Es una evidencia que España es un país de paradojas, y la desigualdad es una de ellas: a pesar de que ha estado gobernada desde 1982 sobre todo por el partido socialista y desde hace cinco años por el gobierno de la coalición más a la izquierda de la UE, y además autoproclamado feminista, es uno de los países más desiguales de la Europa Occidental y una de sus causas fundamentales radica en las mujeres. Lo es, obviamente, por la distribución de los ingresos procedentes del mercado, pero sobre todo porque la redistribución fiscal y de prestaciones es débil.
El índice de Gini antes de la redistribución de los impuestos y las prestaciones es de 0,51 en España [0,32 después de redistribución] (máxima desigualdad = 1; total igualdad = 0), superior al de la Unión Europea (0,48), parecido al de Alemania (0,50) y por debajo del italiano y el francés (0,52 y 0,53, respectivamente). Los países que destacan por una menor desigualdad en los ingresos principales causantes de la disminución de la media europea son, sobre todo, Suecia (0,43), Países Bajos y Dinamarca (0,45).
Índice de Gini antes y después de redistribución en distintos países en 2017.
Ante estas cifras, resulta evidente que la mayor desigualdad final de España, después de haber redistribuido mediante lo que recauda el estado y lo que retorna mediante pensiones y prestaciones, no surge principalmente del ámbito de los ingresos, donde más o menos estamos enrasados con la media.
La desigualdad surge porque la redistribución es menor por unas causas concretas. A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los países miembros de la UE, en España una mayor proporción de las prestaciones sociales en efectivo va a parar a hogares con rentas más elevadas en detrimento de los hogares con rentas más bajas. Mientras que en la UE la distribución de prestaciones entre los diferentes grupos de renta es bastante uniforme, en España los hogares del quintil con más ingresos reciben 1,6 veces más que los del quintil con menos ingresos. Así lo afirma el estudio Desigualtat i sistemes de protecció social a Europa de la Fundación La Caixa. Y ¿por qué sucede esto? Pues porque en relación con la renta disponible, el gasto social en España está más centrado en las prestaciones económicas contributivas (por ejemplo, pensiones y prestaciones de desempleo), que constituyen el 64% del gasto total, mientras que en la UE- 27 esta proporción es del 52%. En este tipo de redistribución se percibe en función de lo cotizado: a más cotización mayor prestación.
Este tipo de política tiene un impacto negativo importante en tres grupos sociales y es inferior a las ratios medias de la UE para los niños (un 38%), los jóvenes (un 45%) y las mujeres (un 16%). Mejorar en igualdad significaría operar sobre ellos.
España, y esa es otra paradoja terrible, no solo vive beatíficamente instalada en la crisis terminal de la insuficiencia de nacimientos, sino que es uno de los países que peor trata a las familias con hijos. De esta manera no solo favorece la desigualdad, sino que profundiza el gran déficit de la Seguridad Social, a la vez que comete una gran injusticia (¿no habíamos quedado que el signo de identidad del progresismo era la justicia?).
En una Seguridad Social basada en el reparto, como es nuestro caso y el de prácticamente toda Europa, son los hijos de hoy los que pagarán nuestras pensiones mañana. Las parejas sin hijos tienen más dinero para ellas ahora y cobrarán unas pensiones que no registrarán grandes diferencias con los padres y madres que se han esforzado para mantener a sus hijos. La contribución de estos beneficiará a todos, pero la aportación habrá sido solo de unos: los progenitores. El gasto medio por hogar de una pareja sin hijos es de 29.545 euros, mientras que las que tienen hijos se sitúa en 36.568 euros. Los que no tienen hijos ven su renta favorecida en 7.000 euros anuales como valor medio, que pueden aplicar a inversión y a preparar su jubilación. Es un planteamiento radicalmente injusto, que el nuevo gobierno de Sánchez, como los anteriores, mantendrá intocado con algún maquillaje sobre la “conciliación”. ¿Quieren un sistema más justo? Pues que las familias con hijos perciban más ingresos, y que las que no los tienen vean reducidas sus prestaciones.
Los gobiernos españoles solo invierten el 1,6% de su PIB en protección social a la familia y a la infancia, lejos de la media europea del 2,4%, de Italia, situada en la media europea, y a años luz de Francia, el 3,7% de su PIB. En términos de euros por familia, las diferencias serían todavía más lacerantes. Si España fuera europea con la familia, debería añadir a lo que ahora gasta más de 10.000 millones. Hasta que esto no se produzca, la desigualdad no se aminorará, la pobreza infantil batirá récords con relación a la UE y el rendimiento escolar de la mayoría será como el actual, es decir, muy insuficiente.
Una idea del desequilibrio ideológico que predomina en los poderes públicos es el hecho de que se gastan del orden de 40 millones de euros en subvencionar abortos y solo 22 millones en ayudar a mujeres embarazadas en dificultades. La mayoría, 13 millones, corresponden a la Comunidad de Madrid. Cataluña, la segunda en población y la primera en inmigración, no aplica ni un solo euro.
El menosprecio por la mujer embarazada es tal, que ni tan siquiera existen estadísticas sobre su número y situación socioeconómica, a pesar de que los datos empíricos constatan que el 80% de las mujeres embarazadas no acuden al aborto si reciben apoyo.
Y estas consideraciones nos introducen en otra clave de la desigualdad, la que tiene como sujeto a la mujer.
Mucho feminismo trans o pre-trans, mucha paridad política y administrativa, pero lo que cuenta, el puesto de trabajo y el salario en la empresa, sigue siendo una cuestión pendiente, porque -y es algo bien sabido- la causa fundamental de la diferencia salarial entre hombres y mujeres es debida a las consecuencias laborales del embarazo y el parto. Mientras el estado no contribuya a que las empresas no vean en ambas cuestiones una carga, la desigualdad perdurará. Claro que también las grandes empresas podrían hacer mucho más, situando la prioridad de su responsabilidad social corporativa en la mujer embarazada y en la madre. Eso también forma parte del camino a seguir, de la gran transformación pendiente.
Finalmente, los jóvenes. Es conocido el hecho que el gasto social se halla fuertemente desequilibrado en relación con las personas de más edad a causa del gasto sanitario, pero sobre todo por el gasto en pensiones, que al ser deficitario obliga a una aportación neta de los presupuestos del estado. Pero sin jóvenes que puedan estudiar, trabajar, emanciparse, con todo lo que ello comporta, no hay futuro. Mejor dicho, será el futuro que marca la inmigración masiva, el empleo en los sectores de baja productividad y el continuado retroceso de la convergencia con Europa, en la que llevamos sumergidos más de una década, con los últimos cinco años francamente nefastos.
Porque una política de juventud no son los “bonos culturales” y los billetes gratuitos. Eso, en todo caso, no pasa de ser un dónut. Ahora existirá un Ministerio de Infancia y Juventud, quizás se note, pero es dudoso vistos los antecedentes. También hay un Ministerio para la Igualdad y, tercera gran paradoja, carece de toda competencia en materia económica. Pero si cuela, cuela.
Publicado en La Vanguardia.