En 1870, Pío IX convocó en Roma el Concilio Vaticano I para proclamar el dogma de la infalibilidad pontificia: a saber, que el Papa es infalible cuando habla ex cathedra sobre materias de fe o de moral.
La Iglesia sabía esta verdad desde hacía mil ochocientos setenta años. ¿Por qué convocar un Concilio para proclamar solemnemente una verdad conocida por todos?
Porque, después mil quinientos años de cristianismo, en Italia (también en el resto Occidente, aunque allí habían tenido a Lutero y a Calvino), que había sido educada en la fe y en la verdad cristiana de la caridad hacia los demás y hacia Dios, donde crecían las familias numerosas, donde muchos de sus miembros se ordenaban sacerdotes o ingresaban en el convento... durante mil cien años (desde la donación de Pipino en 756) habían existido los Estados Pontificios: ¿qué podía pensar el pueblo al verlos despedazados en nombre de la religión? ¡Porque esto decía el artículo uno de la constitución italiana, el Estatuto Albertino: “La Iglesia católica, apostólica y romana es la única religión del Estado”!
¿Cómo podía estar pasando todo esto?
Pongámonos en la piel de quienes lo vivieron. Fue un shock terrible. No solo, con el final de los Estados papales, habían empeorado las condiciones económicas de casi todas las clases sociales, sino que eran continuos el escarnio de la vida católica y la burla a todas las instituciones de la Iglesia, en particular al Santo Padre, tratado por Garibaldi como un cubo de estiércol.
Ante esta situación de angustia y desconcierto enormes, porque todo lo que había sido verdad durante milenios se derrumbaba, porque la duda había sido inculcada en el corazón y en la mente de los fieles católicos, muchos de ellos podrían haber empezado a pensar: ¿será verdad lo que Jesucristo predicó? ¿Será verdad que el Papa es infalible? ¿Será verdad que nuestra religión, que es perfecta porque es divina, no necesita progreso, no necesita ‘ponerse al día’, como pretendían los llluminati? ¿Será verdad todo eso?
Esta situación de desfondamiento ponía a prueba la fe. Era justo lo que los masones habían buscado deliberadamente: pensaban que, si destruían el poder temporal del Papa, se derrumbaría también la confianza en la religión católica.
Esto no sucedió. Y no sucedió, entre otras cosas, porque Pío IX confirmó, con la constitución Pastor Aeternus, la verdad de su propia infalibilidad. ¡Sí, la suya! Porque Dios es Dios, y se encarnó en Jesucristo, y Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se la prometió al Papa.
La convocatoria del Concilio con la proclamación de este dogma fue, pues, un modo de transmitir esperanza a los católicos, algunos de los cuales, de otro modo, seguramente se habrían arrojado a la desesperación.
Pío IX fue un grandísimo Papa. ¡Un gran hombre de Dios!