de la ciudad excelsa... Tú, de su victoria hija inmortal, ¿dónde estabas? En tu terror sol vigilante" (La Pentecoste); para plantear la reflexión sobre la muerte unida a la vida que llega al extremo en "¡Sí, eres terrible!" (Natale 1833)?
El género de la totalidad perdida
La actualidad de Manzoni es evidente también en esa obra maestra que parece haber sido escrita hoy, presentada por Leonardo Sciascia, y que es la Historia de la columna infame, en la que Manzoni detalla las desventuras de una justicia que castiga sin delito. Es la historia de los untori [los ungidores] y de su tragedia [durante la peste de 1630], querida por los milaneses, surgida de la inmoralidad de los jueces, ayudados por un pueblo que dejó de lado el sentido común para hacer valer el sentido común de las masas. Para aquellos a los que todos señalaban como culpables, los jueces "no buscaban una verdad, sino una confesión... estaban frenéticos. Todo Milán sabía (es lo que se dice en casos similares) que Guglielmo Piazza había ungido los muros, los portillos, los zaguanes de la calle de la Vetra. Y ellos, que lo tenían en sus manos, ¿cómo no iban a hacerle confesar enseguida?".
Como en Los novios, aquí entra en juego la inmoralidad de los jueces, de la gran ciudad y de sus confusas gentes. ¿Qué sería de Milán sin Manzoni? En la historia que todo lo altera, Milán viviría hoy el horror sin la caridad, como durante la peste, en la que, en cambio, Manzoni ilumina la parte perdida de la historia que se convierte en la acción de los padres capuchinos que trabajaron por los que sufren. De Milán, Manzoni describe también esa masa que en el asalto a los hornos se destruye a sí misma y se muere de hambre; incluso en ella hay, sin embargo, siempre "cierto número de hombres que, con igual ardor e insistencia, se empeñan por producir el efecto contrario; algunos movidos por amistad o parcialidad hacia las personas amenazadas, otros sin más impulso que un pío y espontáneo horror de la sangre y las atrocidades. El cielo los bendiga" (capítulo XIII).
'Los novios', la gran novela católica italiana, que se estudia en las escuelas y cuyos personajes, como los del Quijote, forman parte de la cultura general italiana. Transcurre en Lombardía entre 1628 y 1630.
Cuando en 1821 se propuso escribir la novela, Alessandro Manzoni estaba fascinado por la historia, pero sabía bien que la historia no busca lo verdadero sino lo claro, y que nunca se ocupa de la historia del pueblo, que pasa en silencio. Era necesario inventar, representar también la vida y las acciones de la "gente mecánica", y Manzoni llevará consigo la grandeza y las dudas de este intento de unir historia e invención. Por otra parte, solo entonces se manifiesta el género de la novela tal como lo conocemos, como "experiencia de todos llevada al nivel de todos" (según el escritor y sacerdote Cesare Angelini), para la que siempre está al acecho la falsedad de la historia ficcionalizada o guionizada. Parece darse cuenta de que la novela es el género de la problematicidad moderna, una expresión insistente de la totalidad perdida, destinada a relatar, celebrar y reproducir innumerables veces la miseria de las almas y las masacres insaciables de los poderosos.
Bajo el signo de la Providencia
Manzoni también se fija en estos dramas, pero, para describirlos, deja de lado el determinismo ilustrado, hecho de sexo, sangre y cinismo, y también la obsesión romántica por una tensión permanente entre el ideal soñado y lo real decepcionante, que traduce la vida en valores perdedores, redimidos por un historicismo siempre futuro, y por el puro sentimiento experimentado durante breves momentos. Sitúa su novela bajo el signo de la libertad, es decir, de la Providencia, entendida como elemento presente en la historia pero no determinado por el azar de la propia historia.
Léase, como correspondiente objetivo de esto, el comienzo del capítulo XXXVII, con la lluvia que ahuyenta la peste, "ese hormiguero de hierbas y hojas temblorosas, goteantes, reverdecidas, brillantes" a las que corresponden, en Renzo [protagonista de Los novios], "grandes bocanadas y, en aquella resolución de la naturaleza, sentía como más libre y vivamente el que había sido su destino". Así, mientras mil novelas y narraciones describen la nada del hombre, a Manzoni le bastaba la narración de una única posibilidad del misterio humano encarnado en las costumbres (Flannery O'Connor).
Manzoni imagina las acciones de los pueblos mecánicos en la corriente incontrolable de la historia, que es un "contraste de galas y andrajos, de superfluidad y miseria", y también tragedia, maldad, peste, hambre, injusticia, libertinaje, traición a la Iglesia, guerra e historia que se eleva por encima y que a veces sólo podemos contemplar atónitos: "Pasan los caballos de Wallenstein, pasan los infantes de Merode, pasan los caballos de Anhalt, pasan los infantes de Brandeburgo y, luego, los caballos de Montecuccoli y los de Ferrari; pasa Altringer, pasa Furstenberg, pasa Colloredo; pasan los dálmatas, pasa Torcuato Conti, pasan unos y otros" (capítulo XXX).
Pero en este flujo irrefrenable, en el azar de la historia que nos arrolla e incluso en el mal que parece triunfar, hay vidas que transparentan el sentido del destino: "Bajaba del umbral de una de aquellas puertas y venía hacia el convoy una mujer cuyo aspecto anunciaba una juventud avanzada, pero no pasada, y que traspiraba una una belleza velada y ofuscada, per no arruinada, por una gran pasión y una debilidad mortal, esa belleza blanda y a un tiempo majestuosa que brilla en la sangre lombarda" (capítulo XXXIV).
La vida es el parangón de las palabras
Del mismo modo, en Renzo se afirma la constante recuperación de la vida y la esperanza del que es pobre, como en el admirable capítulo del río Adda, donde se describe el paso de la confusión de la aridez del sentido a la esperanza. El misterio del hombre se sugiere siempre en la lucha de la conversión del mal: Gertrudis "tras mucho enfurecerse y debatirse, se había arrepentido, se había acusado; y que su vida actual era tal suplicio voluntario que nadie, a menos de quitársela, habría podido encontrar otro más severo" (capítulo XXXVII).
Alessandro Manzoni, en un retrato de Francesco Hayez en 1841.
Por supuesto, aunque "la vida es el parangón de las palabras" (capítulo XXII), Manzoni conoce y describe constantemente el lenguaje alterado porque traiciona su propio centro, como el que usa constantemente don Abbondio, o el que carece de sentido, deformado y desfigurado, desde el horror repetido de aquella expresión, "virgencita de los siete puñales", hasta las declaraciones de doña Prassede y don Ferrante y los "caballeros del ne quid nimis [nada de más], quienes, en cada cosa, habrían querido mantenerlo dentro de los límites" (cap. XXII), hasta la horrenda apuesta de don Rodrigo.
La reflexión sobre el lenguaje adquiere una magnífica importancia en pasajes como el siguiente, que describe a Renzo arrodillado en la iglesia del lazareto: "Y allí elevó a Dios una plegaria o, por decir menos, una confusión de palabras enredadas, frases interrumpidas, exclamaciones, instancias, lamentos, promesas: uno de aquellos discursos que no se hacen a los hombres porque no tienen bastante penetración para entenderlos, ni paciencia para escucharlos; porque no son lo suficientemente grandes para sentir compasión por ellos sin desprecio" (capítulo XXXVI).
El amanecer de la liberación
La insistencia de Manzoni acerca de los humildes, como han reiterado desde Antonio Gramsci al crítico Natalino Sapegno, tiene también un origen religioso y un fundamento que impregna las costumbres morales de un pueblo. El pueblo de Manzoni sustituye el resentimiento que domina la historia por el perdón de Dios que, no es casualidad, es el corazón de la novela.
Para entenderlo, hay que remontarse siempre al amanecer que sigue a la noche del Innominado, con toda esa gente que acude al cardenal Borromeo. Pero consideremos también un pasaje como el siguiente: "Tonio escudilló la polenta en el tajoncillo de haya puesto sobre la mesa para servirla, y pareció una pequeña luna en un gran círculo de vapores. A pesar de ello, las mujeres dijeron generosamente a Renzo: "¿Le servimos?"; cumplido que el campesino de Lombardía, y quién sabe de cuántos otros pueblos, no deja nunca de hacer a quien lo encuentra comiendo, aun cuando sea este un rico epulón que acaba de dejar su mesa y aquel, su último bocado" (capítulo VI).
Manzoni estaba atento a la comunión del pan. Porque un pueblo, este pueblo que vive, es siempre una liberación.
Traducido por Helena Faccia Serrano.