“Vivimos una época de grandes medios y pobres fines”, dijo Einstein. La aceleración histórica, el dinamismo social, la aparición de la sociedad del conocimiento, las redes sociales, la globalización y todos los fenómenos actuales son grandes medios que pueden tornarse peligrosos si olvidamos que el centro de la educación, y de la sociedad misma, es la persona.

Terminamos una serie de cuatro artículos que hemos venido dedicando a glosar el documento “La educación encierra un tesoro”, también conocido como informe Delors, elaborado por la UNESCO hace ya casi treinta años. A pesar del aparente olvido en el que ha caído, creemos que hoy es más actual que nunca.

De los cuatro pilares de la educación citados en el mencionado documento y comentado en artículos anteriores: “Aprender a conocer”, “Aprender a hacer”, “Aprender a convivir” y “Aprender a ser”, éste último es la clave de todo el documento.  No en vano, con este mismo título, la propia UNESCO, elaboró un informe en 1972, en el que ya manifestaba el temor a una deshumanización del mundo vinculado a la evolución tecnológica. Acierta de forma premonitoria al decir hace más de 50 años: “No basta reunir el homo sapiens y el homo faber, es preciso además que se sienta en armonía con los demás y consigo mismo: homo concors.”

Estar en concordia, en paz consigo mismo, con la naturaleza  y con los demás. Ser persona, significa llevar una vida propia, auténtica, distinta y única desde la que poder crear y mejorar la propia existencia y la de la sociedad. No sólo coexiste con otros, sino que convive, comparte, conversa, disfruta o padece a través de lo cual, mantiene la propia personalidad y la enriquece.

El peligro de la uniformidad de comportamientos y pensamientos en una sociedad masificada, sin tiempo para la reflexión, es más grave que nunca. Cuando el ser humano vive de modo masificado, anulado en sus diferencias ya sea por coacciones externas o por limitaciones internas no goza de una vida personal auténtica.  En la sociedad de la información y de la comunicación es cuando el hombre corre más peligro de llevar una vida amorfa, seriada, sin sentido.

Una vida auténtica exige, en primer lugar, tomar conciencia de la singularidad, para lo cual es imprescindible el conocimiento de sí mismo, primer objetivo de toda sabiduría. “Conócete a ti mismo” tal como señala el aforismo griego inscrito en el templo de Apolo en Delfos. En el mismo sentido afirmaba Platón: “Sentir curiosidad por lo que no me concierne hallándome todavía en ignorancia de mi propio yo, sería ridículo”.

No es fácil conocerse a sí mismo, porque toda persona tiene algo de misterioso e inabarcable. No en vano el origen de la palabra persona tiene que ver con la máscara que usaban en el teatro. Persona es misterio, algo oculto incluso para uno mismo a través de la capacidad de autoengaño. Además de ser difícil conocerse puede ocurrir que lo que conozcamos no nos guste. Por ello existen muchas  “desiertos interiores” (Papa Francisco) “Zombis, cuya alma está muerta, aunque su cuerpo siga vivo” (Eric Fromn)

En segundo lugar, aprender a ser pasa por la aceptación de uno mismo. Enseñar la aceptación de sí por lo que se es y no por lo que se tiene o se aparenta, es una urgencia educativa en una época donde el poder despótico de la moda hace estragos especialmente en los adolescentes – y los hay que han cumplido varias décadas-, en un mundo donde la apariencia sustituye a la auténtica Belleza. No puede uno aceptar ni querer sanamente a los demás si no se acepta previamente a sí mismo. Tampoco es tarea fácil en esta sociedad. “Hay que gustarse poco, pero quererse mucho”, afirma un pensador contemporáneo.

En tercer lugar, aprender a ser es aprender a captar la trascendencia, aquellos conocimientos y valores que dan sentido a una vida y que, en última instancia, ayudan a definir el tipo de persona que uno quiere ser.

No existe una educación completa si no se facilita la apertura a la trascendencia sin la cual es imposible entender el ser humano ni la mayor parte de sus creaciones artísticas, morales y vitales. Ahora bien, hay que señalar que esa apertura a la trascendencia, esa religiosidad puede existir incluso en personas agnósticas y ateas.

Norberto Bobbio, agnóstico, reconocido como el filósofo de la democracia en el mundo contemporáneo, afirma que: “la diferencia no está entre el creyente y el no creyente… sino entre quien toma en serio estos problemas y quien no los toma en serio... la verdadera diferencia está entre quien para dar sentido a la propia vida, se plantea con seriedad y dedicación estas preguntas y busca la respuesta, aunque no las encuentre, y quien permanece indiferente a ellas…”.

En cuarto lugar, aprender a ser es comprometerse con la mejora del mundo, rebelarse contra las injusticias, las cobardías, la ignorancia y la indiferencia. Sobran lágrimas y lamentos, faltan compromisos.

Gramsci, creador de lo que se denomina eurocomunismo, escribió: “Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuenta a cada uno de ellos por lo que ha hecho y, sobre todo, por lo que no ha hecho”.

En el mismo sentido afirmaba Martin Luther King: “lo preocupante no es la perversidad de los malvados, sino la indiferencia de los buenos… nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos como del estremecedor silencio de los bondadosos”.

 JUAN ANTONIO GÓMEZ TRINIDAD