Mi última columna en esta libérrima tribuna de Religión en Libertad se la dediqué al joven carmelita fray Pablo María de la Cruz. Pocos días después, sin apenas tiempo para disfrutar de su recién estrenado noviciado, falleció, eso sí, no sin antes provocar una inmensa ola de profundo anhelo de Dios, que no ha hecho nada más que comenzar. "Al verlo me dan ganas de no pecar más", llegaron a decir en su funeral. ¿No es —a provocar eso mismo— a lo que estamos llamados todos los cristianos? Claro que sí… y ya nos gustaría a muchos marcharnos como tú, querido Pablo.
Tras la noticia de su fallecimiento pude volver a ver en YouTube su profesión como carmelita. En un momento de la celebración, uno de los frailes que intervino reveló cuáles eran los tres deseos de Pablo para sus votos. La conversión de los jóvenes, la unidad de la Iglesia y no tenerle miedo a la muerte. Tres aspiraciones tan impresionantes, que al escucharlas me quedé pensando un rato. No hablaba ni de la fraternidad humana ni de la paz perpetua ni del amor universal. Eran cosas tangibles, santas… y tan necesarias, que se le ponían a uno los pelos de punta.
Las tres peticiones me parecieron muy acertadas, pero una me resultó especialmente actual: no era otra que la unidad de la Iglesia. Y como no era un simple deseo… así Pablo quiso organizar su funeral: en la preciada comunión de la Iglesia. Nacido en una comunidad del Camino Neocatecumenal, Pablo murió siendo miembro de una orden religiosa y enarboló en su profesión la bandera de Efetá. ¿No es acaso maravilloso? Desde luego que sí, porque, como dice la canción, "que seamos todos uno… y forofos todos de todos".
En los últimos días hemos visto en algunos medios cómo determinados movimientos y realidades de la Iglesia están siendo puestos en la picota o, al menos, sometidos a un exhaustivo escrute con lupa de gran aumento. No me referiré a nada en concreto, ya que no me gustaría dar publicidad gratuita y, además, porque creo profundamente que "lo más importante de un cristiano es parecerse a Jesucristo, que fue odiado. Y nosotros no podemos ser más grandes que nuestro Señor. Si quieres ser cristiano tienes que prepararte para la cruz".
Fue entonces cuando recordé las palabras del prior carmelita durante la profesión de Pablo: "Bien sabemos que la santidad no se improvisa. ¿Dónde la ha mamado Pablo? En vuestra casa, es decir, que quien ve al hijo ve a los padres". Y comencé a preguntarme por el contexto que Dios había elegido para que este joven alcanzara la santidad. Y supuse que habría visto ya desde pequeño a sus padres darle la vida cada día, y perdonarse cada noche antes de dormir, y rezar en familia cada domingo, y a sus hermanos dejar las comodidades para ir a predicar al fin del mundo.
Pero también, y no menos importante, Pablo supongo que pudo disfrutar en su corta vida de una pequeña comunidad donde vivir su impresionante fe, y disfrutar de Cristo, con el que tanto ansiaba encontrarse, bajo las dos especies —gracias al Concilio Vaticano II—, y seguro que pudo hablar en libertad delante de unos hermanos —que no eran de sangre— pero que nunca le juzgaron, y etc, etc. Cuántas gracias, estoy seguro, recibió Pablo en aquel contexto que Dios eligió para él. Y solo hay que ver cómo respondió a ellas, dándonos con generosidad a todos, y de forma gratuita, lo que antes había recibido gratis.
Veo el impresionante testimonio de Pablo y no puedo dejar de tener presente a tantísimos santos y santas que han dado, y siguen dando, los movimientos e itinerarios a la Iglesia universal. Cuántos frutos valiosísimos se han podido cosechar. Cuántas vocaciones sacerdotales, cuántos célibes han entregado su vida por los demás, cuántos numerarios, itinerantes, consagradas… cuántos laicos simplemente alegres, cuántos matrimonios han dicho sí a la apertura a la vida, cuántas familias han dejado todo por anunciar a Jesucristo, cuántas monjas, monjes, frailes, religiosas, religiosos fueron plantados antes en estas atractivas y fecundas realidades eclesiales.
Esta columna va llegando a su fin y cómo no terminar haciendo míos aquellos deseos que siempre tuvo Pablo: ahora que estás allá arriba, que intercedas por nuestra conversión, que no tengamos miedo a morir… ¡y que seamos todos uno!