Este sábado, Francisco autorizó, junto a otros decretos del Dicasterio para las Causas de los Santos, la beatificación de dos mártires españoles asesinados por milicianos del Frente Popular: el sacerdote diocesano Cayetano Clausellas Ballvé (1863-1936), natural de Sabadell (Barcelona) y capellán de una residencia de ancianos, fusilado el 15 de agosto; y el laico Antonio Tort Reixachs (1895-1936), nacido en los alrededores de Barcelona, fusilado en la madrugada del 3 al 4 de diciembre en el cementerio de Moncada.
Ese nombre tiene unas resonancias similares en Barcelona a las de Paracuellos en Madrid: un lugar donde fueron asesinadas miles de personas detenidas en los primeros meses de la Guerra Civil sin que hubiesen tenido parte alguna en ella, muchos de ellos exclusivamente por su fe católica.
Al estallar la contienda, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, creó el 21 de julio de 1936 el Comité Central de Milicias Antifascistas, con licencia para detener y en la práctica, sin que nadie se lo impidiese, eliminar a las personas detenidas.
Milicianos comunistas, anarquistas y de la Esquerra fueron armados y facultados oficialmente para registros y arrestos, por lo que la constancia documental de la responsabilidad política directa en esos crímenes es abundante. Así lo recoge Javier Barraycoa en su libro Los (des)controlados de Companys (LibrosLibres).
Dos víctimas de esos "(des)controlados" fueron los futuros beatos.
Mosén Clausellas era denominado "el padre de los pobres" por la especial dedicación que había tenido hacia ellos durante su medio siglo de sacerdocio. Tenía 72 años cuando fue capturado, y era capellán de un asilo de ancianos de las Hermanitas de los Desamparados.
Padre de once hijos y camillero en Lourdes
El caso de Antonio Tort, de 41 años, es completamente distinto, aunque muy característico de la persecución religiosa contra los católicos, también los laicos, que se vivió en toda España en la zona frentepopulista. Además es particularmente significativo por su relación temporal, aunque no causal, con el martirio del obispo de Barcelona, Manuel Irurita, a quien tenía acogido en su casa.
Padre de once hijos y joyero de profesión, Tort era conocido por su devoción a la Eucaristía y a la Virgen, en especial la de Lourdes, donde era un habitual como camillero para los enfermos. Irurita le conocía y le consideraba, antes de toda la peripecia que iba a unirles, "un hombre admirable", según cuenta Antonio Montero en su Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939).
Prueba de ello es que el 20 de julio, dos días después de fracasado el Alzamiento Nacional en Cataluña, conocedor de lo que iba a suceder, dejó a toda su familia en su residencia veraniega de Monistrol y se fue a Barcelona por lo que pudiera pasar. "¿Los católicos hemos de ver que arden los templos y las casas religiosas sin hacer nada para impedirlo?", le dijo a su preocupada madre nada más llegar a la Ciudad Condal.
Y no se equivocaba. Justo al día siguiente fue asaltado el palacio episcopal. Monseñor Irurita y su sobrino y secretario, mosén Marcos Goñi, pudieron escapar por una puerta trasera y refugiarse en el vecino piso de otro sacerdote. Como en aquellas horas el domicilio de un sacerdote era el lugar menos seguro de la ciudad, al poco lo abandonaron. En la calle Bisbe se tropezaron con Antonio Tort, quien les ofreció el suyo, que tenía, junto a su taller, en la calle del Call. Allí acogió también a cuatro religiosas carmelitas de la Caridad. Al cabo de unos días se uniría la familia Tort al completo.
Un hogar convertido en piadoso convento
El grupo clandestino aguantó cuatro meses en la más absoluta discreción. Según describiría luego la religiosa María Torres, fue un periodo "de vida claustral por el ambiente de piedad que se respiraba", compartido también por Francisco, hermano de Antonio. Todas las noches, desde una ventana invisible para los transeúntes, Irurita bendecía la ciudad, sometida al terror de los milicianos. El contacto con sus sacerdotes diocesanos era siempre clandestino y a través de terceras personas, para no revelar su paradero.
Ataviado con un guardapolvo y con barba crecida, el obispo Irurita reza el breviario en su escondite en casa de los Tort, donde se improvisó un altar para las misas.
Irurita celebraba misa a diario a las seis y cuarto de la mañana. Todos los habitantes de aquel improvisado convento comulgaban, y daban gracias en la misa que celebraba a continuación don Marcos Goñi. Desayunaban, y luego cada cual se iba a sus tareas. Por la tarde rezaban juntos el rosario y, tras la cena, las religiosas se retiraban a su cuarto y la familia se quedaba un rato conversando con su prelado. Éste confesaba a todos cada ocho días. "En aquellas circunstancias, ¿qué más podían desear?", apuntaría luego en su relato la hermana Torres.
Peregrino a Montserrat: un delito capital
El 1 de diciembre de 1936, tras 134 días de encierro, llamó a la puerta un grupo de "patrulleros", los grupos oficiales "antifascistas" de la Generalitat. Nada sabían del obispo, pero tenían una orden de detención contra Tort porque había aparecido en una lista como destacado peregrino a Montserrat, y contra su hija Mercedes.
En el registro, que aprovecharon para robar piezas de joyería de la familia y destrozar las imágenes religiosas que encontraron, dieron con la pequeña comunidad allí escondida. Irurita, sabiendo que era una pieza muy buscada y que su hallazgo en casa de los Tort era la muerte segura para su anfitrión, se identificó como un simple sacerdote, Manuel Luis.
Se lo llevaron, diciéndoles que era "para declarar" (a nadie se le ocultaba el destino real de aquellas detenciones), junto a Antonio, su hermano Francisco, la joven Mercedes, mosén Goñi y dos de las religiosas (dejaron en casa a las otras dos por su avanzada edad).
Los condujeron a todos a la tristemente célebre checa de San Elías, en lo que hoy es la parroquia de Santa Inés, donde fueron interrogados. Por la hermana Torres (que sobreviviría, como las otras religiosas, al ser dejadas en libertad junto a Mercedes), se conoce parte del interrogatorio. Al obispo, a quien creían simple sacerdote -aunque hay elementos que apuntan a que sospechaban de su identidad real-, le preguntaron si había dicho misa durante su reclusión: "No he dejado de celebrarla ningún día, y si me dejan lo haré ahora mismo, pues el mundo se sostiene por el sacrificio de la santa misa". Al cachearle le encontraron un rosario, que le quitaron, burlándose de él cuando lo reclamó: "Por favor, devolvédmelo, sin él no puedo vivir".
En la tarde-noche del 3 de diciembre, Irurita, Goñi, Antonio y Francisco fueron conducidos al cementerio de Moncada y fusilados.
Antonio Tort Reixachs y su familia.
Sus restos aparecieron en las exhumaciones de las fosas comunes de Montcada, una llevada a cabo durante la guerra y otra un año después de su conclusión. María Gavín, esposa de Antonio Tort, y sus hijos José María y Victoria Tort Gavín fueron quienes reconocieron los cadáveres de su marido y padre (ficha 803), de su cuñado y tío (ficha 823), de Irurita (ficha 814) y de Goñi (ficha 788).
El caso Irurita
Los del obispo, enterrados en la catedral de Barcelona, fueron sometidos a partir de entonces a una enconada propaganda destinada a negar su identificación, a pesar de dicho reconocimiento y de pruebas testificales muy precisas, que recoge el libro de Antonio Montero.
Así, el sacerdote Eusebio Vidal declaró en 1955 haber conocido -siendo capellán de la prisión de Lérida al concluir la contienda- a un miliciano que estuvo en su fusilamiento. No solo le vio morir, sino que escuchó sus últimas palabras: "Os bendigo a todos los que estáis en mi presencia, así como también bendigo a las balas que me ocasionaron la muerte, ya que serán las llaves que me abrirán las puertas del cielo".
Los detalles sobre la identificación de monseñor Irurita, en una conferencia de José Javier Echave-Sustaeta presentada por Jorge López Teulón.
En cualquier caso, en 1994 el entonces arzobispo Ricard María Carles ordenó unas pruebas de ADN cuyo estudio final es indubitable: los restos de la catedral son los de Manuel Irurita Almandoz. Un reciente y exhaustivo trabajo de José Javier Echave-Sustaeta del Villar aporta todas las pruebas científicas que dejan zanjada la cuestión.
Las cuales sirven ahora para enaltecer la figura de quien convivió con él sus últimos tres meses de vida. Antonio Tort dejó a su amplia familia un testimonio de entrega a Dios y a la Iglesia sellado con un martirio que ahora se ve reconocido.