«Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moria, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que yo te indicaré» (Gn 22, 1).
Este pasaje del libro del Génesis, más conocido como el sacrificio de Isaac, es uno de los textos más controversiales de la biblia. ¿Cómo podemos congeniar este relato con la imagen de un Dios bondadoso y compasivo? ¿Con un Dios que quiere que seamos felices, que tengamos Vida en abundancia?
La correcta interpretación de la Biblia nos enseña que no podemos analizar un texto fuera de su contexto, ya que podría generar tremendas y erradas afirmaciones de Dios, del ser humano y de la moral, entre otras cosas.
Si hacemos una lectura o una escucha atenta del relato de Abraham e Isaac en el capítulo 22, no puede dejar de llamarnos la atención y cuestionarnos acerca de lo que está ocurriendo en esta escena. Es lógico que nos surjan preguntas tales como: ¿Por qué Dios puede ser tan cruel? ¿Por qué Dios le pide a Abraham, a quien tanto ama, algo tan difícil? ¿Por qué, si bien Dios sabía que no lo iba a dejar sacrificar a su hijo, lo somete a tal angustia? ¿Acaso Dios es sádico? ¿Se está entreteniendo con las pruebas que nos pone? ¿Cómo podemos creer y seguir a un Dios así?
Para responder estas preguntas es necesario meternos en la historia, en su contexto histórico y bíblico, y así poder comprender el sentido real que el autor sagrado nos quiere transmitir y así obtener una correcta imagen acerca de Dios.
Este acontecimiento tan controversial ocurre en el capítulo número 22 del libro del Génesis. Sin embargo, la historia de Abraham, su primer encuentro con Dios, inicia en el capítulo 12.
¿Qué ocurre a lo largo de estos 10 capítulos entre Dios y Abraham, que Dios puede pedirle semejante “barbaridad” a Abraham y que podamos verlo sin espantarnos? ¿Qué pasa durante estos largos 25 años que trascurren en estos capítulos, para que Abraham pueda obedecer inmediatamente, “de madrugada”, sin vacilar ante semejante pedido?
La fe de Abraham no era ciega, era una fe ejercitada, entrenada. Por supuesto que desde los inicios recibió un Don especial, y tuvo un encuentro con Dios particular que lo impulsó en su camino. Pero luego de eso, en esos 25 años trascurridos, Abraham atravesó 10 pruebas y recibió 7 bendiciones de parte de Dios que fueron estableciendo este lazo de amor y confianza tan fuerte entre ellos. Abraham fue ejercitando su fe y acrecentando esta relación con Dios. Fue conociéndolo, escuchándolo.
Si vamos a participar de una maratón, no podemos hacerlo de un día para el otro, sólo por querer hacerlo. Debemos entrenarnos física y mentalmente con tiempo. Asimismo, podríamos decir que “la prueba” relatada en el capítulo de Génesis 22 fue la maratón de Abraham, para la cual Dios lo estuvo entrenando durante 25 años.
Fue en este periodo de entrenamiento donde Dios se fue revelando a Abraham y mostrándole Quién era, manifestándole su corazón, sus intenciones. Durante esta etapa de escucha confiada de nuestro padre en la fe, se fue estableciendo un vínculo de amor y confianza con Dios que lo llevaron a la entrega de sí mismo y de su más preciado tesoro, su hijo muy amado.
Abraham no negocia ni intercede por sí mismo
Por los relatos de los capítulos 12 al 22 conocemos algunas características de la personalidad de Abraham. Entre ellas, sabemos que era un hombre negociador y que utilizó sus talentos para interceder ante Dios por Sodoma y Gomorra (Gn 18,16-19). Sin embargo, vemos que ni amagó a negociar con Dios ante algo aún más terrible, el pedido de sacrificar a su propio hijo. ¿Por qué?
Abraham sabía que Dios es un Dios que cumple sus promesas, y que Isaac era el hijo que iba a darle una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar.
Tal como lo describe la Carta a los Hebreos: “Por la fe, Abraham, cuando fue puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda: él ofrecía a su hijo único, al heredero de las promesas, a aquel de quien se había anunciado: De Isaac nacerá la descendencia que llevará tu nombre. Y lo ofreció, porque pensaba que Dios tenía poder aun para resucitar a los muertos. Por eso recuperó a su hijo, y esto fue como un símbolo” (Heb11,17-19).
Esta confianza la podemos ver reflejada en las propias palabras de Abraham, palabras de fe: “Al tercer día, alzando los ojos, divisó el lugar desde lejos, y dijo a sus servidores: «Quédense aquí con el asno, mientras yo y el muchacho seguimos adelante. Daremos culto a Dios, y después volveremos a reunirnos con ustedes»" (Gn 22, 4-5).
La vida de Abraham (y de Isaac) reposa en la palabra de Dios. Ellos no sólo creen en Dios sino que le creen a Dios, a sus promesas, a Su Palabra.
Dios nos quiere libres
Desde el principio Dios nos creó para ser libres. Y a lo largo de toda la historia de la salvación podemos ver la lucha de Dios contra nuestras esclavitudes.
La relatada en el libro del Éxodo es quizás la más clara y evidente, pero no es la única. Sino que Dios, durante el desierto y a lo largo de toda la historia de Israel, fue purificando al pueblo de sus ataduras y costumbres que le hacían mal y no eran propias de su vocación de ser Hijos de Dios, un pueblo consagrado a Él.
Decíamos que el pasaje, o Parashá (en hebreo) de Génesis 22, tiene por nombre, no el sacrifico de Isaac sino la atadura de Isaac: Akedat Itzjak. A este término podemos interpretarlo desde al menos dos modos: la atadura material de Isaac en el altar para el holocausto y a la vez la atadura que Abraham tenía hacia su hijo tan esperado y amado.
¿Acaso cuando queremos algo en la vida por tanto tiempo, con tanto deseo, o que nos genera mucho dolor no conseguir, cuando finalmente lo obtenemos, no nos aferramos a eso tal vez en forma desmedida? ¿En lugar de centrarnos en el dador de ese don, no corremos el riesgo de atarnos al don y de convertirlo en un ídolo?
Cuando Dios nos pide algo, jamás es para destruirlo, sino para consagrarlo, y para liberarnos de esa atadura desequilibrada. Y eso es exactamente lo que ocurrió con Abraham e Isaac. Ellos aprendieron a renunciar al control de su propia vida, y así, la recibieron como gracia, como don.
Ofrenda del padre junto con el hijo
Podemos ver en esta historia que hay ciertos detalles que nos van mostrando que esta prueba no era sólo para Abraham sino también para Isaac.
Después de haber escuchado este relato, ¿cuál es la imagen que tenemos de Abraham junto a su hijo subiendo el monte? ¿De Abraham llevando a su pequeño e ingenuo hijo Isaac de la mano? ¿O de dos adultos caminando conscientes de su situación?
Tanto la Escritura como la tradición judía nos muestra que Isaac no era un nene chiquito sino un adulto fuerte y maduro. Por eso era él quien cargaba los pesados leños para el sacrificio (Gn, 22, 6). Isaac tranquilamente hubiera podido negarse a su atadura, luchar contra su padre, pero no lo hizo.
Hay indicios, si leemos el relato atentamente, que nos van mostrando que esta ofrenda no era únicamente de Abraham, sino que tanto él como Isaac voluntariamente fueron a ofrecer un sacrificio a Dios. El camino de fe de ambos y su relación íntima con Dios los había llevado a una comprensión de Dios tal, que sabían que Dios iba a cumplir sus promesas, aunque no sabían exactamente cómo.
Ellos conocían quién era verdaderamente Dios, su bondad, su amor, su compasión. No tenían una imagen errada de Él que los podía llevar a percibir malicia o crueldad, sino que sabían que Dios siempre es fiel. E Isaac, al ser el hijo de la promesa, podía ser entregado por completo, ya que Dios no iba a permitir que lo sacrificasen, o creían que hasta lo podría resucitar (Heb 11, 19). Isaac fue siempre un don de Dios, y así lo comprendieron tanto el padre como el hijo.
Cuando “caminamos con Dios”, lo conocemos tan profundamente que sabemos que sus motivaciones siempre son buenas y confiamos en que sus caminos son los mejores aunque muchas veces no los comprendamos. Así lo hicieron Abraham e Isaac, el padre y su hijo fueron juntos, voluntariamente, a ofrecer el sacrificio. Cuando confiamos en quien nos guía, la obediencia es capaz de anteceder a la comprensión.
El padre ofrece a su hijo, y su hijo voluntariamente aceptando va con él. Y esta imagen es una muestra anticipada de lo que va ocurrir tiempo después en el Calvario. (Citado de una parte de mí artículo anterior La confianza en la espera).
Dos mil años después
En el estudio cristiano de la Biblia existe algo que llamamos tipología. Esto tiene que ver con la interpretación de ciertos temas, acontecimientos o personas del Antiguo Testamento, que son considerados como figuras o sombras de realidades que se ponen de manifiesto en el Nuevo. Podríamos decir que son como el negativo de una foto sin revelar. Podemos ver ciertas formas, imágenes, y comprender lo que vemos, pero luego, cuando vemos la foto revelada, tenemos la visión completa, llena de colores, brillos, profundidad y su sentido completo. Esto es lo que se deja ver en el Nuevo Testamento, cuando los analizamos a la luz del Antiguo.
El relato de la “Atadura de Isaac” es considerado un tipo o figura de lo que ocurre en la cruz. El padre y el hijo suben al monte a ofrecer voluntariamente un sacrificio a Dios. Isaac, imagen, de Jesús, es quien carga sobre sus hombros los leños para el sacrificio, del mismo modo que Jesús carga la cruz a cuestas.
La foto revelada nunca es igual al negativo. Del mismo modo que el tipo (del Antiguo Testamento) nunca es igual a lo que apunta en el Nuevo Testamento. San Agustín decía: “El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo”. Y con la pasión de Cristo no hay mejor revelado, o mejor forma de poner de manifiesto, el extraordinario misterio que Dios escondía en la historia de Abraham.
Seguramente Abraham no era consciente de la espectacular y enorme profecía que estaba anunciando cuando dijo: Dios proveerá el cordero. Y así fue, dos mil años después, llegada la plenitud de los tiempos, Dios proveyó.
“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 25).
¿Conocemos al Dios verdadero?
Tanto el relato de la pasión de Cristo, como el de la atadura de Isaac, pueden ser percibidos como hechos tremendamente crueles, guiados por un Dios inentendible, duro, sediento de sangre. Quien somete a su discípulo amado, Abraham, a la peor de las pruebas. Del mismo modo que dos mil años después coloca a su hijo muy amado, en quien tiene puesta toda su predilección, ante la situación más humillante y dolorosa que puede existir.
O podemos sumergirnos en un hermoso camino de conocimiento de quién es Dios verdaderamente, y comprender cómo es su corazón, su deseo para con nosotros, su ternura, su amor infinito. Y de este modo, podremos interpretar estos relatos como historias de confianza y de entrega de amor, que transcienden toda lógica humana ya que son capaces de ver más allá de lo visible.
Jesús dijo: “Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10, 27). Las ovejas no siguen a cualquier persona, sino sólo a su pastor, porque lo conocen, y por eso confían en él.
El buen pastor da su vida por ellas. Por eso seguir esta voz es sencillo, no es una confianza insensata, sino todo lo contrario. ¿Qué más sabio que ponernos en manos de alguien que nos ama, que quiere lo mejor para nosotros y que además es todopoderoso?
Frecuentemos siempre la Palabra de Dios para poder reconocer la voz de nuestro pastor entre tantas voces que hoy luchan por nuestra atención. Y así podamos seguirla, para que nos haga descansar en verdes praderas, nos conduzca a las aguas tranquilas y repare nuestras fuerzas; nos guíe por el recto sendero, por amor de su Nombre. Y aunque crucemos por oscuras quebradas, no temamos ningún mal, porque Él está con nosotros (Salmo 23).
Publicado en el blog de la autora, Judía y Católica.