“Hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos como hermanos” decía Martin Luther King asesinado en 1968. A pesar del tiempo transcurrido, del cambio generacional y los innumerables esfuerzos y recursos, no hemos avanzado lo necesario.

Hace casi treinta años (1996), la UNESCO elaboró el documento titulado: “La educación encierra un tesoro”, también conocido como informe Delors con el que pretendió establecer los pilares fundamentales para la educación del siglo XXI. Junto a aprender a conocer y aprender a hacer , el tercero de los pilares que ahora glosamos se titula: “Aprender a vivir juntos, aprender a vivir con los demás”.

Hoy, este objetivo cobra una especial relevancia y urgencia debido a dos fenómenos nuevos. La globalización con la casi universal movilidad de personas e ideas, y la interconectividad, posibilitan el contacto con otras razas, culturas y religiones que están presentes en nuestras calles y en nuestras pantallas. Se hace más importante que nunca aprender a vivir juntos y con los demás.

La convivencia en paz es una asignatura pendiente de la humanidad desde que Caín mató a Abel. No ha habido un solo día sin muertos por violencia. Aunque, en nuestro entorno, seamos la primera generación que no ha conocido una guerra en sus propias carnes, el potencial destructivo de la humanidad ha aumentado hasta adquirir rasgos y dimensiones desconocidas. Por otro lado, la capacidad de hacer tanto daño ya no es privativa de los Estados, sino que está al alcance de ciertos grupos, e incluso de algún terrorista aislado. Por ello, la amenaza de violencia está en el ambiente como comprobamos habitualmente en los noticiarios.

 Además, existe una “microviolencia” que se manifiesta en todos los ámbitos: desde el familiar al escolar y cuyos efectos producen una desazón y preocupación cada vez mayor. No es sólo la violencia con los diferentes y distantes desde el punto de vista cultural, ideológico o religioso, sino también con los más cercanos, con los propios compañeros, e incluso familiares. Fenómenos como la preocupación por el acoso escolar, la violencia doméstica o incluso la creciente filioparental, demuestran que lejos de aprender a convivir estamos convirtiendo la convivencia en un problema educativo de primer orden.

Con acierto se plantea el documento la siguiente pregunta: “¿Sería posible concebir una educación que permitiera evitar los conflictos o solucionarlos de manera pacífica, fomentando el conocimiento de los demás, de su cultura y su espiritualidad?”

La escuela debe ser un instrumento y un medio de convivencia, no ya pacífica, sino creativa. No es buena la escuela cuyo ambiente de trabajo genera constantemente tensiones por falta de respeto a los demás, sean estos profesores o compañeros de distintas características, culturas, ideología o religión. El respeto mutuo, la aceptación gozosa de la diferencia en la escuela es el mejor entrenamiento para una sociedad justa.

Lo primero que debe propiciar la escuela es el conocimiento y comprensión del otro. Pero ello requiere, paradójicamente el conocimiento y aceptación de uno mismo tanto a nivel personal como social: “para desarrollar en el niño y el adolescente una visión cabal del mundo, la educación, tanto si la imparte la familia como si la imparte la comunidad o la escuela, primero debe hacerle descubrir quién es. Sólo entonces podrá realmente ponerse en el lugar de los demás y comprender sus reacciones”.  En este sentido señala el informe que “la enseñanza de la historia de las religiones o de los usos y costumbres puede servir de útil referencia para futuros comportamientos”.

En segundo lugar, la participación en proyectos comunes. Proyectos deportivos, culturales, solidarios etc. son una forma de establecer vínculos que aúnan las diferencias y un aprendizaje de resolución de conflictos al salvar las diferencias en función de objetivos comunes ilusionantes.

Los valores no sirven de nada si no se encarnan en la propia vida. No basta el mero conocimiento intelectual de la tolerancia, del conocimiento de los derechos humanos o del respeto a sí mismo, a los demás y al medio ambiente. Es la práctica de los mismos que sólo se consigue con el compromiso, lo que realmente importa y les hace valiosos. Conocer y comprometerse con los valores. En ello consisten la virtud: los valores encarnados, practicados de forma habitual que configuran y transforman a la persona hasta hacerla virtuosa, digna de admiración.

El peligro de cierto “intelectualismo” o “corrección política” se manifiesta también en la aceptación universal de ciertos valores, pero en la ausencia del mismo en situaciones concretas. Contrasta las manifestaciones de respeto al medio ambiente y la suciedad ambiental de nuestras calles y parques. Como también las proclamaciones universales con colectivos necesitados de esa solidaridad, con la falta de respeto con los más próximos, ya sean estos compañeros o profesores.

Aprender a vivir juntos, empezando por los más próximos: padres, compañeros, y conciudadanos para realizarnos como personas. No podemos amar a la humanidad en general y no soportar al vecino de al lado. No podemos predicar una cultura de los valores en medio de un ambiente asfixiante de mala educación. No podemos olvidar que en el aprender a convivir, como en la vida misma, “quien no vive como piensa, acaba pensando como vive”.

 JUAN ANTONIO GOMEZ TRINIDAD