Como en la tradición, eran tres
Jesucristo visitó a los Reyes Magos antes de la Pasión, según la Beata Ana Catalina Emmerick
En el relato de la monja alemana no se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar, sino Mensor, Sair y Zeokeno.
Mensor, Sair y Zeokeno pertenecían a una vieja estirpe de servidores de las estrellas. Aunque cada uno era señor soberano y sumo sacerdote de una tribu de pastores, el estudio del firmamento lo hacían desde la misma base de operaciones: una torre piramidal de la que salían unos tubos largos y enormes. Allí se turnaban con el compromiso de anotar y compartir con los otros sus observaciones.
El día en que se les anunció el nacimiento de Cristo -la imagen de una doncella y un niño en el centro de una estrella-, montaron en sus camellos y ordenaron marchar a Belén en una caravana de sirvientes y regalos. Y de inmediato. Sin duda, aquella era la señal largamente esperada, la misma con la que soñaron los fundadores de la dinastía más de mil años atrás.
Entusiasmo y alegría
Las crónicas de Emmerick están marcadas por la profusión de detalles, agotadora cuando de vestimentas se trata, defecto profesional de la vidente, que fue modista y costurera. En el caso de la caravana, eso sí, la descripción milimétrica de los ropajes sirve para clasificar a cada una de las tres huestes. “Las tribus vestían un poco distinto entre sí”, dice Emmerick.
Otro criterio clasificador es el de la raza. Aunque los tres clanes tenían un tronco común, a lo largo de los siglos se habían aventurado por los senderos del mestizaje, siendo el color de piel de Mensor atezado, el de Sair pardo y el de Zeokeno amarillento. De color negro, salvo algunos esclavos, Emmerick no vio a nadie, para desencanto de los leales al rey Baltasar.
Pero era más lo que les unía que lo que les separaba. Por ejemplo, el piadoso entusiasmo, casi una constante a lo largo de la marcha, fiel reflejo del carácter alegre de unos reyes que aunaban en su persona el poder temporal y espiritual, sí, pero cuyo papel más genuino era el del paterfamilias, que bordaban a la hora de trinchar los alimentos y distribuir las raciones entre los miembros de su séquito, desde los más notables a los de más baja condición.
VISIONES Supo que no todos veían lo que ella el día que en la escuela corrigió al maestro acerca de cómo había sido la creación. Las primeras visiones, decía, las tuvo en el seno materno. Fue testigo, sobre todo, de pasajes de Historia Sagrada, pero también de Historia profana, como el cautiverio de Luis XVI y María Antonieta. Sus detractores apuntan al poeta Clemente Brentano, quien la acompañó los últimos años de su vida, como verdadero autor de los relatos. Frente a esta acusación, los defensores de la veracidad oponen el hallazgo de la casita de la Virgen en Éfeso, llevado a cabo a partir de las visiones de Emmerick. Juan Pablo II la beatificó el 3 de octubre de 2004. |
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Cuenta Emmerick que en un alto en el camino nuestros protagonistas invitaron al rey de Causur, del que eran huéspedes, a que mirara por un tubo la estrella que les guiaba; quedó tan asombrado al ver un bebé con una cruz que les pidió que a la vuelta le mantuvieran al corriente de cuanto hubiesen visto, con la promesa por su parte de elevar altares y ofrendas al Dios recién nacido. Quedarse a la espera en su palacio de Causur en vez de unirse a la comitiva significó desaprovechar la ocasión de incorporarse a la tradición como el cuarto mago de Oriente.
Otro que pidió a los Magos un informe detallado de su visita, y no para ir a adorar al Niño, como les había hecho creer, fue Herodes. Ya le habían llegado rumores acerca del nacimiento del rey de los judíos, enseguida desmentidos por sus espías, quienes tras discretas averiguaciones llegaron a la conclusión de que se trataba de romances de pastores, pues en Belén solo encontraron a una familia pobre en una cueva.
Con tal información, Herodes pudo conjurar la posibilidad de un movimiento político de sillas (o mejor: de tronos) y entregarse a sus intrigas y bacanales, si bien por poco tiempo, pues de las mismas le sacó la majestuosa caravana -más de doscientas personas, un cuarto de legua de largo- de Mensor, Sair y Zeokeno. A lo largo del mes que duró el trayecto de ida, la comitiva había ido creciendo por aluvión, debido a la generosidad de los Reyes que, a su paso por los pueblos, en vez de caramelos, lanzaban pepitas de oro. “La gente se empujaba por los regalos”, cuenta Emmerick.
El momento más hermoso
Fue en Jerusalén donde se les sometió a una gran prueba de fe. Nadie sabía qué habían ido a buscar allí. Por un momento dudaron. ¿Y si se habían equivocado? Pero se mantuvieron firmes. Y su perseverancia fue recompensada: camino de Belén la estrella, que había perdido su brillo, volvió a recuperarlo. Apuntaba, en vertical y con fuerza, a una gruta en la ladera de una colina. Allí les esperaba un niño, el mismo al que habían visto dibujado en los astros. Era la Luz del Mundo.
No le adoraron una vez, sino varias. Solos y acompañados por sus sirvientes. Siempre elegantes, majestuosos. Toda su ciencia la estimaban en nada, pues era tanta su emoción que estaban apenas acertaban con las palabras, como si ante Él se hicieran como niños. Claro que le llevaron oro, incienso y mirra. Pero también bandejas, mantos, cajitas, vasos... Objetos, en fin, que utilizarían los cristianos en sus primeros cultos. María, a modo de regalo, les regaló el velo con que ella y el Niño se tapaban.
Y así, con un nuevo título en las alforjas (el de primicia de los gentiles), su fe aumentada y el aviso de que Herodes les preparaba una trampa, emprendieron la vuelta por el mismo camino por el que, treinta y tres años después, Cristo regresaría de Egipto.
AL SERVICIO DE SUS MAJESTADES Descubrió a Ana Catalina Emmerick en 1980 -las presentaciones las hizo Alfonso Michael Bertodano Stourton- y desde entonces se convirtió en activo promotor de su publicación en español. José María Sánchez de Toca ha traducido, entre otras, las visiones de la beata sobre las que trata este reportaje. General de Infantería, Sánchez de Toca acredita méritos bastantes para ser nombrado Jefe del Cuarto Militar de la Casa de Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. |
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El último viaje
Porque -siempre según Emmerick- antes de su muerte en la Cruz, Cristo hizo dos viajes: uno a Egipto, donde visitó a los judíos que habían acogido a la Sagrada Familia, y otro, más prodigioso aún, para despedirse de los amigos que, siendo él un bebé, habían seguido una estrella para adorarlo: Mensor, Sair y Zeokeno.
Los viajes tuvieron lugar entre la resurrección de Lázaro y la Pasión. Y no los hizo solo, sino acompañado por tres jóvenes discípulos: Eliud, Selas y Eremeanzar. La elección no fue casual. Los tres eran hijos de miembros de la comitiva de los Magos que, a su llegada a Belén, pidieron licencia a estos para establecerse allí, donde se casarían con pastorcillas.
Cristo no se hizo acompañar por ninguno de los apóstoles, pues no quiso que quedara testimonio del viaje, si bien Eremeanzar desobedeció. “Su escrito se quemó, pero algo de él se conserva entre nosotros”, dice Emmerick, excitando la imaginación de los arqueólogos y los autores de best sellers.
En el trayecto entre Efraín (la ciudad a la que se retiró tras resucitar a Lázaro) y la capital de los Magos, Cristo predicó con oportunidad y sin ella, y no solo a sus discípulos, sino a las gentes que le salían en el camino. A todo el que le preguntaba quién era y qué quería, Cristo le respondía que era un pastor en busca de corderos perdidos para llevarlos a buenos pastos.
Cabe interpretar que, en el caso concreto, se refería a los Reyes Magos, cuya ciudad, tan rica en prodigios, hubiera dejado chiquita a la cabaña de Papá Noel imaginada por los mejores dibujantes de la factoría Disney: palacios de paredes diáfanas y galerías al aire libre, calzadas pavimentadas con mosaicos de colores, colinas de suaves pendientes y oro en sus laderas, parques con fuentes de varios pisos en el centro...
Y era Él...
Al igual que María en Belén, que presintió en sueños la llegada de los Reyes, estos adivinaron la venida de Cristo, a quien en principio confundieron con un heraldo. Como bienvenida, ataron los árboles por las copas para curvarlos a modo de arcos del triunfo y una embajada de notables fue en busca de Jesús y sus discípulos, a quienes llevaron ante Mensor, pues Zeokeno se encontraba enfermo grave y Sair había muerto.
Hasta que él se lo dijo, Mensor y Zeokeno no supieron que su huésped se trataba de aquel bebé al que habían adorado años atrás, por más que ante su presencia se sentían tan conmovidos como entonces. El propósito de su visita era invitarles a entrar en la viña y el reino de su Padre, en recompensa por haber creído, esperado y amado. Claro que para eso era condición convertirse y creer en el Evangelio.
Cierto es que a su vuelta de Belén los Magos habían llevado a cabo grandes reformas en su religión. Por ejemplo, instituir una fiesta en conmemoración del día -8 de diciembre del año 15 antes de Cristo- en que les fue anunciada en las estrellas la concepción de María, visión a partir de la cual abandonaron los crímenes rituales de niños con los que pretendían acelerar el advenimiento del que habría de reinar.
El tiempo que permaneció allí, Cristo instruyó a los Reyes, pero también a sus sacerdotes y al pueblo. Lo hacía en el templo en el que los Magos habían instalado una representación del nacimiento, adelantándose siglos a la tradición inaugurada por San Francisco de Asís. Les predicaba sobre la misericordia, el amor del prójimo y la redención, al tiempo que les invitaba a huir de toda tentación de idolatría. Tan hondo calaron sus enseñanzas que Mensor advirtió con el destierro a aquellos súbditos que no quisiera conformar su vida a la doctrina cristiana.
Antes de partir, Cristo visitó la tumba de Sair, en la que cada día se posaba una paloma, signo que interpretó como bautismo de deseo, lo cual llenó de alivio a Mensor y Zeokeno, quienes le habían confesado que, tras su regreso de Judea, el único deseo de su amigo había sido vivir conforme a la voluntad del rey de los judíos. No fue este el único consuelo que Cristo les dejó, pues también les anunció que, a los tres años de la Pasión, les sería enviado un misionero de primera para completar su catecumenado y evangelización: el apóstol Tomás.
Es palabra de Emmerick.