Las matanzas más numerosas de la Guerra Civil española (1936-1939) tuvieron lugar en Paracuellos del Jarama, en el noroeste de Madrid. Milicianos del Frente Popular comisionados o tolerados por el gobierno eliminaron sistemáticamente en muy breve tiempo a miles de reales o supuestos adversarios políticos o ideológicos, entre ellos numerosos sacerdotes y religiosos, a quienes habían detenido tras el estallido del conflicto el 18 de julio.
Uno de los supervivientes de aquella masacre fue Cayetano Luca de Tena (1917-1997), entonces muy joven y que luego se convertiría en uno de los grandes directores teatrales españoles de su época, tanto en el escenario como en los platós de televisión.
Su testimonio sobre lo sucedido refleja la fe de los detenidos, que para muchos de ellos resultó ser causa única de su fusilamiento. Fue publicado hace años por ABC, que lo ha rescatado con motivo de la tramitación de la llamada Ley de Memoria Democrática (en virtud de la cual el Gobierno de Pedro Sánchez está valorando destruir la Cruz del Valle de los Caídos).
Por su interés documental, lo reproducimos a continuación:
Cayetano Luca de Tena, en 1956.
«Por aquellos días no hablábamos aún de Paracuellos. La verdad es que no sabíamos nada del destino de aquellos compañeros que salían, una noche cualquiera, de la Modelo, de San Antón, de Ventas o Forlier. Nos temíamos lo peor, desde luego; pero esos optimistas que nunca faltan aseguraban que las expediciones iban a Valencia o a Chinchilla. Chinchilla, sobre todo, fue muy utilizada en aquellos momentos y cuando alguien quería agarrarse a una absurda esperanza siempre mencionaba Chinchilla como término de aquellos traslados de presos».
Cayetano Luca de Tena apenas tenía 18 años cuando fue apresado en el otoño de 1936 en Madrid junto a su hermano Rafael y a punto estuvo de morir como Pedro Muñoz Seca y tantos de sus compañeros de cautiverio en Paracuellos. Cuarenta años después, desgranó sus recuerdos en las páginas de ABC «sin el más mínimo rencor» y tratando «de no cargar demasiado las tintas». Aunque advirtió que «hay cosas que por muy sencillamente que se cuenten resultan excesivas».
«El optimismo es sano, pero no es la realidad de la vida», repetía un compañero suyo de aquellas horas. Y Luca de Tena le daba la razón. «Yo no he sabido que ninguno de aquellos grupos sacados de las prisiones madrileñas en los tremendos días de noviembre y diciembre del 36 fuera a dar en Chinchilla», continuó. Algunos, como él mismo, llegaron a Alcalá de Henares, pero los otros «están todos en la fosa de Paracuellos», se lamentaba el director de escena y crítico de teatro.
«No, no hablábamos aún de Paracuellos porque incluso dentro de un clima de asesinato permanente no concebíamos todavía aquella nueva técnica del crimen en masa. Estábamos acostumbrados a ver salir casi cada noche a unos cuantos compañeros de galería a los que se llevaban por sorpresa, sin explicaciones, sin tiempo apenas para despedirse de los que intentaban dormir en los jergones vecinos. Los que iban a morir aguantaban el tipo y fingían quitarle importancia al asunto. Los que se quedaban tampoco ponían demasiado dramatismo en la despedida. Había unos abrazos rápidos, unos últimos encargos, unos testamentos urgentes: "Échame al correo esta carta, a ver si llega", "Si ves a mi padre dile...". Al que salía se le deseaba en una palabra -"¡Suerte!"- el fin rápido y digno, o el milagro imposible, o sabe Dios qué. Ellos solían volverse en la puerta de la celda o del dormitorio común y decían: "Viva España" o "Arriba España" sin énfasis, casi sin pasión, con un acento que ya no era rabiosa afirmación de lucha, sino serena conformidad con un destino. Se iban, en fin, una madrugada y ya no volvíamos a saber de ellos».
Según Luca de Tena, las salidas en masa empezaron el 7 de noviembre. «En la Cárcel Modelo encendieron de golpe las luces a la madrugada e hicieron abrir las puertas de las celdas. A través de una bocina se ordenó que permaneciéramos en ellas sin asomarnos y que sólo salieran los que iban a ser nombrados. La lista comenzaba por las celdas del piso bajo y cada nombre iba precedido del número de la celda, dicho a la manera de los hoteles -"ocho veintisiete" en vez de "ochocientos veintisiete"- lo que prolongaba la angustia de los ocupantes de las celdas más altas, que oían pregonar aquella lotería de la muerte sintiendo su número cada vez más próximo». Los condenados descendían las escalas de hierro y se reunían en el piso bajo, donde eran despojados de cualquier objeto de valor que llevaran encima y atados con alambre por las muñecas de dos en dos.
El director teatral mencionó unas declaraciones de Santiago Carrillo a la revista «uadiana en julio de 1976 en las que, tras reconocer su responsabilidad en aquellas expediciones, aseguró que se trataba de militares que ordenó trasladar a Valencia para que no cayeran en manos de Franco y pudieran reforzar los cuadros de su Ejército, que amenazaba con tomar Madrid. El que fuera comisario de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid olvidaba, a juicio de Luca de Tena, «que la inmensa mayoría de los asesinados no eran militares, sino estudiantes, sacerdotes, comerciantes o labradores». También le reprochó entonces a Carrillo que fingiera ignorar «que esas expediciones continuaron y que incluso se hicieron casi permanentes durante los días que van del 27 de noviembre al 4 de diciembre. En esas fechas fue cuando las matanzas de Paracuellos alcanzaron su punto culminante».
Para Cayetano Luca de Tena no había duda de que Carrillo fue responsable de esas ejecuciones que, a su juicio, se efectuaron «porque se deseaba el exterminio de un gran número de "fascistas" -esta era la denominación común en aquellos días-, bien como escarmiento y advertencia para la posible "quinta columna", bien como venganza por los reveses sufridos en el campo militar, bien -y esta es hipótesis muy verosímil y poco considerada hasta ahora- como "purga" aconsejada por los mentores rusos, que ya imponían su criterio tanto en lo militar como en lo civil», escribió.
Pocos días antes del 27 de noviembre llegaron a las cárceles unos milicianos que constituyeron lo que llamaron «Tribunales Populares», continuó Luca de Tena. Se trataba de hombres de diversos oficios, sin relación con la administración de Justicia. «En los pintorescos interrogatorios a que sometieron a los detenidos algunos se declararon poceros o albañiles. No poseían antecedentes de los interrogados. Operaban a ojo, por intuición elemental. Si se trataba de un chico joven inmediatamente era acusado de pertenecer a Falange. Revolvían sus papeles para dar la impresión de que consultaban datos conretos y luego formulaban unos cargos que inventaban sobre la marcha».
El director de escena recordaba que a un empleado de ABC que ocupaba en San Antón un jergón junto al suyo le preguntaron a bocajarro si había sido interventor de la C.E.D.A. [Confederación Española de Derechas Autónomas] en las elecciones y al contestar que sí «salió hacia Paracuellos sin sospechar que se trataba de un disparo al azar, de una desgraciada coincidencia».
«Así, con este espíritu, los milicianos escogieron en cada cárcel los individuos que, a su parecer, resultaban más fusilables. Las preguntas eran políticas y religiosas. Decían por ejemplo: "¿A ti qué te parece eso de que el Papa haya bendecido los cañones de los facciosos?" Y no faltaba, en ningún caso, la cuestión directa que ponía a la gente entre la espada y la pared: "¿Tú eres católico?"», continuó Luca de Tena, añadiendo la respuesta que muchos dieron entonces: «Apostólico y romano».
«Creo sinceramente que muchos de aquellos seleccionados para morir lo fueron única y exclusivamente por su condición de católicos, ya que no existía ninguna otra acusación concreta. Así eran las cosas en aquellos días. Se era candidato a la muerte por llevar una estampa de un santo en la cartera o una medalla de la Virgen colgada del cuello. Se adquiría la condición de "paseable" por tener en casa alguna imagen religiosa o un crucifijo a la cabecera de la cama. Conozco casos en los que bastó decir "adiós" en vez de "salud" para acabar tirado en la Dehesa de la Villa o en las tapias de la Almudena con un tiro en la nuca», relató.
Las lágrimas de Muñoz Seca
Él no se encontraba en la sala que le correspondía cuando comenzaron de nuevo los traslados el 27 de noviembre de 1936 y leyeron la lista a eso de las diez de la noche. Estaba en otra sección cuando le dieron la noticia.
«Con la manta al hombro y la cuchara en el bolsillo -era todo lo que poseía en aquellas fechas- me incorporé a los expedicionarios, reunidos en una dependencia inmediata a la entrada de la cárcel. Hasta allí se filtraron, no sé cómo, Julián Cortés Cavanillas y Pedro Muñoz Seca para decirnos adiós a mi hermano y a mí. Don Pedro se emocionó y se le caían las lágrimas al abrazarnos. Julián repetía mecánicamente: "No os preocupéis. Creo que vais a Chinchilla". ¡Siempre el fantasma de Chinchilla! Pero Julián lo decía sin convicción y se le notaba demasiado».
Pedro Muñoz Seca (1879-1936), uno de los autores teatrales de mayor éxito en el primer tercio del siglo XX español, fue asesinado en Paracuellos del Jarama. Su obra más conocida, "La venganza de Don Mendo", divertidísima parodia de los romances medievales, continúa llenando los teatros cada vez que se representa.
Aunque era joven y bastante inconsciente, «lo que allí se respiraba podía percibirlo cualquiera», afirmó. Sobre todo cuando subieron a los camiones confiados exclusivamente a unos milicianos que se preguntaban a gritos: «¿Llevas balas para todos?» Y cosas por el estilo. Luca de Tena recordaba con claridad los cartelones con retratos de Stalin y Lenin que adornaban la plaza de la Independencia y Manuel Becerra y que, durante el trayecto, los camiones se detuvieron con los faros apagados.
«Hubo voces, discursiones, órdenes amenazadoras para que no nos moviéramos de los camiones. Recuerdo que alguien, aprovechando la ausencia momentánea de los milicianos, propuso que rezáramos un Padrenuestro. Y recuerdo haber dicho en voz baja a mi hermano: "Ya". Mi hermano asintió con la cabeza y me dijo: "Por si acaso vamos a comernos el chocolate". Porque guardábamos como un tesoro dos onzas de chocolate para una ocasión especial y mi hermano parece que consideró que aquélla era una ocasión muy especial. Y sobre todo, la última. Pero nos comimos el chocolate y no pasó nada», escribió.
Un rato después siguieron su camino y llegaron a la cárcel de Alcalá de Henares. Entonces repararon en un policía bajito, con impermeable y pistola en bandolera, que había surgido de la nada y era quien hacía entrega de los presos al director de la prisión. Cuando acabaron de pasar lista, hubo un breve diálogo que a Luca de Tena se le quedó grabado en la memoria: «¿Están todos?» «Sí, están todos» «Bueno, pues ahí los tiene usted, que bastante trabajo ha costado que lleguen hasta aquí». Y el policía se dio la vuelta y se fue. El director de la cárcel les echó entonces un breve discurso para explicarles que no les esperaban ni tenían noticia alguna de su traslado. «Comprendimos entonces que por alguna razón hasta hoy desconocida la Policía gubernamental acababa de rescatarnos del poder de las Milicias Populares. Y comprendimos también -eso mucho más tarde- que el punto en que se detuvieron los camiones y se discutió y se gritó en la oscuridad era exactamente el sitio en que arranca la desviación de Paracuellos».
Durante aquella semana llegaron a Alcalá otras expediciones de presos, a los que les asaltaban los demás internos cuando salían al patio por primera vez. «¿Sois de Porlier? ¿De Ventas? ¿De San Antón?» Entonces supieron que muchas otras no habían llegado. Y la esperanza de Chinchilla se desvanecía con las tristes cartas que decían que no había nada que esperar.
Melchor Rodríguez los libró de ser linchados
Melchor Rodríguez, que pasaría a la Historia como el Ángel Rojo y a quien Luca de Tena describió como «un cenetista [de la CNT, Confederación Nacional del Trabajo] digno y valiente», fue nombrado inspector general de Prisiones y se acabaron aquellos asesinatos. Luca de Tena contó que llegó a salvar a los presos de Alcalá el 8 de diciembre, plantándose solo y sin armas frente a las turbas que querían lincharlos como represalia por un bombardeo. Las «sacas» dejaron de quitarles el sueño, pero aún no sabían nada de Paracuellos.
José Luis Olaizola contó la historia de Melchor Rodríguez, "el Ángel Rojo", en su documentada novela El anarquista indómito.
«La tumba de los amigos, de los parientes, no tenía un paisaje concreto, unos límites geográficos conocidos -explicó-. Hasta que llegó aquel curita con su impresionante cicatriz en la cabeza. Se había escapado de la zanja donde se amontonaban los cadáveres cuando sintió alejarse las voces de los milicianos y los faros de los camiones. Lo habían fusilado en Paracuellos. Y entonces fue cuando supimos de verdad, del todo, a qué clase de muerte habíamos escapado».
Cayetano Luca de Tena nunca pudo dar las gracias a la persona que les salvó. Muñoz Seca, que salió de San Antón pocas horas después, no tuvo tanta suerte. El director de escena, que volvió a recordar aquel dramático episodio en una Tercera en ABC, acudió tiempo después al cementerio de Paracuellos a rezar por el célebre autor de La venganza de Don Mendo y a darle las gracias por aquellas lágrimas que lloró por él.