Análisis demográfico: entre 2008 y 2016, España perdió 2,8 millones de jóvenes de 20 a 39 años
Los datos publicados por el INE sobre la población española siguen produciendo análisis sobre una situacion insostenible debido a que ya mueren miles de personas más que nacen. El último lo ha publicado el catedrático Francisco José Contreras, que de manera exhaustiva explica en Valores y Sociedad las causas y consecuencias de este suicidio demográfico:
El Instituto Nacional de Estadística publicó hace unos días las cifras demográficas correspondientes a la primera mitad de 2017. Son las peores de la serie histórica del INE, que arranca en 1941. Se registraron de enero a junio 187.703 nacimientos y 219.835 muertes: un saldo vegetativo negativo de más de 32.000 personas.
Para situar los datos en perspectiva: son muchos menos nacimientos de los que se producían durante la Guerra Civil, con una población muy inferior y unas circunstancias no precisamente favorecedoras de la natalidad.
Sin embargo, nuestro país vive ahora una coyuntura positiva, con crecimiento económico, descenso del paro y sensación general de haber superado la crisis de 2008.
El suicidio demográfico es el problema más grave al que se enfrentan las sociedades desarrolladas. Es también el que recibe menos atención en ellas.
Los sucesivos “eurobarómetros” –encuestas de la UE que sondean las inquietudes de los europeos- nunca mencionan el déficit de nacimientos como una causa de preocupación. Tampoco lo hacen las encuestas del CIS, que desde 1985 pregunta a los españoles sobre sus cuitas: entre la cincuentena de inquietudes mencionadas (el desempleo, la crisis, la corrupción, el terrorismo…), jamás ha aparecido el invierno demográfico.
Y, sin embargo, el envejecimiento puede conducir a nuestra sociedad al empobrecimiento y la insostenibilidad. Y no el próximo siglo: hablamos de 2035 o 2040, dentro de la expectativa vital de la mayoría de los que lean estas líneas. Si quieren entender lo que se nos viene encima, compren el extraordinario libro de Alejandro Macarrón Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo: ¿A la catástrofe por la baja natalidad?, una obra que habría sido publicitada por tierra, mar y aire en un país con gobernantes cuyo horizonte histórico alcanzase un poco más allá de las próximas elecciones, y cuyos medios de comunicación tuviesen aspiraciones más altas que arrancar como sea dos puntos más de share con carnaza barata.
Francisco José Contreras es catedrático de Filosofía Política de la Universidad de Sevilla
La obra de Macarrón contiene muchísima información; el estilo, sin embargo, es muy ágil y legible. Entresaquemos algunos datos.
Los gráficos de las pirámides demográficas se construyen dividiendo a la población en segmentos de cinco años: número de habitantes de 0 a 4 años, de 5 a 9, de 10 a 14, etc. La pirámide española de 1976 era verdaderamente piramidal: el escalón más numeroso estaba en la base (los niños de 0 a 4 años), y los demás decrecían según se ascendía. La “pirámide” de 2016 ya no es piramidal, sino que tiene la forma de una mujer de anchas caderas (estrecha en la base, ancha en el centro): el segmento más numeroso es ahora el de los españoles de 40 a 44 años. La pirámide de 2056, caso de persistir la tasa de natalidad actual (que apenas se ha movido en los últimos cuarenta años), tendrá la forma de un varón de anchos hombros: estrecha en la base y la cintura, amplia en los escalones superiores. El tramo quinquenal más numeroso será el de los españoles de 75 a 79 años. Habrá más septuagenarios que personas en cualquier otra franja de edad.
Otro dato. Y éste no es una proyección a varias décadas vista: España perdió, sólo entre 2008 y 2016, un 20% de su población de entre 20 y 39 años. En 2016 había 2.8 millones menos de veinteañeros y treintañeros que sólo ocho años antes. Ninguna guerra de la historia produjo una sangría juvenil así. ¿Qué ha ocurrido? Simplemente, nos empieza a pasar factura la gran caída de la natalidad que se produjo a partir de 1976. Esos 2.8 millones de jóvenes no llegaron a nacer en los 80 y 90. La sangría continuará en décadas venideras, pues la fecundidad en los 2000 y los 2010 ha seguido siendo tan baja como en los 80-90.
¿Y qué le ocurre a un país que pierde a raudales gente de menos de 50 años, mientras aumenta la masa de los de más de 65? Por supuesto, el sistema público de pensiones devendrá gradualmente insostenible, a menos que se grave a los jóvenes con impuestos asfixiantes, que motivarán presumiblemente su emigración a países más viables.
Pero no es sólo eso. El gasto sanitario crece desmesuradamente en una sociedad envejecida, lastrando aún más unas cuentas públicas cada vez más endeudadas (de hecho, Macarrón muestra cómo el gasto en pensiones ha resultado ya decisivo en la crisis de 2008, los déficits públicos de los años siguientes y la astronómica deuda pública que pende sobre nuestras cabezas). La inversión y el consumo se reducirán, pues los jubilados son poco aficionados a ambas cosas.
Los bienes inmuebles y otros activos se depreciarán por falta de demanda (la edad media de los compradores de vivienda es de 35 años). Según el informe “Ageing and asset prices”, del Banco Internacional de Pagos, de cumplirse las proyecciones demográficas previstas, las viviendas perderán un 75% de su valor para 2050 en España y Alemania. La inversión y el emprendimiento decrecerán a la par que la población joven.
La respuesta progresista ortodoxa al problema demográfico es que todo se solucionará abriendo las fronteras a la inmigración. Macarrón reconoce que la inmigración puede ser un paliativo, pero no es la verdadera solución. La zona extraeuropea más próxima es el mundo árabe-musulmán, y son conocidos los problemas de choque cultural, inasimilabilidad y peligro yihadista que plantea la inmigración islámica en varios países europeos. El descontento frente a la saturación migratoria es la clave que explica el ascenso de la nueva derecha populista, e incluso el inesperado resultado del referéndum sobre el Brexit.
Los inmigrantes delinquen en proporciones muy superiores a los europeos nativos (Macarrón aporta estadísticas sobre ese tema tabú); sufren el desempleo en porcentajes también superiores, y consumen, en cambio, muchos más servicios y ayudas públicas.
Por otra parte, el invierno demográfico está empezando a llegar también al Tercer Mundo: media humanidad está ya por debajo del índice de reemplazo generacional. Pronto esos países ya no rebosarán de jóvenes deseosos de emigrar.
Macarrón es también muy lúcido en su especulación sobre las causas del hundimiento de la natalidad. Las explicaciones habitualmente aducidas no resisten el análisis. No es cuestión de falta de medios: nuestros abuelos tenían el triple de hijos con un nivel de renta varias veces inferior.
Nuestra natalidad en 1998-2007 –cuando “España iba bien” y el desempleo tocaba mínimos históricos- era tan baja como ahora.
No es cuestión de medidas de conciliación laboral-familiar (aunque éstas deben adoptarse, por lo que puedan ayudar): países que, como Suiza o Alemania, son punteros en ese tipo de facilidades, padecen una fecundidad tan escuálida como la nuestra.
Las verdaderas causas son variadas: incorporación de la mujer al mercado laboral, prolongación del periodo formativo, aplazamiento del matrimonio, etc.
Pero las más importantes no suelen ser evocadas, pues son políticamente incorrectas. Una de ellas es el declive de la religiosidad (frente al “creced y multiplicaos” ahora prevalece el “comamos y bebamos, que mañana moriremos”).
Otra es la volatilidad familiar: si no hay parejas sólidas, tampoco hay nacimientos; pero en todo el mundo desarrollado la tendencia es la sustitución del matrimonio por la más efímera y quebradiza unión libre.
Y la más profunda es el hedonismo: simplemente, la gente no quiere engorros ni responsabilidades irreversibles. Sólo se vive una vez. Hay que aprovechar la juventud, que ahora se prolonga hasta los cuarenta. Los hijos atan mucho. La generación que abrazó esa visión del mundo va previsiblemente a ser castigada con una Europa-geriátrico de pensiones insostenibles, empobrecimiento, vejez solitaria y calles sin juegos de niños.
Aún estaríamos a tiempo de reaccionar. Las soluciones no llegarán solas: el Estado tendría que aplicar un tratamiento de choque. Pero los políticos no están por la labor, ni sus electores tampoco se lo demandan. Lean el libro.
El demógrafo Alejandro Macarrón lo explica en 2 minutos en La Contra