Leo con desolación que en 2022 nacieron en España más hijos de madres solteras que de madres casadas. El titular es de por si más potente que cualquier análisis o artículo. Implica tantas premisas previas que resulta demoledor.
Muestra el alto porcentaje de familias desestructuradas (ausencia de compromiso sólido de convivencia, divorcios, monoparentales, etc.) y señala el arriesgado nivel al que ha bajado la natalidad en España (como los pantanos, que se quedan sin agua).
También significa que la mayoría de los niños de las siguientes generaciones no contarán con el soporte y estabilidad que supone crecer en una familia. Una estabilidad no sólo material sino también emocional y psicológica, por la importancia de las figuras materna y paterna para los hijos, por la riqueza que aporta desarrollarse en esa pequeña y primera sociedad que es una familia, la única en la que se pueden aprender de manera sólida los valores de la sana convivencia.
La familia va más allá del núcleo padres-hijos, el círculo cercano de abuelos-tíos-primos es una red de seguridad que resulta imprescindible en situaciones de crisis. Ese segundo ámbito de protección también se ve afectado y carecer de él supone una desventaja y aumenta la vulnerabilidad.
Esto sin entrar en otras consideraciones de mayor calado, porque la familia es un regalo, verdadero don que estructura la sociedad y que no podrán disfrutar la mayor parte de los niños que están naciendo ahora.
Hay quien lo interpreta de otra manera. Nos lo presentan como prueba de la tolerancia social alcanzada por el país, lo consideran un avance a nivel sociológico, un índice que muestra un alto nivel de libertad individual, incluso un factor igualador de los niños con independencia del modelo de familia o sistemas de convivencia en que nazcan.
Sin embargo, obvian/desconocen/ocultan lo que dicen los estudios científicos respecto a la conexión existente entre el índice de fracaso escolar y la pertenencia a familias desestructuradas, o la asociación negativa entre el divorcio de los padres y la probabilidad de los hijos de obtener un título universitario.
No aluden a la relación entre el ámbito económico y el bienestar social (el mayor generador de pobreza es el divorcio), o a que el 80% de la población reclusa procede de familias desestructuradas. Por supuesto tampoco mencionan que las personas carentes de soporte familiar son más influenciables y maleables, un auténtico riesgo en esta sociedad de la posverdad y de la inteligencia artificial desbocada en que vivimos.
Sea cual sea la opinión de cada uno respecto a la importancia de nacer dentro de una familia, es un dato estadístico que la natalidad en España se encuentra entre las más bajas de nuestro entorno, habiendo llegado al punto en el que ni siquiera se alcanza la tasa de reposición (hay más muertes que nacimientos al año), es lo que se denomina “suicidio demográfico”.
Ante esta situación cabe preguntarse por las medidas que se toman, examinar la regulación de la conciliación y verificar que efectivamente ayuda a la crianza de los hijos, indagar sobre las actuaciones implementadas (especialmente en las zonas “vaciadas”), conocer las inversiones destinadas a mejorar la natalidad, etc.
Los datos estadísticos son inapelables, sin voluntad de ser exhaustiva señalo algunos singularmente esclarecedores: España ocupa la posición 20 de 27 de la Unión Europea en porcentaje de PIB dedicado a la familia.
En 2022 las Administraciones Públicas destinaron 20 millones de euros a ayudas a la mujer embarazada (la mitad de lo dedicado a financiar abortos).
De este total casi 15 millones corresponden a Madrid, los otros cinco se reparten entre seis comunidades (Castilla y León, Andalucía, La Rioja, Galicia, Valencia y Murcia). La región más envejecida de España, Asturias, no le dedicó ni un euro, tampoco las demás comunidades destinaron partidas a este concepto.
No es necesario recurrir al Instituto Nacional de Estadística para corroborar algo que experimentamos a diario. En mi entorno laboral las mujeres son mayoría. Mujeres de clase media y clase media-baja, trabajadoras, responsables y fiables. Muchas de nosotras somos madres y hemos compatibilizado nuestro trabajo con nuestra familia, así que las conversaciones a menudo se refieren a la relación entre ambas cuestiones.
Con independencia del nivel de estudios, económico y social, las que vamos cumpliendo más años hemos tenido más hijos que las más jóvenes.
Mi gran amiga y estrecha colaboradora Paqui, a quien sigo recordando a diario, tuvo tres (bien es verdad que el segundo parto fue gemelar, habían apostado por la parejita). A pesar de que esto le exigió un gran esfuerzo personal y familiar jamás se arrepintió, al contrario.
Otra de nuestras compañeras -Charo, que solo tiene un hijo- siempre se ha lamentado de no haber tenido más, pero nunca se decidió porque le agobiaba no poder hacer frente a las cargas. Tras la muerte de Paqui en plena pandemia, su puesto lo ha ocupado Cristina, una chica mucho más joven y preparada, además de una gran persona. Cristina hizo su oposición cuando su hija cumplió diez años, hasta entonces se dedicó a su crianza y educación, algo que pudo permitirse gracias a la situación laboral de su marido.
Porque la realidad es que actualmente los hijos se han convertido en un lujo para un creciente número de familias, que ven cercenados sus deseos de crecer por el entorno hostil en el que tienen que lidiar.
Los hijos, esa bendición que la Biblia presenta como la mayor riqueza y alegría a la que se puede aspirar, convertidos en carga por una sociedad que no cuida ni protege lo más importante que tiene. Qué tremendo y qué triste.