Johan Eddebo se define como filósofo, ciberpunk post-futurista y católico black metal.
Se doctoró en Filosofía de la Religión con una tesis sobre La muerte y el Yo: sobre la racionalidad de las creencias en la Otra Vida en el clima intelectual contemporáneo. Actualmente trabaja en el departamento de Teología de la Universidad de Uppsala (Suecia) en una investigación sobre la metafísica de la inteligencia artificial.
Y en septiembre de 2019 fue recibido en la Iglesia católica, procedente de la Iglesia de Suecia, luterana.
En un reciente artículo en One Peter Five, Eddebo ha detallado el proceso de su conversión, donde pesaron mucho los argumentos racionales:
Un filósofo bárbaro cruza el Tíber
Sus aguas son frías y más procelosas de lo que cabría esperarse, incluso para una oliva silvestre de clima nórdico como yo.
Mi camino hacia Dios es el del filósofo. Es un camino difícil, espiritualmente peligroso y -ahora estoy convencido de ello- uno de los menos recomendables. El nombre de Santo Tomás representa bien a toda la profesión: en general creemos porque, petulantemente, hemos pedido ver. Creemos porque nuestras conclusiones no permiten nada más y, en consecuencia, tendemos a confiar en nuestra razón en detrimento de nuestra confianza en Dios.
Pero puede ser también un camino lleno de frutos, un camino que conlleva una especial certeza del intelecto y una visión más profunda de la misteriosa unidad entre Dios y la verdad. De ambos, Dios y verdad, hay una gran carencia en nuestros días.
Empecé a trabajar la apologética en mi adolescencia, sobre todo por orgullo. Crecí en una rama evangelista de la Iglesia de Suecia, por lo que el cristianismo formaba parte de mi identidad más profunda. Sin embargo, a medida que avanzaba el Nuevo Ateísmo y se replicaba en los distintos foros online, los desafíos eran cada vez más fuertes. Lo sentí como una afrenta a mi persona y a todo lo que amaba, por lo que tenía que neutralizarlos. Entré en liza muy joven, ayudado sobre todo por C.S. Lewis y el sorprendentemente desconocido apologeta Glenn Miller, y durante unos años me cobré algunas cabezas, hasta que me topé con unos nihilistas inflexibles que realmente tenían nociones de filosofía básica.
La necesidad de una especialización más tangible me hizo viajar hacia el sur, para seguir con mis estudios teológicos. Y aquí, en el corazón cultural de la nación, pronto me vi inmerso en lo que puede resumirse como un ambiente filosófico relativista y como las ramas más progresistas de la teología contemporánea. La crítica que voy a desarrollar a partir de aquí no pretende culpar a mi alma mater ni a su facultad, entre los que hay algunos intelectuales realmente grandes y concienzudos.
Las trampas del relativismo
Las causas de este enamoramiento, común entre mis coetáneos, por el relativismo y la consiguiente adhesión a ciertos aspectos problemáticos de la teología progresista, son complejas. Una razón importante era su utilidad retórica en el contexto de una apologética práctica, de campo.
Para enfrentarnos a los ateos militantes de la tradición "dawkinsiana" [seguidores de Richard Dawkins], que mantienen con fervor que los argumentos clásicos para sostener la existencia de Dios son insuficientes, mis compañeros progresistas protestantes y yo empleamos una especie de guerra híbrida. La estrategia principal era defender los argumentos clásicos utilizando la razón, sustituyéndolos generalmente con un razonamiento acumulativo, y utilizando, al mismo tiempo, un enfoque deconstructivista e irrealista cuya intención era socavar la metafísica y epistemología de su pensamiento que, en nuestra opinión, ants fue moderno y en la actualidad es irremediablemente anticuado.
A este enfoque (según el cual, el mundo tangible que nos rodea no es ni objetivo ni estable, sino que ha sido creado más o menos por consenso) se le adjuntó una perspectiva de Dios mayoritariamente apofática [teología negativa]. En práctica, esto significaba que tras defender las tesis clásicas, el siguiente paso era argumentar que el razonamiento de los oponentes era sospechoso y totalmente erróneo. Entonces se atacaba la estructura de su pensamiento, debido a su dependencia en lo que nosotros sosteníamos eran afirmaciones objetivas imposibles porque estaban totalmente vinculadas a la ideología, razonando que sus débiles argumentos contra un supuesto objeto supremo habían fracasado totalmente en hacer justicia a la naturaleza absolutamente trascendente de Dios, el cimiento del ser de Paul Tillich.
En otras palabras, con nuestro excesdo de celo nos deshacíamos del niño junto con el agua del baño, y además pasábamos a arrancar la bañera y romper las tuberías, mientras insistíamos en que lo único que habíamos hecho era ampliar la casa... porque ¿cómo se podía discernir coherentemente lo de "fuera" de lo de "dentro"?
Considero, a posteriori, que en nuestro enfoque había algo de mérito, aunque combinaba de manera incoherente el rechazo a la ontología moderna y una crítica a sus fundamentos ideológicos con una argumentación positiva de la existencia de Dios, una confianza fundamental en Dios y un énfasis importante sobre su naturaleza trascendental. El problema era que muchos de nosotros verdaderamente rechazábamos la objetividad de la naturaleza que la primera filosofía moderna intentaba discernir y diseccionar, siguiendo la incredulidad de Kant en que podamos acceder a la cosa-en-sí-misma. A este rechazo le siguieron muchas otras cosas.
Yo, por ejemplo, me enorgullecía de ser un "irrealista en lo que atañe a todo menos a Dios", y más o menos entré en una perspectiva gnóstica del mundo. Como ejemplo significativo de esto, cuando volví a leer, a los 33 años, 1984 de Orwell, me di cuenta de que me molestaba la famosa frase de Winston Smith: "La libertad es la libertad de decir que dos más dos son cuatro. Si esto está concedido, el resto sigue". Mi convicción, que se contradecía a sí misma de manera inconsciente, es que esta reivindicación de la objetividad era inherentemente opresiva, que habíamos fracasado en mirar de manera adecuada las cuasi infinitas complejidades de nuestro mundo y su rica variedad de historias, relaciones, conexiones y experiencias, y que podía ser utilizada fácilmente para arruinar, conquistar y esclavizar.
Sin embargo, no consideraba que mi insistente afirmación de la existencia real de Dios para cada uno y en todas partes fuera cuestionable en ese mismo sentido. Esta, argumentaba, era una postura totalmente respetable dado que la naturaleza trascendente de Dios está, necesariamente, más allá de nuestra comprensión, y como la naturaleza divina siempre escapa a ser etiquetada con términos estáticos y objetivos, la afirmación de su existencia no implicaba ninguna de las tendencias opresivas y codificadoras que yo atribuía a las reivindicaciones de verdad absoluta sobre la realidad creada.
Johan Eddebo reconoce la incosistencia de su planteamiento filosófico inicial: consideraba la metafísica realista y objetivista (sobre la cual se basa la teología cristiana) como opresiva, pero excluía de esa consideración a la existencia misma de Dios como ser objetivo.
No me di cuenta de que mi reacción a la filosofía moderna descansaba en supuestos modernos. Aunque me rebelara contra ellos, estaba encadenado a la sofística de Hume. Inevitablemente, estaba "volviendo al vómito humeano", en paralelo con lo que G.R.G. Mure caracterizó, de manera muy pertinente, como la esterilidad filosófica de la modernidad tardía en su maravillosa obra de 1958, Retreat from Truth, por lo que yo estaba indirectamente abrazando la metafísica errónea y contradictoria implícita en el rechazo modernista a la existencia de Dios.
Indudablemente, a pesar de la confianza fundamental que seguía teniendo en Dios, mi enfoque filosófico de Dios equivalía, de muchas maneras, a negar una parte considerable de lo que nos había sido revelado sobre Su voluntad y Su naturaleza, dejando un lienzo en blanco en el que cada uno podía libremente pintar lo que quisiera.
Y, en efecto, en mi intento de oponerme, de manera irreflexiva, al legado de la Ilustración, la "libertad" se había convertido en el centro de mi visión del mundo. La idea de una libertad sin restricciones, ilimitada, cercana a la licencia entendida como libertad abusiva, había usurpado parte de mi ética y la idea de salvación, consecuencia tanto de la antigua dicotomía entre fe y obras como de la atmósfera teológica que resume muy acertadamente la opinión del arzobispo luterano K.G. Hammar [cabeza de la Iglesia sueca entre 1997 y 2006] de que él no posee la verdad, sino que sólo la busca.
Como era de esperar, a esto siguió una cierta negligencia ética por mi parte, cada vez más bárbara, y que con el tiempo hizo surgir los conflictos inherentes a mi visión del mundo. Al negar la realidad objetiva de la naturaleza y, más o menos, que la humanidad no poseía el fundamento de la verdad absoluta, ¿cómo no iba a ser endeble la balsa sobre la que yo intentaba navegar a través de la vida? Si Dios era tan totalmente otro hasta el punto de no tener una relación descriptible con el mundo que me rodeaba, el cual, por ende, no tenía en sí mismo atributos permanentes y objetivos, ¿qué significaba realmente decir que Dios existe, y cómo podía saber realmente que esto era verdad? Y lo más importante, ¿cómo podía estar seguro de la bondad de Dios, por no hablar de la rectitud de mis propias acciones?
Mi mundo me parecía no tener forma, estar vacío, y todas nuestras voces parecían, utilizando las palabras de Eliot [The Hollow Men, 1925]:
... calladas y sin sentido
como el viento sobre la hierba seca
o patas de ratas sobre cristal roto
en nuestra árida bodega.
Empezando de nuevo
Impresionado por el horror existencialista, tenía que empezar desde el principio. Asido a nada salvo a la confianza fundamental en el Espíritu vivo que había recibido en el bautismo, me vi obligado a construir unos cimientos sólidos basados, en ausencia de cualquier otra doctrina, en la filosofía primigenia, aunque obstaculizado por el importante bagaje ideológico de mis estudios académicos; y, no obstante, al mismo tiempo muchos de los instrumentos críticos que había recibido de mis mentores me fueron de gran ayuda.
Necesité mucho tiempo para llevar a cabo esta concienzuda y ardua tarea que me llevó a descubrir la verdad necesaria de los argumentos clásicos más importantes para la existencia de Dios, que a su vez me permitieron comprender y abrazar plenamente la ortodoxia del teísmo clásico y rechazar las aberraciones modernas. Comprendí que la existencia necesaria de Dios es su perfección; y su perfección absoluta e íntegra es lo que es Dios en sí mismo.
Cuando comprendí esto, el resto vino solo. La metafísica irresponsable e incoherente que había defendido desapareció, como desaparece una pesadilla cuando amanece, y la inconsistencia fundamental de las ontologías de la modernidad, con sus resultados relativistas, me fueron evidentes de inmediato.
Al mismo tiempo, y de manera inesperada, vi más claramente que nunca los auténticos méritos de nuestra reacción no realista contra la modernidad y su insistencia en el valor de la subjetividad y la contextualidad que se había perdido en el paradigma reduccionista. Estos aspectos de nuestro mundo han sido, desde luego, defendidos por el idealismo postmoderno y las formas asociadas de metafísica subjetivista, pero de una manera tan desequilibrada que al final el resultado implícito es, inevitablemente, el nihilismo. Descubrir que la teología y la metafísica católica consiguen equilibrar perfectamente el realismo con la presencia irreductible de los aspectos subjetivos y espirituales del ser fue un alivio que no puedo expresar con palabras.
Ahora, de un modo totalmente nuevo, yo era libre de reconocer la sólida y firme realidad de todos los contextos particulares y de los sujetos únicos que los conforman, en comparación con la visión posmoderna, que enfoca la naturaleza de cada uno y de cada cosa como algo amorfo y arbitrario, sostenido por nada más que la voluntad y el deseo.
Anthony Esolen afirma que el cristianismo como forma de religión es único porque nunca distorsiona o destruye las culturas en las que se introduce. Más bien al contrario -sostiene con razón-, el cristianismo las perfecciona y las completa, aflorando sus bienes únicos y haciendo que sean más fieles a sí mismos.
De manera similar, en mi opinión la auténtica metafísica católica preserva y eleva todas las contribuciones valiosas de las críticas antirrealistas, cuyo impulso principal era custodiar lo subjetivo y lo particular contra la masacre del reduccionismo. En el mejor de los casos, lo que hay aquí es una forma particular de humildad cuya insistencia sobre el valor y la irrefutable dignidad de lo local, lo individual y lo particular encuentra su hogar en la verdad cristiana fundamental de la Encarnación y su irreducible historicidad.
Tanto el origen como la perfección de todo lo que siempre ha sido bueno dentro de la modernidad y sus derivaciones reposa sólo en Cristo mismo.
El austriaco Paul Feyerabend (1924-1974) fue un filósofo de la ciencia muy popular en los años 70 y 80.
Curiosamente, hace unos años, leí que uno de mis antiguos héroes, el iconoclasta Paul Feyerabend, había llegado a conclusiones casi similares al final de su vida. Habitualmente considerado una especie de archirrelativista, su formidable crítica del arrogante naturalismo cientificista de la modernidad tardía fue de gran inspiración en mis primeros trabajos apologéticos. Este filósofo de la ciencia que, incondicionalmente, insistía en que había más cosas en el Cielo y en la Tierra de lo que cualquier cientificismo ateo pudiera soñar, fue inestimable para mí en ese momento.
Al reconsiderar a mi antiguo mentor bajo una nueva luz, fue obvio que "relativista" era un nombre no apropiado. Fundamentalmente, lo que Feyerabend exponía era una profunda humildad en lo que respecta a la verdad, y era muy escéptico sobre nuestra habilidad de poseerla y dominarla de manera definitiva. Fue su rechazo al naturalismo y cientificismo reductivo lo que, según muchos, se convirtió en equivalente al relativismo. En realidad, este rechazo por su parte había sido inspirado en lo más hondo por una pasión por la justicia, por la búsqueda de la firme verdad y, por último -algo que se puede ver claramente en su obra póstuma, La conquista de la abundancia. La abstracción frente a la riqueza del ser-, por su amor por lo Real, su amor por algo que el consideraba una entidad vida que nunca podremos comprender plenamente, pero que podemos llegar a conocer si nos acercamos y preguntamos. Por otras fuentes he sabido que, al parecer, Feyerabend se convirtió al teísmo en los últimos años de su vida.
A pesar de los adversarios ateos de mi juventud, la razón en sí misma nunca ha sido enemiga de la fe. Reconozco, sin embargo, que tampoco lo era el realismo rotundo que yo había más o menos rechazado en el pasado, y que ellos defendían apasionadamente contra lo que consideraban un idealismo hostil y precario. Ambas partes teníamos nuestras razones. La razón, en el sentido de una búsqueda coherente y honesta de la verdad, nos lleva, en última instancia, a Dios, su objetivo final, mientras que nuestra confianza en Dios y nuestra comunión con Él, que se manifiesta en nuestros corazones y en los sacramentos, nos permite en última instancia contemplar la verdad del mundo real que nos rodea.
Sin embargo, la razón entendida como la verdad usurpada por el hombre para servir a sus propios apetitos, la razón instrumental donde la búsqueda de la verdad acaba sometida a los fines mundanos, más que ser el camino para nuestra santificación, acaba separándonos de la fe.
Separación de la Iglesia de Suecia
A pesar de todas sus virtudes, me di cuenta de que la antigua Iglesia estatal en la que había crecido no estaba tan anclada en estos principios perennes como para que yo permaneciera en ella. Consideraba que una gran parte de sus líderes eran demasiado heterodoxos, y la restauración de mi visión del mundo me llevó a abrazar las doctrinas abandonadas en la Revolución Protestante. En particular, la necesidad del dogma como tal, ya implícito en la admisión sincera de la verdad absoluta, que a su vez hace indispensable una autoridad magisterial central en el corazón de la comunidad cristiana. Una vez que la autoridad de la tradición ininterrumpida sustituyó a la Sola Scriptura, sólo podía hacer una cosa: cruzar el río.
Sin duda, la Iglesia Luterana de Suecia es un bastión de Cristo que está siendo acosado, y que lucha con valentía para dar testimonio en un mundo fracturado; sin embargo, a menudo se ve forzada a jugar según sus propias reglas contradictorias. Está enredada en una especie de guerra de guerrilla en un contexto secular que, durante muchas décadas, ha sido o indiferente o claramente hostil a sus objetivos, a pesar de que ha explotado felizmente muchas de las funciones sociales de la Iglesia. Si no fuera por los héroes que hay dentro de ella, que llevan a cabo sus tareas fielmente, de manera sufrida, en el Señor, seguramente sería un bastión agrietado, y en vez de meramente un bastión atribulado y con fallos.
Ninguno de mis antiguos amigos cuestionó realmente mi decisión de entrar en la Iglesia católica, algo que me sorprendió, aunque tal vez no debería. Quinientos años después de la Reforma la situación es, en muchos aspectos, nueva: aunque los luteranos entre los que crecí tal vez consideran el catolicismo y la ortodoxia demasiado estrictas, formales o incluso, hasta un cierto punto, discriminatorias, sin embargo tienen una elevada opinión tanto del uno como de la otra y consideran que son portadores de la misma fe fundamental animada por el mismo Espíritu. Un sentimiento debidamente resumido en el conocido pasaje de la obra de C. S. Lewis, Mero cristianismo: "Es en su centro donde habitan sus hijos más auténticos, donde cada comunión está más cerca de cada uno en espíritu, si no en doctrina. Y esto sugiere que en el centro de cada una hay algo, o Alguien, que, contra cualquier divergencia de creencias, contra cualquier diferencia de temperamento o cualquier recuerdo de mutua persecución, habla con la misma voz".
Si bien este puede parecer un tiempo extraño y tormentoso para acercarse a Roma como converso, no siento temor. Los altercados dentro de la Iglesia pueden ser graves, y los desafíos desalentadores, pero los tesoros y verdades que custodia son eternos; y, lo que es más, sé que Él realmente vive en medio de todo esto.
Mis antepasados entraron por primera vez en Roma con una espada en la mano. Luego fueron injertados en el Árbol, unos cientos de años antes de que la Reforma Sueca trajera consigo los caprichos de la política, los príncipes y reyes, a pesar de los actos de resistencia militar como la Guerra de Dacke y la ambiciosa contrapropaganda del arzobispo Olaus Magnus.
Monumento a Niels Dacke (1510-1543), quien encabezó un alzamiento campesino contra el luterano Gustavo I de Suecia para, entre otras cosas, restaurar la Iglesia católica. El arzobispo católico de Uppsala, Olaus Magnus (1490-1557), murió en el exilio. Pincha aquí para leer un artículo en ReL explicando la historia de los católicos suecos bajo el dominio protestante a través de quince fechas significativas.
Hoy, un pequeño pero continuo flujo de suecos modernos está volviendo a la Iglesia católica para marchar bajo su bandera de nuevo, uniéndose así a la significativa minoría de inmigrantes católicos de distintos ritos, en su mayoría personas procedentes de Polonia, los Balcanes, África Central, Filipinas y Siria.
Espero que este goteo de desertores a los que ahora me uno sigan conservando afecto hacia su anterior familia cristiana, y que en su fe renovada recen con devoción por quienes les educaron, para que así este acto de abandono consciente ayude al crecimiento y la renovación de toda la Iglesia, y ayude a sanar el resentimiento y la lucha. ¡Que estos conversos sean, paradójicamente, embajadores de unidad y de un fructífero ecumenismo a través de su amor renaciente por Cristo y sus hermanos!
Me acerqué a sus filas y entré en una iglesia católica por primera vez en mi vida en noviembre de 2015. Era una iglesia moderna y peculiar, como muchas iglesias suecas de los años 60 en adelante, y encontré que la liturgia era a la vez exótica y familiar. Pero había una reverencia como nunca había visto antes: los parroquianos se arrodillaban y rezaban con fervor en los bancos antes y durante la santa misa. A medida que la ceremonia avanzaba, me iba tranquilizando, esperando recibir lo que fuera que Él consideraba adecuado para mí. Y entonces, a medida que el silencio me envolvía y me unía a los parroquianos poniéndome de rodillas, pidiendo en silencio que de alguna manera pudiera estar cerca de Su gloriosa presencia junto a los demás, a pesar de no merecerlo y mi incapacidad de compartir la comunión, ahí estaba Él.
Ante mi corazón desnudo vino el Espíritu que había conocido desde que tengo memoria, una Persona de amor completo e incondicional, que alargó Sus manos para que yo tocara Sus heridas y supiera que Él ha resucitado verdaderamente. Mi Señor y mi Dios.
Traducido por Elena Faccia Serrano.