Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Pide un «choque de ideas» que asuma «la propia identidad»

Régis Debray, icono de la izquierda, cree ahora que el diálogo de civilizaciones es un mito «progre»

Régis Debray, después de años de análisis del diálogo entre culturas y religiones, ve que suele limitarse a un juego de élites ilustradas
Régis Debray, después de años de análisis del diálogo entre culturas y religiones, ve que suele limitarse a un juego de élites ilustradas
Régis Debray representa la quintaesencia del intelectual francés.

Ècole Normale Superieure, intelectual comprometido en Cuba, combatiente con el Che Guevara en Bolivia donde permaneció en prisión tres años (estaba condenado a treinta pero fue liberado por la presión internacional), asesor especial de Mitterrand, estudioso de los medios de comunicación, jefe de comisiones internacionales para el estudio de la laicidad y de la religiones, Debray ha sido todo lo que un intelectual de izquierdas puede ser y, tal vez por esto, sus páginas tienen el sabor de la experiencia real.



Régis Debray, con bigote, arrestado en Bolivia en 1967

Resulta sorprendente, entonces, su libro Il dialogo delle civiltà. Un mito contemporáneo (El diálogo de las civilizaciones. Un mito contemporáneo, ndt), publicado en italiano por la editorial Marietti.

Se trata de una conferencia que es el resultado de años de trabajo de una comisión internacional que ha intentado desarrollar un diálogo real entre culturas distintas: islámicas, cristianas, judías, occidentalmente laicas y agnósticas.

El resultado, que Debray explica muy bien, es que el diálogo cultural es muy a menudo un mito de las elites liberales de Europa y de América del Norte, una especie de hoja de parra para ocultar la mala conciencia de una gestión del poder que no es muy distinta de todos sus precedentes históricos.

Refugiarse en lo identitario
El diálogo de las civilizaciones es el mito de una cultura falsa y que homologa, afligida por lo que él llama el efecto jogging. Cuando inventaron los coches se temía que el hombre habría perdido la capacidad de caminar y, en cambio, ahora todos corren de manera estresada; así, en la era de la globalización de la técnica, todos tienden a refugiarse en sus propias culturas de origen.

Debray juzga esta paradoja como una forma de resistencia humana contra el predominio de la técnica. En el fondo, el verdadero error ha sido hacer coincidir la cultura con un saber positivista que, sucesivamente, se ha transformado en técnica y que nos ha dejado una alternativa trágica: o dejarse homologar por una globalización técnica donde se pierden las preguntas esenciales de la vida o resistir luchando contra todo el sistema globalizador.



Para Debray una solución alternativa consiste en empezar de nuevo desde una concepción distinta de diálogo y de cultura. Es necesario aceptar, sin falsedades y en el respeto de las experiencias, que el diálogo, para ser real, debe ser un “choque de ideas”: para dialogar de verdad es necesario poner sobre la mesa las diferencias y las identidades. Y dicho choque de ideas será verdaderamente cultural sólo si cada persona asume de manera consciente y profunda su propia identidad.

La hipocresía intelectual
Se podría discutir tanto sobre el análisis como sobre la solución. El análisis se resiente del clásico sistema de la hermenéutica del siglo XX que, al final, opone técnica a saber autentico. Aunque compartiendo la observación sobre el paradójico efecto jogging, pienso que los problemas de la técnica y de la homologación dependen de la ideologización.

La técnica se ha convertido en un ídolo proprio por la falta de asunción de identidad y quiere homologar cuando encuentra, no a un sujeto consciente, sino a un individuo solo y perdido (como decía Arendt del hombre que ha pasado a ser presa del nazismo). Parte del efecto jogging es causado por la necesidad de encontrar un grupo de pertenencia porque el hombre es, fundamentalmente, un animal relacional.

Cuando la técnica es utilizada por personas conscientes y no aisladas puede favorecer y no esconder las identidades.

Además, para que un diálogo, en el que se aceptan las diferencias, sea verdadero, las palabras no bastan. Se necesitan gestos completos y profundamente culturales como comer juntos, escuchar música, jugar, ocuparse del otro, etc.

Tal vez un diálogo participado, hecho de acciones más que de palabras, podría evitar que el choque de ideas sea simplemente un ejercicio dialéctico.

A pesar de todo, Debray, en su lenguaje simple y eficaz, rompe el velo de la hipocresía de los intelectuales y lleva la cuestión de la pertenencia y de la identidad al centro de la concepción del diálogo. No es poco y es, a su modo, revolucionario.

(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
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