A modo de introducción, voy a hacer un brevísimo repaso por la historia antigua de la filosofía occidental, anterior a la venida de Jesucristo al mundo.

En un primer periodo, proliferaron algunas mentes privilegiadas que buscaban el origen de todo en explicaciones mitológicas y en los elementos naturales. Cuando el pueblo griego descubrió la razón, se abrió paso a una segunda etapa del pensamiento, marcada por este tránsito del mitos al logos (véase a la racionalidad). Este esplendor, por motivos de diversa índole, entró en decadencia, hasta que se produjo un resurgimiento con el advenimiento de Cristo, aquel Mesías cuya llegada estuvieron anunciando los profetas durante siglos.

En otras palabras, los filósofos griegos empezaron buscando el origen de todo en ideas mitológicas, después, en la razón, y cuando parecía que esta última era insuficiente para dar respuesta a los grandes enigmas del hombre, advino el cristianismo, doctrina que hizo al logos reconciliarse con el mythos. Como decía G.K. Chesterton, “los ríos de la mitología y la filosofía fluyen paralelos, y no se mezclan hasta que se juntan en el mar de la cristiandad”.

Ahora bien, esto no consistió en una solución intermedia a un conflicto entre la razón y el mito (como astutamente pretendía inculcar Hegel, a través de su tríptico quimérico tesis-antítesis-síntesis, en base al cual enfrentar a una teoría con su contraria trae consigo una versión sintetizada de ambas). Más bien, se trató de una evolución de la racionalidad que, además de hacernos capaces de justificar las cosas racionalmente, nos hiciese superar los límites de la lógica inmediata, para ver más allá de estas fronteras angostas, sin cerrarnos en banda a lo trascendente. No se procuró coser los párpados de los seres racionales, sino ampliar los horizontes de su mirada.

Por esto, en el cristianismo, aquello que no podemos alcanzar a comprender no es considerado como un mito o una idea irracional, sino como algo suprarracional, véase racional, pero superior a la inteligencia humana. Al hablar de una racionalidad más elevada, de algo que no dejar de pertenecer al ámbito de la razón, queda desmontada la teoría de Hegel de ver el pensamiento cristiano como una solución intermedia a un conflicto entre el mythos y el logos, incardinada a su falacia de tesis-antítesis-síntesis. Más que de un enfrentamiento, se trata de una reconciliación, o de una limitación de la razón que necesitaba ser subsanada por la venida de Cristo.

Uno de los aspectos que hace verosímil que el cristianismo fuese la culminación de la intelectualidad griega es que los griegos más eruditos, representantes de la época de mayor esplendor de la filosofía, fueron capaces de apelar a Dios en solitario, y no tanto a los dioses.

Sócrates, quien es reconocido como el padre de la filosofía antigua, al ser condenado a muerte bajo la ingesta de cicuta, pronunció estas palabras antes de ser ejecutado: “Dios me puso sobre la ciudad como al tábano sobre el caballo, para que no se duerma ni amodorre”. También, se despidió de los jueces que le dieron sepultura con esta declaración: “Yo voy a morir y vosotros a vivir. A quien de nosotros aguarda un destino mejor es algo que todos ignoramos, salvo el dios”.

Aristóteles, quien es reconocido como el filósofo cumbre de la era precristiana, llegó a la conclusión de que el cultivo del entendimiento es la facultad más elevada del hombre, lo cual nos conduce irremisiblemente a la existencia de un “primer motor inmóvil”, que fuese el primero en dar origen a todo, sin que un ente previo le hubiese dado origen antes a él. Según el sabio griego, dicho entendimiento tenía que ser seguido de la voluntad, véase de las obras. Ambas cosas le llevan a distinguir entre las virtudes dianoéticas (propias del entendimiento) y las éticas (relativas a nuestra manera de comportarnos).

Si Sócrates apeló directamente a Dios, Aristóteles llegó a la conclusión de que era necesario un “primer motor inmóvil”, que no fuese movido por otro previamente, es decir, un ser necesario y eficiente de sí mismo (algo que nos lleva inexorablemente hacia un solo dios, en vez de hacia una multiplicidad de dioses).

Cuando los griegos descubrieron la razón, Sócrates fue el supremo baluarte del ejercicio de ésta para buscar la verdad (búsqueda que se conoce como alétheia), a contrario sensu de lo que hacían los sofistas, que utilizaban su sabiduría para hacer negocio, a base de ayudar a salvar, en no pocas ocasiones, a criminales de un posible dictamen desfavorable de los jueces (mala costumbre que les abocó a caer en el escepticismo).

Además de esta honestidad intelectual que le hacía sobresalir a Sócrates frente a sus coetáneos, cabe destacar que este genio griego le quitó un candado a la sabiduría, al hacerla extensible a los ignorantes, en vez de concebirla como un patrimonio exclusivo de los sabios (sophos). De hecho, este padre de la filosofía griega sostenía que la ignorancia (nesciencia) era el punto de partida del pensamiento. Esto le hizo poner en práctica el arte de la mayéutica, que consiste en llevar a los indoctos a conclusiones incluso más elevadas que las de los propios eruditos, a base de encaminarles hacia la búsqueda de la verdad con preguntas bien formuladas.

Con todos estos datos encima de la mesa, podemos decir que Sócrates y Aristóteles, además de apelar a Dios en solitario y de ser dos filósofos verdaderamente representativos del periodo de apogeo de la filosofía griega, expusieron algunas teorías que podrían ser consideradas como una anticipación del pensamiento cristiano.

En Aristóteles, podemos percibir un anhelo por buscar la primera causa de todo, a través del entendimiento; y en concebir este último como algo previo a la voluntad. Ambas cosas son dos de las bases del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, gran puntal de la escolástica o vertiente filosófica del catolicismo. De hecho, un buen escolástico ha de ser aristotélico-tomista.

En Sócrates, el hecho de incardinar el uso de la razón a la búsqueda de la verdad es una de las máximas del cristianismo; además de desencadenar la sabiduría, para hacerla extensible a todos, incluso a las personas menos ilustradas (algo que no puede estar más en sintonía con el espíritu del Evangelio).

A esto, sumémosle que, por ejemplo, el poeta romano Virgilio (también anterior a la venida de Cristo) llegó a la conclusión de que la humanidad estaba sedienta de un dios que pusiese fin al sufrimiento. Con estas palabras, lo puso de manifiesto: “Compañeros míos, cosas más graves habéis sufrido, y a éstas también un dios pondrá fin”.

Rafael Gambra, en su brillante ensayo Historia sencilla de la filosofía, nos recuerda que San Justino Mártir, uno de los grandes apologetas del siglo I, “trata en sus obras de presentar a la filosofía clásica como antesala y preparación de la fe cristiana”; a lo que agrega que “las doctrinas de Platón y de Aristóteles deben mucho, según él, a la revelación primitiva y a influencias mosaicas y de los profetas”.

A todas estas explicaciones que nos acercan al hecho de que el cristianismo fue la culminación del pensamiento griego, es preciso añadir que nos enseñó que la fe y la razón no son dos realidades enfrentadas, sino complementarias (la fe es suprarrazón, véase una racionalidad superior a las limitaciones intelectivas de los hombres, a la que la razón humana se encuentra supeditada).

Esto, de hecho, puso fin a esa conducta irracional que se daba en el mundo pagano, aquella que consistía en utilizar la razón por un lado y albergar creencias místicas por el otro, sin que hubiese una unidad o coherencia entre ambas. Esta costumbre de emplear un logos que pudiese entrar en contradicción con el mythos practicado, como si fuesen dos verdades contradictorias y asumibles al mismo tiempo, era algo que tenía lugar en el mundo precristiano. En palabras de G.K. Chesterton, podían ser “filósofos e incluso escépticos sin perturbar el politeísmo popular”.

Del mismo modo que, en la Grecia clásica, se produjo un tránsito del mythos al logos (de la mitología a la razón) y que cuando la racionalidad entró en barrera, el cristianismo resurgió para paliar esa decadencia y llevar al pensamiento griego a su punto culminante, me gustaría añadir que en el momento en el que se dejó de lado la escolástica medieval de Santo Tomás de Aquino y se empezó a utilizar la razón al margen de la Revelación Divina (racionalismo), se terminó utilizando la racionalidad para justificar los propios caprichos, y no para buscar la verdad de las cosas.

Esta última teoría que sostengo está probada históricamente: de la escolástica, pasamos al racionalismo y del racionalismo, al sentimentalismo (en sus vertientes románticas, vitalistas, de creer que uno es lo que siente y no lo que realmente es, etcétera). En otras palabras, una exaltación desaforada de la razón degeneró en la aniquilación de ésta, puesto que el sentimentalismo en el que ha desembocado consiste en situar a los sentimientos por encima de la racionalidad.

En relación con esto, me gustaría hacer hincapié en otra coincidencia histórica de lo más sospechosa: con la irrupción de ese racionalismo moderno que abjuraba de la escolástica tomista, en vez de traer consigo una búsqueda honesta de la verdad, abrió las puertas del relativismo y del escepticismo, que son aquellas posturas que, antes de Cristo, defendían los sofistas enemistados con Sócrates, padre de la filosofía antigua y defensor de la búsqueda de la verdad a través de la razón.

Antes de terminar, es preciso subrayar que la venida de Cristo llevó el pensamiento a su cénit, puesto que introdujo unas paradojas sublimes, excelsas, inconmensurables, que barrieron los angostos límites de la lógica inmediata, de la fría racionalidad. Parafraseando a Chesterton, la verdad es paradójica.

El teólogo Charles Moeller, en su prodigioso ensayo Sabiduría griega y paradoja cristiana, nos enseña que, en la antigua Grecia, mientras era sublimado el arquetipo de hombre sabio, rico, poderoso, y de guerrero bello, fuerte, exitoso, feroz e incompasivo en la batalla, además de vengativo con sus enemigos, “Dios eligió a los necios según el mundo para confundir a los sabios; Dios eligió a los flacos del mundo para confundir a los fuertes, y a las cosas viles y despreciables del mundo”. A esto, agrega que supuso un desafío frente al “orgullo estoico de la virtud”, frente al “escándalo ante un Dios que acepta la fealdad y la humillación” y que despierta “la extrañeza ante la renuncia a la venganza”.

Oscar Wilde, en su carta De profundis, escrita durante su presidio en la cárcel de Reading, quedó sorprendido ante la paradoja de que Cristo fuese “ojos para los ciegos, oídos para los sordos, y un grito en los labios de quienes tenían la lengua atada”.

Para terminar, considero pertinente confrontar una cita de Esquilo con otra de la Biblia, en cuyo contraste podemos ver otra de las cándidas novedades introducidas por el cristianismo. Mientras Esquilo abogaba por que “cuando un mortal se entrega a labrar su propia perdición, los dioses acuden a ayudarle en su cometido”, las Sagradas Escrituras nos enseñan que “Yo no quiero la muerte del pecador, dice el Señor, sino que se convierta y viva” (Ez 18, 23; 33, 11).