Martes, 03 de diciembre de 2024

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Confiemos en la bondad de Dios y de los hombres

por Mi pasión por el deporte

Seguramente hayamos escuchado (o pensado) frases como “cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”, atribuida a Lord Byron, o “lo más recomendable es no confiar en nadie”, obra de Agatha Christie.
 
Y es que parece que en la actualidad más que nunca –y solo hay que ver los telediarios- es complicadísimo fiarse de la raza humana. Sin embargo, si analizamos, si profundizamos, podremos ver que en nuestro día a día nos topamos con mucha más gente que genera confianza que desconfianza, con muchas más situaciones positivas que negativas. Lo que ocurre es que, en casi todo momento, aguzamos nuestra vista cuando lo que sucede a nuestro lado es malo y la oscurecemos cuando lo que pasa es bueno.
 
Os pongo como ejemplo (siento ser repetitivo y prometo que es la última vez) el viaje de mi hija Nuria a Estados Unidos, que inició en agosto de 2015 y concluyó hace justo un mes.
 
La mano de Dios y la bondad de los hombres estuvo presente en toda esta impresionante aventura que llevó a Nuria a realizar su penúltimo curso de bachillerato al otro lado del Atlántico, en el fenomenal estado de Wisconsin, que en sus orígenes, en el siglo XVII, tuvo como uno de sus fundadores a un sacerdote jesuita llamado Jacques Marquette.
 
El pasado diciembre disfruté de una de las fiestas de 50 años más espectaculares que alguien puede tener, recibiendo regalos fenomenales, como un partido de football flag, una piñata y la presencia para oficiar la Misa del Padre Javier. Después de la Misa, mientras Juanote, asistido por el “Misionero” Ramón, preparaba una paella excepcional, mis sensacionales amigos fueron pasando un avión que cada vuelta que daba llevaba encima más euros. Yo había dicho que mi mejor regalo sería ir a ver a Nuria… Vamos, me sentía como George Bailey - protagonizado por el genial James Stewart-, héroe de la sensacional película Qué Bello es Vivir (What a Wonderful Life), en la escena final, celebrada en la misma víspera de Navidad.
 
Mi mujer Loles y yo nos embarcamos hacia Wisconsin una mañana de mayo. Allí nos seguimos encontrando con gente maravillosa. Jon y Ann Weeden, padres adoptivos de Nuria, nos recibieron en su casa. El fin de semana nos dejaron su coche para que fuéramos a ver Chicago, donde nos hospedamos en el piso de mi prima, Ana, quien nos los dejó desde el viernes a pesar de que ella se iba a Nueva York un día después. En las pocas horas que coincidimos, Ana nos enseñó la impactante Ciudad del Viento y, como era cumpleaños de Loles, su padre, Pepín, desde México, nos invitó a cenar en Gibsons, unos de los mejores restaurantes de carne de Chicago.
 

Antes de dejar Wisconsin y que Jon nos llevara al aeropuerto de Chicago, recorriendo unos 230 kilómetros, misma distancia que ya había conducido para ir a recogernos, David Johnson, que se convirtió en el abuelo adoptivo de Nuria, nos trajo a Loles y a mí cuatro bocadillos para el camino.
 
El viaje de vuelta de Nuria tuvo también una sorpresa positiva más, confirmando que todo lo anterior no habían sido simples coincidencias. Debido a una tremenda tormenta en Chicago, su avión se retrasó y mi hija perdió el vuelo que le habíamos comprado para ir de Madrid a Barcelona. Nuria, desesperada en el aeropuerto, arrastrando un equipaje que rondaba los 40 kilos de peso, me pudo llamar desde el mostrador de Información. Localicé a su padrino y gran amigo, Álvaro, quien inmediatamente dejó sus cosas de trabajo (es un ejecutivo muy ocupado y la Providencia se encargó de que no estuviera en esos momentos de viaje de negocios) y fue al aeropuerto inmediatamente a recogerla. La llevó a la estación de Atocha y le pago un AVE, en el que Nuria llegó sana, salva y muy feliz a Barcelona.

Conclusión: ¿alguien puede dudar de la bondad de Dios y los hombres después de esta historia? Desde luego, yo al menos me he hecho el propósito de recordarla siempre que esté a punto de poner en tela de juicio las intenciones de cualquier ser humano.
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