El martes 28 de abril, la Iglesia francesa recibió una histórica humillación en la Asamblea Nacional francesa cuando el presidente del Gobierno, Édouard Philippe, anunció el calendario de medidas de desconfinamiento. A partir del 11 de mayo podrán abrir comercios y museos, pero el culto público permanece prohibido hasta el 2 de junio. Una bofetada similar a la infligida por el primer ministro, Giuseppe Conte, a la Iglesia italiana.
Dos días después, el presidente de la conferencia episcopal francesa, Éric de Moulins-Beaufort, arzobispo de Reims, se reunió con el ministro del Interior, Christophe Castaner, para reclamar que la asistencia a misa sea permitida al mismo tiempo que millones de franceses recuperan la libertad de salir de casa, trabajar e incluso acudir a algunos lugares de ocio. Pero el encuentro fue inútil.
La Iglesia "toma nota con tristeza de la fecha que se le impone a los católicos y a todas las religiones de nuestro país", afirmó la conferencia episcopal francesa en un comunicado, pero otros obispos han sido menos diplomáticos.
"Nos hemos sentido despreciados", manifestó el arzobispo de St-Pierre y Fort-de-France, en la Martinica, David Macaire, quien se declaró "sorprendido" por la decisión, porque la Iglesia francesa había colaborado estrechamente en la aplicación de las medidas sanitarias. "La fe es muy importante en estos momentos", añadió monseñor Macaire: "Estamos en crisis, hay problemas importantes, muchas personas están sufriendo mucho psicológica y espiritualmente. El país necesita la esperanza que ofrece la fe. Es una lástima que el gobierno haya prescindido de ella".
En la misma idea abunda el obispo de Chartres, Philippe Christory, al señalar que el gobierno de Emmanuel Macron considera que los católicos "no son considerados como personas responsables, no se ha escuchado nuestro compromiso de celebrar con cuidado para no producir contagios". Estas restricciones "afectan a la libertad de culto", añade, y son "injustificables para la razón, y expresión de la falta de consideración hacia la vida espiritual y religiosa de las personas, entendida sencillamente como algo no esencial para vivir".
Es, sobre todo, la comparación con otras actividades que sí son permitidas lo que ha provocado la reacción de los católicos. La diputada Emmanuelle Ménard se dirigió por carta al primer ministro reprochándole la "ducha fría" sobre los creyentes que supuso su declaración: "Señor ministro, ir a misa no es menos legítimo que ir a hacer la compra o ir a trabajar".
Emmanuelle Ménard es diputada en la Asamblea Nacional desde 2017, elegida como independiente con el apoyo del Frente Nacional y otros partidos de derecha.
"Para los cristianos, ir a misa y comulgar es vital", añade Ménard, y que se les impida es un agravio comparativo ante "la esperada apertura de bares y restaurantes": "Numerosos sacerdotes, obispos y fieles expresan su incomprensión, por no decir indignación", añade en la misiva.
Por su parte, Laurent Camiade, obispo de Cahors, ha elevado la cuestión al nivel de los principios, al afirmar que "la obediencia a las normas sanitarias impuestas a todos por el Estado no implica renunciar a los derechos de Dios, que están por encima de los derechos de los hombres (cf. Hech 5, 29)". La participación de los católicos en el bien común de la sociedad, añade, implica "adherirse sin reservas a las reglas sanitarias para adaptar nuestra forma de celebrar el culto a Dios por la salvación de las almas, pero no podemos aceptar que el Estado, sin explicación, nos imponga la prohibición del culto, al mismo tiempo que autoriza todo tipo de otras actividades, en algún caso más problemáticas en términos de contagio. Es, como mínimo, una falta de consideración".
También Dominique Rey, obispo de Fréjus-Toulon, ha mostrado su rechazo a la humillación infligida por el ejecutivo a la Iglesia francesa, limitada en el culto mientras todo tipo de actividades se reanudan.
"La prohibición es incomprensible e injusta", subraya monseñor Rey: "El gobierno plantea un trato discriminatorio en las medidas de desconfinamiento previstas para otros ámbitos de la vida pública y social. Es una ofensa a los cristianos, a cientos de miles de creyentes que podrán hacer la compra, trabajar, reunirse dentro de las normas de seguridad para la salud, pero no podrán ir a misa o a un acto de culto, siendo así que esas celebraciones son momentos esenciales y vitales para la vida de un creyente, pero también para la vida de nuestra sociedad, pues en ellos pedimos a Dios su ayuda para el país y para el mundo. Me rebelo contra el hecho de que se trate a la misa como una actividad secundaria o lúdica. Está en juego la salvación de nuestra alma".