El jesuita argentino, «voz atronadora que nos habla de Cristo y de literatura»
Rendidos ante Leonardo Castellani: «Leerle es altamente recomendable para la salud del espíritu»
El jesuita argentino Leonardo Castellani (18991981), todo un referente para el pensamiento católico en su país, era prácticamente un desconocido en España hasta que el escritor Juan Manuel de Prada comenzó a recomendar su lectura en artículos de prensa y, posteriormente, a preparar las distintas ediciones de sus obras: Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI (LibrosLibres, 2008), Pluma en ristre (LibrosLibres, 2010, un libro inédito incluso en Argentina), El Apokalypsis de San Juan (Homo Legens, 2010), El Evangelio de Jesucristo (Cristiandad, 2011) y Los papeles de Benjamín Benavides (Homo Legens, 2013).
Escritor polifacético, intelectual a la antigua usanza de la Compañía de Jesús (teólogo por la Gregoriana, psicólogo por la Sorbona), de rectilínea ortodoxia y atrabiliaria pluma, fue separado de su orden y le prohibieron decir misa durante unos años terribles para él, que sublimó escribiendo textos maravillosos por su originalidad literaria y su infrecuente hondura de pensamiento, y -marca de la casa- agresivos contra la incoherencia intelectual, la mediocridad en la cultura y el fariseísmo de las costumbres y (de ahí su caída en desgracia) los poderosos -poderosos eclesiásticos incluidos-. Fue rehabilitado en 1963 y murió como lo que siempre había sido: sacerdote de Jesucristo y combatiente en sus filas. "No nos pedirá cuentas de las batallas ganadas, sino de las cicatrices de la lucha", era una de sus sentencias favoritas.
Un "¡Señor, me rindo!" tras una indisposición poco después de decir misa selló su paso por esta vida.
Pero no la vigencia de su obra, cuya difusión sube un nuevo peldaño entrando en Francia con la edición de una cuidada antología de sus artículos, Le verb dans le sang [El verbo en la sangre]. Castellani estudió en París, y allí se publicó en 1934 La catharsis catholique dans les exercices spirituels d'Ignace de Loyola [La catarsis católica en los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola]. Pero solo ahora entra a formar parte de una cultura que tanto amó (y criticó). Étienne de Lontety le saluda en Le Figaro como "el descubrimiento de un personaje insólito, primo argentino de Léon Bloy y de Georges Bernanos, de prosa magistral alimentada de erudición, incisivo, ardiente, riguroso", "un místico inclasificable". Veamos por qué:
Resuena una voz atronadora que viene de Argentina y que nos habla de Cristo y de literatura. El hombre se llama Leonardo Castellani (18991981). Imaginemos a un Bernanos en sotana o a un Maurice Clavel profesando en la Compañía de Jesús, sin que ni uno ni otro perdieran su intensidad ni su gusto por la polémica: Dieu est Dieu, nom de Dieu! [¡Dios es Dios, en nombre de Dios!] [alusión a la obra de Maurice Clavel (19201979), un escritor polémico, cristiano y antimoderno].
Castellani fue un hijo inquieto y pródigo de la Iglesia católica, tan moderadamente ecuménico como poco conciliar; suspendido, más tarde readmitido, nunca dejó de predicar a destiempo y de escribir. Relatos, ensayos, cuentos y, también, críticas literarias, filosofía. El prologuista y traductor Érick Audouard nos propone descubrir una prosa magistral, llena de erudición, alimentada por la búsqueda de la verdad, la de los seres, las almas, que se expresa a través de la literatura a riesgo de llenarse de ruido y furia.
Su familia es la de Bloy, la de su amado Kierkegaard, pero sobre todo la de Chesterton, al que dedicó un estudio profundo y pintoresco: se imagina al escritor jugando al póker con San Pedro y celebra su prodigalidad, dedicándole una oración fúnebre compuesta por él: «A ti, que podías recitar todo Shakespeare y la Biblia, también en dialecto cockney al contrario, en el orden y en el desorden».
Al contrario -habrá quien se sorprenda-, le da una lección a algunas glorias de su tiempo. Así arranca su crítica a Anatole France, que resume su temperamento: «Puesto que los hombres son hombres y el mundo es mundo, he comprendido que cualquiera debe soportar en esta vida un cierto grado de injusticia y corrupción, una cierta dosis de imbecilidad ambiental. También he comprendido que es deber de todo ciudadano civilizado reaccionar cuando el grado y la dosis superan sus límites naturales, porque nos corresponde a todos contener a la Bestia». ¿Es necesario añadir que lo que sigue va en la misma línea?
Incisivo, ardiente, riguroso a veces hasta el extremo, el padre practica la corrección fraterna. Cuando muere Teilhard de Chardin, jesuita como él, y que fue saludado así en la revista Études: «Dios lo ha llamado a sentarse a su lado», Castellani, que acaba de refutar una a una las teorías discutibles de su compañero, se atraganta: «Me pregunto mediante qué milagro ha sido informado el editorialista de su instalación en el cielo».
Implacable, pues, hasta la injusticia: hacia su compatriota Borges («sus tesoros eruditos contienen un buen número de abalorios») o hacia la Iglesia y su personal, como decía Maritain, quien le veía con frecuencia.
Invitó al padre Donissan [sacerdote protagonista de la novela Bajo el sol de Satán, de Bernanos], «corsario del dogma y de la mística» (Balthazar), a Le Masque et la Plume [emisión de radio de France Inter, creada en 1955]. También sabía ser muy divertido cuando parodiaba a Platón, componiendo un diálogo socrático que criticaba la democracia liberal, o un «credo del no creyente». Se divertía tanto como fustigaba, y podía sorprender cambiando de parecer sobre Rousseau o concediendo a Oscar Wilde su bendición: «Si Wilde no fue un santo, quizás fue un embrión de mártir. Claramente, los fariseos se lo cargaron; no lo habrían hecho si hubieran sentido en el fondo de su diletantismo una mística auténtica».
Un crítico desagradable que no dejó nunca de ser sacerdote, éste es el personaje insólito que surge de repente en nuestro paisaje literario. Leer a Castellani es altamente recomendable para la salud del espíritu.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
Escritor polifacético, intelectual a la antigua usanza de la Compañía de Jesús (teólogo por la Gregoriana, psicólogo por la Sorbona), de rectilínea ortodoxia y atrabiliaria pluma, fue separado de su orden y le prohibieron decir misa durante unos años terribles para él, que sublimó escribiendo textos maravillosos por su originalidad literaria y su infrecuente hondura de pensamiento, y -marca de la casa- agresivos contra la incoherencia intelectual, la mediocridad en la cultura y el fariseísmo de las costumbres y (de ahí su caída en desgracia) los poderosos -poderosos eclesiásticos incluidos-. Fue rehabilitado en 1963 y murió como lo que siempre había sido: sacerdote de Jesucristo y combatiente en sus filas. "No nos pedirá cuentas de las batallas ganadas, sino de las cicatrices de la lucha", era una de sus sentencias favoritas.
Un "¡Señor, me rindo!" tras una indisposición poco después de decir misa selló su paso por esta vida.
Pero no la vigencia de su obra, cuya difusión sube un nuevo peldaño entrando en Francia con la edición de una cuidada antología de sus artículos, Le verb dans le sang [El verbo en la sangre]. Castellani estudió en París, y allí se publicó en 1934 La catharsis catholique dans les exercices spirituels d'Ignace de Loyola [La catarsis católica en los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola]. Pero solo ahora entra a formar parte de una cultura que tanto amó (y criticó). Étienne de Lontety le saluda en Le Figaro como "el descubrimiento de un personaje insólito, primo argentino de Léon Bloy y de Georges Bernanos, de prosa magistral alimentada de erudición, incisivo, ardiente, riguroso", "un místico inclasificable". Veamos por qué:
Resuena una voz atronadora que viene de Argentina y que nos habla de Cristo y de literatura. El hombre se llama Leonardo Castellani (18991981). Imaginemos a un Bernanos en sotana o a un Maurice Clavel profesando en la Compañía de Jesús, sin que ni uno ni otro perdieran su intensidad ni su gusto por la polémica: Dieu est Dieu, nom de Dieu! [¡Dios es Dios, en nombre de Dios!] [alusión a la obra de Maurice Clavel (19201979), un escritor polémico, cristiano y antimoderno].
Castellani fue un hijo inquieto y pródigo de la Iglesia católica, tan moderadamente ecuménico como poco conciliar; suspendido, más tarde readmitido, nunca dejó de predicar a destiempo y de escribir. Relatos, ensayos, cuentos y, también, críticas literarias, filosofía. El prologuista y traductor Érick Audouard nos propone descubrir una prosa magistral, llena de erudición, alimentada por la búsqueda de la verdad, la de los seres, las almas, que se expresa a través de la literatura a riesgo de llenarse de ruido y furia.
Su familia es la de Bloy, la de su amado Kierkegaard, pero sobre todo la de Chesterton, al que dedicó un estudio profundo y pintoresco: se imagina al escritor jugando al póker con San Pedro y celebra su prodigalidad, dedicándole una oración fúnebre compuesta por él: «A ti, que podías recitar todo Shakespeare y la Biblia, también en dialecto cockney al contrario, en el orden y en el desorden».
Al contrario -habrá quien se sorprenda-, le da una lección a algunas glorias de su tiempo. Así arranca su crítica a Anatole France, que resume su temperamento: «Puesto que los hombres son hombres y el mundo es mundo, he comprendido que cualquiera debe soportar en esta vida un cierto grado de injusticia y corrupción, una cierta dosis de imbecilidad ambiental. También he comprendido que es deber de todo ciudadano civilizado reaccionar cuando el grado y la dosis superan sus límites naturales, porque nos corresponde a todos contener a la Bestia». ¿Es necesario añadir que lo que sigue va en la misma línea?
Incisivo, ardiente, riguroso a veces hasta el extremo, el padre practica la corrección fraterna. Cuando muere Teilhard de Chardin, jesuita como él, y que fue saludado así en la revista Études: «Dios lo ha llamado a sentarse a su lado», Castellani, que acaba de refutar una a una las teorías discutibles de su compañero, se atraganta: «Me pregunto mediante qué milagro ha sido informado el editorialista de su instalación en el cielo».
Implacable, pues, hasta la injusticia: hacia su compatriota Borges («sus tesoros eruditos contienen un buen número de abalorios») o hacia la Iglesia y su personal, como decía Maritain, quien le veía con frecuencia.
Invitó al padre Donissan [sacerdote protagonista de la novela Bajo el sol de Satán, de Bernanos], «corsario del dogma y de la mística» (Balthazar), a Le Masque et la Plume [emisión de radio de France Inter, creada en 1955]. También sabía ser muy divertido cuando parodiaba a Platón, componiendo un diálogo socrático que criticaba la democracia liberal, o un «credo del no creyente». Se divertía tanto como fustigaba, y podía sorprender cambiando de parecer sobre Rousseau o concediendo a Oscar Wilde su bendición: «Si Wilde no fue un santo, quizás fue un embrión de mártir. Claramente, los fariseos se lo cargaron; no lo habrían hecho si hubieran sentido en el fondo de su diletantismo una mística auténtica».
Un crítico desagradable que no dejó nunca de ser sacerdote, éste es el personaje insólito que surge de repente en nuestro paisaje literario. Leer a Castellani es altamente recomendable para la salud del espíritu.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
Comentarios