Leo que en Suecia han decidido suspender el ‘plan de educación digital’ y recuperar los consabidos libros de texto, después de que los índices de ‘comprensión lectora’ de los niños y jóvenes suecos se hayan derrumbado estrepitosamente. En esta misma tribuna hemos escrito contra esta nueva demencia educativa, que por estos pagos se ha extendido como una gangrena devoradora; pues el español acomplejado se ha convertido en un pastueño asimilador de todas las modas foráneas (aunque sean los viejos errores de siempre, envueltos en el papel de celofán del ‘progreso’).
La ‘educación digital’ no se limita a aminorar la ‘comprensión lectora’, como aducen los suecos; esa dificultad creciente para comprender un texto no es más que el síntoma de una enfermedad infinitamente más lesiva. Pues la ‘educación digital’ atrofia los cerebros, aminora nuestras posibilidades retentivas y nemotécnicas y agrava nuestra tendencia a la dispersión, incapacitándonos para los esfuerzos mentales que requieren concentración. Cualquier neurólogo que no sea cómplice de los designios sistémicos conoce perfectamente los perniciosos efectos que la tecnología ejerce sobre nuestras facultades intelectivas, sobre nuestra memoria, sobre nuestra atención y nuestros recursos asociativos; efectos que todavía resultan más arrasadores en las mentes infantiles.
He leído con alborozo esta noticia sobre la palinodia educativa sueca. Como he explicado en alguna ocasión me considero –en franca oposición a esta época maldita, tan optimista y desesperada– un ‘pesimista esperanzado’; es decir, alguien que no edulcora el diagnóstico que le merece la realidad, pero que al mismo tiempo confía en la capacidad que el hombre tiene para arrepentirse y retractarse de sus errores. Y, aunque nuestra generación se distinga por su sumisión ciega a las consignas sistémicas (como se probó sobrecogedoramente durante la plaga coronavírica y se sigue probando hoy), confío también en la capacidad que el hombre tiene para nacer de nuevo, llorando sus errores pasados, y también para revolverse contra quienes se los inculcaron. Quiero decir que creo en las personas que tienen la gallardía de apartarse la venda de los ojos, para poder mirar a sus hijos y advertir que están en manos de monstruos que tratan de dañarlos, sometiéndolos a los experimentos más desquiciados, desde la ‘educación digital’ al transgenerismo.
Chesterton escribió que «en el borde de un precipicio sólo hay una manera de ir para adelante: dar un paso atrás». No se me escapa que a muchas personas dar ese paso atrás les cuesta sobremanera, porque les han inculcado la idea demente de que el ‘progreso’ es un designio que no puede ser contrariado, que no puede ser rectificado ni siquiera corregido; y que el mero hecho de no allanarnos ante ese designio nos convierte en réprobos. Hemos asumido que nuestras almas han de inmolarse ante los ‘avances’ de ese progreso que no admite discusión, olvidando que no hay verdadero progreso allá donde sus avances no se adaptan a nuestras almas, para sanarlas, para mejorarlas, para permitirles una vida más enaltecedora. El verdadero progreso civilizatorio –nos enseñaba Baudelaire– «no se halla en el gas, ni el vapor, ni en las mesas giratorias; está en la disminución de las huellas del pecado original». Y para alcanzar ese progreso, tenemos que atrevernos a dar un paso atrás, pues con frecuencia la única forma de avanzar consiste en retroceder. Así nos ocurre cuando nos perdemos en un bosque que no conocemos; y así nos ocurre, en general, en la vida, que tiene algo de bosque o selva abrumadora donde un ogro maligno se ha encargado de instalar flechas indicadoras que señalan insistentemente hacia el precipicio. Hay que reunir valor para desatender esas flechas indicadoras y detenerse en mitad del bosque, para dar un paso atrás, y después otro, y otro más, desandando el camino, hasta llegar a la encrucijada donde nos desorientaron, para tomar con decisión el camino contrario que nos aleje del precipicio.
En realidad, la magia negra con la que el ‘progreso’ embauca a la gente se funda siempre en los precedentes, nunca en los principios. Aceptamos caminar hacia el precipicio porque son muchas las flechas que nos dirigen machaconamente hacia allí, no porque nos hayan brindado una brújula que nos permita guiarnos. Ha llegado el momento de abandonar los precedentes que el ‘progreso’ nos brinda para que abdiquemos de la cordura; ha llegado el momento de volver a guiarnos por la brújula del sentido común. Bastará ese gesto tan sencillo para renegar de la ‘educación digital’ y de todos los experimentos desquiciados con los que tratan de dañar a nuestros hijos.
Publicado en XL Semanal.