Monseñor Aguer: «Detrás de los intentos de confusión se perfila la figura del Padre de la Mentira»
Monseñor Aguer: Detrás de las aventuras extravagantes y los intentos de confusión se perfila la figura del Padre de la Mentira.
Con motivo de haber cumplido las bodas de plata episcopales el 4 de abril de 2017, monseñor Héctor Rubén Aguer, arzobispo de La Plata (Argentina), concedió una entrevista publicada en ReL el 22 de agosto del mismo año. Allí se refirió a los orígenes familiares, su formación humanística, el paso por el Seminario Metropolitano de Buenos Aires (Argentina) y su itinerario de estudios y magisterio en teología. Ahora retomamos la conversación con su experiencia como sacerdote y obispo.
-Una vez ordenado, comienza a ejercer el oficio sacerdotal en La Redonda de Belgrano (1972-1976) y luego en San Pedro Telmo (1976-1977). ¿Qué recuerdos conserva de aquellos años? ¿Cuáles eran sus inquietudes pastorales de entonces?
-La Inmaculada Concepción de Belgrano era –y supongo que lo sigue siendo- una parroquia activísima, con una feligresía numerosa y participativa. El ministerio sacramental nos empeñaba intensamente, al párroco y a los tres vicarios: misas, bautismos, casamientos y confesiones durante todo el tiempo que el templo permanecía abierto. En cuanto a esto último, reconozco que las muchas horas de confesionario y la enorme diversidad de los penitentes era también una parroquia “de paso” me adiestraron en el descernimiento prudencial de las situaciones, para ayudar a quienes se acercaban a encontrar al Dios de Verdad y de Misericordia.
»Recuerdo con especial agrado el trato con los jóvenes. Acudían en gran número, ya que en la zona había colegios con abundante alumnado. Formé un grupo con chicas interesadas en el desarrollo de una vida espiritual más profunda. También atendíamos a muchos enfermos; los sacerdotes nos turnábamos para llevarles la comunión a sus domicilios.
»Por entonces me inicié también en la enseñanza, no académica, sino más bien pastoral, de comprensión de la doctrina de la fe, de la tradición espiritual. Si mi memoria no falla, también en aquellos años comencé a dar clases semanales en la Abadía de Santa Escolástica, por pedido de la entonces abadesa, la madre Mectildis Santángelo.
»La parroquia de San Telmo era muy distinta. El párroco era una persona mayor, que hacía años se encontraba allí. Al principio extrañé el dinamismo de la Redonda, pero la nueva situación me dejaba tiempo libre, de modo que pude terminar la licenciatura en la Facultad de Teología. El barrio, como se sabe aúna la sencillez propia de las barriadas porteñas con su carácter histórico, conservado por beneméritas instituciones y que reluce en los negocios de antigüedades. Fue una etapa más breve.
-En una respuesta anterior mencionó que monseñor Horacio Alberto Bózzoli le confió la creación y conducción del Seminario de San Miguel. Era un sacerdote joven. ¿Qué vio el obispo en usted para convocarlo?
-En 1978 se erigió la diócesis de San Miguel y fue designado como primer obispo monseñor Horacio Alberto Bózzoli, que era auxiliar y vicario general de Buenos Aires. Él nos pidió al padre Abelardo Silva y a mí que fuéramos a ayudarlo. Silva era compañero de formación y ordenación sacerdotal con Bózzoli y se desempeñaba por entonces como párroco de San Rafael, en Villa Devoto. Con el tiempo fue obispo de Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco) y luego de San Miguel. Yo era un mocoso al lado suyo. Nuestro arzobispo, el cardenal Juan Carlos Aramburu, nos concedió el permiso y allá fuimos.
»Monseñor Bózzoli al cabo de dos años pensó que el cultivo de las vocaciones sacerdotales debería unirse a la formación de las mismas en la diócesis. Qué vió en mí, no lo sé; quizá era yo el único que tenía a mano. Más bien: me apreciaba mucho y tal vez me sobrevaloraba. Pero esa decisión suya orientó definitivamente mi sacerdocio. Once años después salí de allí obispo, y con una experiencia valiosísima sobre la formación presbiteral, que me ha sido muy provechosa en mi ministerio platense.
-En la formación sacerdotal, además de la teología y la filosofía -¿también la filosofía, no?-, la educación en las humanidades pareciera muy relevante. A veces, uno oye homilías –o más bien las sufre- que dejan mucho que desear. ¿Tendrá que ver con cierto desprecio por la formación literaria? Daría la impresión que el aprecio por “lo bello” está ausente en algunos sacerdotes.
-Esa trilogía: humanidades, filosofía y teología es clásica en la organización de los seminarios. El primer elemento puede llamarse clásico no sólo en cuanto tradicional en el esquema y acostumbrado en el uso, sino también en su referencia a la antigüedad griega y romana y a quienes han prolongado en el tiempo esas fuentes. En mi opinión –y he procurado concretarla en la orientación que propongo al Seminario platense- se debe ofrecer a los seminaristas la posibilidad de adquirir o perfeccionar una cultura general inspirada por la cosmovisión cristiana: verdad, bien, belleza.
»Los estudios filosóficos y teológicos hacen necesaria aquella base y requieren como complemento una cierta experiencia de la literatura –especialmente la poesía-, la contemplación artística y la audición musical. En la actualidad la retórica no puede convertir a la predicación evangélica, que debe caracterizarse por la sencillez y agudeza pastoral (el filo de la palabra de Dios), en piezas oratorias solemnes e incomprensibles. Pero ello no excluye que el seminarista aprenda a hablar, y a hablar bien, para poder dirigirse eficazmente a todos, ricos y pobres, sabios e ignorantes.
»En mi tarea como rector del seminario, como profesor de la Facultad de Teología, y sobre todo como arzobispo, he apuntado siempre a la formación de sacerdotes diocesanos, según el magisterio pontificio y el Vaticano II. El decreto Presbyterorum Ordinis no presenta su enseñanza como una teología y espiritualidad del clero diocesano, pero estimo que a él se refiere especialmente, sobre todo teniendo en cuenta que el Concilio publicó otro decreto sobre la vida religiosa, ámbito en el que puede haber varones y mujeres, sacerdotes, monjas y legos.
»La teología del presbiterado desarrollada por el Vaticano II podría resumirse en las expresiones que aparecen ya en el proemio y en el capítulo primero de aquel documento, donde se afirma reiteradamente que los presbíteros participan del ministerio de los obispos, sucesores de los apóstoles; son sus colaboradores. Ellos ejercen el oficio de Cristo, Cabeza de la Iglesia y Pastor universal, según el grado secundario de autoridad que les corresponde y en nombre del obispo, que debe tenerlos como hermanos y amigos.
»El Concilio insiste en la necesidad de que la vida de los sacerdotes se configure cada vez más con Cristo, y que ellos aspiren a la perfección de la caridad; esto es, la santidad, a la cual están llamados y obligados de manera especial por la recepción del orden sagrado. Me parece que lo específico del clero diocesano es lo que se firma en el número 13 del mencionado decreto: los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo. Se unen al Señor en el acto de enseñar la Palabra de Dios, en la celebración del sacrificio eucarístico y la administración de los demás sacramentos y en el ejercicio de la caridad pastoral.
»Este programa de vida conlleva exigencias espirituales: humildad, obediencia a ejemplo de Cristo, la libertad y el amor que otorga el celibato para ser padre y servidor de todos, discernimiento prudencial, pobreza, estudio y actualización permanente, oración frecuente y aun continuada.
-En 1978 llega al papado San Juan Pablo II. ¿Cómo recibió la noticia y consideró los primeros años del oficio pastoral de un papa venido del Este europeo? Con el correr del tiempo, ¿podría concluirse que fue “Magno” como se dijo poco después de su muerte?
-San Juan Pablo II fue un pontífice extraordinario, verdaderamente Magno. En 1978 llamó la atención que se eligiera como Papa a un cardenal polaco, pero Wojtyla obtuvo rápidamente la simpatía y la admiración generales. Su obra doctrinal ha sido inmensa y de valor permanente. Después de años difíciles, oscuros, en los que sopló la ventolina arrasadora de lo que dio en llamarse “el espíritu del Concilio”, Juan Pablo II devolvió seguridad a los creyentes desarrollando la realidad, la verdad del Vaticano II.
»En diversas declaraciones, aprobadas por él, de la Congregación para la Doctrina de la Fe y en varias encíclicas, aclaró puntos controvertidos tanto de dogma cuanto de moral. Para señalar solamente un área, quiero mencionar su insistencia en proponer la doctrina católica sobre la familia, ilustrándola con sorprendentes catequesis sobre el amor humano y apoyándola en una teología moral objetiva, de rasgos auténticamente personalistas y subrayando la gravedad de los errores del subjetivismo y el relativismo.
»La encíclica Veritatis splendor, de 1993, expone con autoridad la doctrina católica irreformable sobre el obrar humano, la ley, la libertad y la conciencia, los actos intrínsecamente malos, que no pueden justificarse en ninguna circunstancia. La formación filosófica, antropológica y ética del Papa Wojtyla encontró apoyo y complemento en la robusta teología del cardenal Ratzinger, estrecho colaborador suyo por muchos años. El carisma petrino brilló espléndidamente en San Juan Pablo II.
-Promediando los 80, ¿podría decirse que Aguer ya era Aguer y lo que siguió fue un desenvolvimiento?
-Somos quienes somos desde el comienzo, pero nuestra personalidad se va desarrollando con el tiempo y es enriquecida por el estudio, la oración, las circunstancias providenciales que se presentan y las experiencias consiguientes. Ahora que soy viejo y puedo echar una mirada sobre el itinerario recorrido, observo en mí rasgos de identidad permanente y otros que han ido apareciendo, para bien o para mal. Algunos amigos de tiempos pasados, que me conocieron en mis diversos destinos pastorales, a los que ya no veo asiduamente pero que siguen mis intervenciones públicas, me dicen que soy más Aguer que nunca. Por mi parte, encuentro mucha razón en aquel dicho: ”El niño es el padre del hombre”.
-Volvamos al Concilio Vaticano II (1962-1965). No habiendo ruptura con la Tradición de la Iglesia, ¿podría afirmarse, como lo explicó Benedicto XVI en el discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005, la necesidad de una “hermenéutica de la reforma” en la línea de la continuidad? En algún sentido, ese discurso marcó una “hito” en la historia de la interpretación del Vaticano II.
-Benedicto XVI afirmó en varias oportunidades que el Vaticano II debe ser leído a la luz de la Gran Tradición de la Iglesia. Una reforma en la Iglesia no puede verificarse más que en la línea de la continuidad. En cuanto a la hermenéutica del Concilio, hay que recordar el coherente magisterio del Beato Pablo VI, quien procuró con una sabiduría a la vez serena y doliente, aventar los errores teológicos y las aventuras prácticas que hicieron gran daño a la Iglesia pretendiendo ampararse en el “espíritu del Concilio”.
»Aquel gran pontífice no hesitó en denunciar la crisis producida en los años 60 y 70. Pronunció una sentencia terrible acerca de la frustración de las esperanzas conciliares: “Esperábamos una floreciente primavera y sobrevino un crudo invierno”. En este contexto hay que ubicar sus catequesis semanales, la promulgación del Año del la Fe y la publicación del Credo del Pueblo de Dios, así como la encíclica Humanae vitae, de cuya aparición se cumplirían 50 años el próximo 25 de julio. A veces la semilla se hunde profundamente en la tierra y da fruto mucho después.
»La obra de Juan Pablo II y de Benedicto XVI se inspiró en la interpretación auténticamente católica del Concilio. Usando otra imagen diré, sin embargo, que a lo largo de la historia la barca de Pedro fue zarandeada por muchas tormentas, pero sigue navegando, llevándonos al puerto. En todas las épocas ha habido conflictos y divisiones en la Iglesia, y personas que ocupando cargos de responsabilidad en ella agravan las “grietas”. Ante estos fenómenos distorsivos hay que mantenerse serenos y apoyados en la Roca (Kefás), Pedro (Jn. 1,42). La oración afianza nuestra esperanza y nos permite quedar al margen de esas aventuras extravagantes, discordantes con la Gran Tradición eclesial. Detrás de esos interesados intentos de confusión se perfila la figura del Padre de la Mentira.
-En la homilía de los 25 años de consagración episcopal destacó el influjo del cardenal Quarracino en su vida. Señaló “la paternidad en el episcopado”. ¿Qué significa esta paternidad-filiación?
-El cardenal Antonio Quarracino quiso que yo fuese uno de sus obispos auxiliares y me distinguió con su confianza y con su afecto. Bastaría esto para justificar que yo lo llame “mi padre en el episcopado”. Soy muy distinto a él, hombre y pastor inimitable; y siempre he admirado su vivaz inteligencia, su sentido del humor y su libertad para decir lo que había que decir. He aprendido mucho durante esos seis años a su lado y le guardo un gran cariño.
-Si tuviera que identificarse con alguno de los Apóstoles, ¿con cuál de ellos lo haría? Me imagino que ellos pueden considerarse “modelos” para los miembros del Orden Episcopal.
-Es impresionante que a los obispos se nos llame, y que seamos, sucesores de los apóstoles. Es una carga misteriosa y tremenda. Todo lo que sabemos del Señor nos lo han comunicado ellos, que lo vieron, escucharon y tocaron. De algunos de los Doce no conocemos mucho, por eso la identificación no es con uno en particular, sino con el cuerpo o colegio apostólico. La lectura detenida de los cuatro evangelios y los estudios exegéticos abundantes y excelentes de los que disponemos, nos permiten reconocer los rasgos peculiares de cada autor y de sus ámbitos respectivos. El Evangelio de Juan y sus tres cartas nos hacen acercarnos a Jesús apropiándonos de la identidad del discípulo amado. Yo admiro especialmente a San Pablo, cuyas cartas leo asiduamente en su original griego; siempre encuentro un sabor nuevo, una riqueza insospechada.
-¿A qué se debe la elección de su lema episcopal: Silenti opere?
-El lema Silenti opere [con el trabajo silencioso] está tomado de la oración poscomunión de la Misa 8 del Misal Mariano, la cual se titula Santa María de Nazaret. En esa oración se pide que fortalecidos por los ejemplos de la Virgen María edifiquemos en la tierra con el trabajo silencioso el Reino de Dios, para que podamos gozar de él con Cristo eternamente en el cielo. La súplica evoca la imagen de la vida oculta del Señor junto a María y José. Aunque a San José no se lo nombre, fue él quien gobernaba providencialmente la casa nazaretana, y quien enseñó a Jesús el oficio de artesano, carpintero o herrero. Quise recoger como idea de mi ministerio el clima de oración y trabajo que Jesús, en su humanidad santísima, aprendió de su Madre y de quien hacía las veces del Padre celestial. Edificar el reino de Dios en la tierra; ¿para qué otra cosa existimos los sucesores de los Apóstoles?
-Durante su ministerio como obispo auxiliar en La Redonda de Belgrano “lo cultural” tuvo una relevancia especial. ¿Tiene que ver con lo que se denomina “evangelización de la cultura”, si fuera posible usar esta expresión?
-En efecto, durante mi ministerio como vicario zonal de Belgrano he advertido la importancia de lo que en las últimas décadas se ha llamado “evangelización de la cultura” En realidad, esta dimensión ha estado siempre presente en la misión de la Iglesia. El hombre, destinatario del Evangelio, vive sumergido en una cultura, que impregna su pensamiento, sus valoraciones éticas, y que en buena medida determina sus opciones de vida; es preciso atender a ese entorno, que se ha transformado continuamente y con velocidad impensada merced a las posibilidades de comunicación.
»Tanto en nuestro país como en todo el mundo hay que reconocer un proceso de descristianización de la cultura, que desubica y tiende a aislar a los creyentes. Yo advierto en la Argentina una ausencia de los católicos en los ámbitos en los que se gestan las nuevas vigencias culturales, en el orden político, artístico, económico-social, en el mundo de las comunicaciones. Carecemos, por ejemplo, de pensadores y actores de la política como aquellos que en los años 80 del siglo XIX dieron batalla contra el laicismo y el anticatolicismo de la masonería, que tenía las riendas del poder; pienso en José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Manuel Pizarro, Tristán Achával Rodriquez y tantos otros defensores de la libertad contra el totalitarismo.
»Otro período para la añoranza: los Cursos de Cultura Católica, que florecieron entre los años 20 y 40 del siglo pasado con proyecciones en la filosofía, la literatura y las artes; reunieron a lo más destacado de la cultura de la época, católicos y no católicos, y pusieron en circulación publicaciones admirables como Ortodoxia, Convivio, Criterio y Sol y Luna. Yo no encuentro algo comparable hoy día; hay francotiradores –por decirlo así- pero no una acción corporativa y laical valiosa como aquella.
»Cuando hablamos de cultura no se debe pensar sólo en las realizaciones de orden académico, sino también en la configuración de las costumbres, del modo de pensar, de sentir y de obrar del pueblo todo. En el espíritu de una sociedad, que debe ser alcanzado por la verdad y la gracia de Jesucristo, de las que la Iglesia es portadora.
-A propósito de la formación sacerdotal en las humanidades antes mencionada, recuerdo ahora lo dicho por el cardenal Ratzinger sobre la relación entre “hacer teología” y la belleza. ¿Podría hacerse buena teología sin amor por ella?
-El amor a la belleza es inseparable del amor a la verdad y al bien. Dios es la fuente del ser, que lo refleja e incluye las tres dimensiones. En el primer relato de la creación (Génesis, cap.1) el autor señala que en cada jornada el Creador contempló su obra y vió que era buena. Siete veces se afirma que lo que Dios hizo es tob, en hebreo, y la última vez, que era tob meod, muy bueno. Pero el traductor griego, es decir, la versión llamada “de los Setenta”, traduce el vocablo hebreo por kalón, bello, y la última vez kalón lían, muy bello.
»Además de la fuente bíblica han confluido en la formación doctrinal del cristianismo los aportes griegos y romanos, expresiones de la cultura en la que el amor a la belleza tiene gran importancia. Siendo la teología ciencia de Dios, no se puede soslayar la dimensión estética de la Revelación; Dios se ha manifestado en el esplendor de su belleza. Esta adquiere su expresión definitiva en Cristo, el Pastor kalón, es decir bello, arquetípico, ideal, en el misterio de su Transfiguración, en la belleza sangrienta del Crucificado y en la belleza definitiva, escatológica, del Resucitado.
-Tanto en Buenos Aires como en La Plata impulsó el ciclo “Música y Oración”. ¿Podría hablarse de una relación e influjo de la belleza en la vida litúrgica de la Iglesia? ¿Qué valoración hace, en este sentido, del “momento litúrgico” actual?
-La liturgia eclesial, es decir, la celebración de los misterios divinos, no puede sino ser bella, aun en sus realizaciones más humildes no debe ofuscar esa dimensión. No se trata de lujo, sino de arte sin ostentación, que traduce reverencia y admiración ante el misterio divino que se celebra. Los templos, las imágenes, los ornamentos, la música y el canto deben ser bellos. Belleza y sacralidad son inseparables; a través de la belleza de la liturgia los fieles pueden barruntar la belleza de Dios.
»No hay que olvidar que a lo largo de los siglos grandes artistas han puesto su talento al servicio de las realidades sagradas; también puede hacerlo un “artista de barrio”. En mi opinión, la decadencia o aun la abolición de la belleza litúrgica corre paralela a la pérdida de la sacralidad. Aunque parezca mentira, hay clérigos que afirman que ya no existe distinción entre lo sagrado y lo profano; este disparate contradice brutalmente a la historia y a la fenomenología de las religiones y a la letra y espíritu del Vaticano II, tal como consta en la constitución Sacrosanctum Concilium.
»La nueva sacralidad instituida por Cristo en su misterio pascual se hace presente en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia y requiere la objetividad que la misma Iglesia ha establecido para sus ritos. Desgraciadamente, se ha extendido una ola de subjetivismo y de constructivismo que desplaza a Dios y convierte la celebración en un mero encuentro entre el sacerdote y los fieles con un protagonismo abrumador del sacerdote, que a veces actúa como un showman. Esta tendencia se ha ido imponiendo casi universalmente: en lugar de la solemnidad, de la sacralidad, del silencio, del arte dirigido a la gloria de Dios, los gustos del cura o de los laicos que manejan el “equipo litúrgico”.
»La música es la que más ha sufrido este proceso de involución, por diversas causas: errores teóricos, falta de intérpretes que conozcan la naturaleza y la historia de la música litúrgica, una decadencia general de la cultura; así se priva a los fieles de percibir serenamente las realidades sagradas. Se han difundido abusivamente ritmos sincopados, letras sentimentales carentes de contenido doctrinal, se invita al aplauso y a moverse al compás. No quiero generalizar, porque gracias a Dios, todavía en muchos lugares se conserva la sobriedad que corresponde y se cultiva el gregoriano y el canto religioso popular, pero dan la nota celebraciones importantes como ordenaciones presbiterales y episcopales o misas multitudinarias en espacios abiertos en las que reina el “fervor” propio de un partido de fútbol.
»El ciclo “Música y Oración” tiene por fin difundir la obra de compositores de todos los tiempos que escribieron para la liturgia (misas, por ejemplo) o para circunstancias religiosas (oratorios, motetes, etc.). Son numerosos los compositores del siglo XIX que han continuado esa tradición que viene del canto gregoriano y de la polifonía clásica. En Buenos Aires tuve la satisfacción de encargar sucesivamente al maestro Antonio María Russo, eximio artista y querido amigo, la composición de la Misa Corpus Christi y la Pasión según San Juan, y de organizar la primera audición de ambas obras, la misa en el curso de la celebración eucarística. En La Plata continúa el ciclo conducido por el maestro Emiliano Turchetta, excelente pianista y profesor.
-En la actualidad, es miembro honorario de la Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino. ¿Le dice todavía algo la figura y la obra de Santo Tomás a la vida de la Iglesia y del mundo?
-La luminosa obra de Tomás de Aquino ofrece con perenne vigencia una filosofía del sentido común y una teología basada en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia. Para decirlo sencillamente: esa obra tiene la propiedad de “armar la cabeza” de quienes la frecuentan. Para acceder a ella hay que acostumbrarse al método escolástico, pero esto no cuesta demasiado, porque enseguida se impone una claridad de raciocinio que pone en ejercicio el impulso natural de la inteligencia en búsqueda de la verdad.
»Por supuesto, hay otros maestros del pensamiento cristiano, como San Agustín, San Anselmo, San Buenaventura, y una pléyade de seguidores. Respecto de la actualidad del pensamiento tomista, vale citar al Concilio Vaticano II, que en el decreto sobre la formación sacerdotal establece que los alumnos deben profundizar en los misterios de la fe y descubrir su conexión “por medio de la especulación, bajo el magisterio de Santo Tomás”.
»Unos párrafos antes, al referirse a la formación filosófica de los candidatos al sacerdocio, el Concilio requiere que éstos lleguen a “un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, apoyados en el patrimonio filosófico de perenne validez”. En este pasaje, el texto conciliar remite, en nota, a la encíclica Humani generis de Pío XII, donde se advierte que la Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico.
»El pensamiento de Santo Tomás ha sido prolongado por importantes teólogos y filósofos que lo han comentado, interpretado y actualizado. Pienso en la ingente obra de renovación de la metafísica tomista realizada por el padre Cornelio Fabro.
-Recuerdo ahora, a propósito de Santo Tomás, que lo han llamado Doctor humanitatis. ¿Qué sentido tiene denominarlo de esta manera?
-El título de Doctor humanitatis le cabe a Tomás de Aquino con toda justicia. Me parece que puede entenderse de varias maneras. Alude a una universalidad del pensamiento tomasiano, que como dije anteriormente asume el dinamismo natural de la inteligencia; es una filosofía del sentido común. Al hombre descristianizado y deshumanizado del siglo XXI puede descubrirle la auténtica realidad de lo que él es, en su relación con los demás, con el mundo que lo rodea y con Dios.
-Si tuviera que recomendar a grandes autores de la historia de la teología, ¿a quién nombraría? Lo mismo podría preguntarse respecto de la filosofía y, en general, del ámbito de “las humanidades”.
-Para responder adecuadamente a esa pregunta tendría que citar una larga lista; algunos nombres valen para las tres categorías requeridas. Obviamente, señalo mi preferencia por los autores que he frecuentado y mejor conozco. Entre los teólogos: Agustín, Anselmo, Tomás, y saltando siglos Billot, Guardini, Ramírez, von Balthasar, Journet, Jean-Hervé Nicolas, Ratzinger. En la filosofía, además de los nombrados, que no podrían ser buenos teólogos si no fueran buenos filósofos, Platón, Aristóteles, Pascal, Kierkegaard, Fabro. En cuanto a las “humanidades”, ¿qué son las humanidades?, ¿las letras?, ¿la poesía? Entonces diré: los clásicos, todos ellos, de todas las lenguas. Entre los autores del siglo XX nombro a los que han dejado huella en mí: Claudel, Rilke, Bernanos, Julien Green, y los argentinos: sobre todo Lugones y Marechal.
-Llega a La Plata como obispo coadjutor y se reencuentra con monseñor Carlos Galán. ¿Qué recuerdos conserva de él?
-A monseñor Galán lo conocí siendo yo seminarista, en los festejos pascuales que monseñor Jorge Schoeffer organizaba en casa de sus padres. Con admiración, lo vi siempre como un hombre de Dios y un fiel servidor de la Iglesia. Perteneciendo al clero de Buenos Aires, acompañó a monseñor Aguirre cuando se creó la diócesis de San Isidro, y luego a monseñor Alberto Devoto en los orígenes de la diócesis de Goya. Fue muchos años secretario general de la Conferencia Episcopal Argentina. Destaco la rectitud de su juicio tanto en lo doctrinal como en lo práctico, su profunda humildad y capacidad para asimilar espiritualmente el sufrimiento. Un detalle: quiso ser sepultado en el panteón del clero del cementerio de La Plata, y yo cumplí con esa decisión testamentaria; pero al cabo de un tiempo me pareció que correspondía trasladar su cuerpo a la catedral, y así lo hice. Espero que no se haya enojado conmigo.
-Cuando se convierte en arzobispo titular de La Plata, cuenta con muchos años por delante como pastor. ¿Logró, de alguna manera, plasmar los lineamientos iniciales que se había propuesto en la vida de la diócesis? ¿Hubo algo de “hacer camino al andar”?
-Mi concepción del episcopado se nutre de los Padres de la Iglesia, que ofrecen el marco teológico y espiritual; este conocimiento, y su asimilación a la praxis pastoral concreta, se van verificando progresivamente. La personalidad y las experiencias sacerdotales anteriores explican las diferencias entre uno y otro obispo. No se puede pensar en un proyecto previo que uno se propone realizar; todos los elementos mencionados anteriormente tienen importancia, pero las diversas circunstancias de la vida eclesial y las situaciones culturales y sociales determinan muchas veces las prioridades, así como también explican los éxitos y los fracasos.
»El ministerio del obispo no se parece en nada al de un funcionario; es un hecho espiritual, y esta dimensión oculta, íntima, se desarrolla en la relación de ese hombre que ha recibido semejante carga y el Señor que lo eligió. Cada vez entiendo con mayor claridad que el fruto de los esfuerzos es obra principal de la gracia. Después de tantos años soy más consciente de mis limitaciones y de los errores cometidos, y me preocupan los innumerables pecados de omisión, a algunos de los cuales puedo identificar, pero a la mayoría no.
»Ciertas satisfacciones me han sido concedidas, y las puedo reconocer en los campos para los cuales estaba mejor preparado, por ejemplo, la formación de sacerdotes –comenzando por el discernimiento de las vocaciones y el acompañamiento a los seminaristas- y la enseñanza en todos los niveles, desde el académico hasta la predicación y la catequesis popular.
-Además de las ocupaciones de su oficio episcopal, sus intervenciones suelen estar relacionadas con la vida nacional y, en particular, con la vida política de nuestra patria. ¿No resulta extraño en un obispo “hablar de política”? ¿Qué lo mueve a pronunciarse sobre estos asuntos?
-Nunca me he “metido en política”, en el mal sentido de la expresión. He tratado de difundir y procurar la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia, que siempre he estudiado y cuya comprensión se ha enriquecido en los períodos en los que fui miembro, en la Santa Sede, de la Pontificia Comisión para América Latina y el Pontificio Consejo de Justicia y Paz, en este último caso precisamente en los años en que se estaba elaborando el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, cuya redacción fue encomendada por San Juan Pablo II a aquel Pontificio Consejo, y que se publicó en 2004. Contemporáneamente, Jorge Bergoglio integraba también el número de consejeros en Justicia y Paz.
»He mantenido una relación correcta y cordial con todos los gobiernos provinciales y municipales y ocupo el lugar que el protocolo asigna al arzobispo de La Plata en los actos oficiales. Esto no me ha impedido hablar con total libertad en diversas circunstancias de la vida nacional o de la región. Muchas veces debo desempeñar un papel de mediación, procurando en esas gestiones que se tenga en cuenta el bien común. Estoy cerca de las instituciones de la sociedad civil, recibo a cuantos quieran verme y recorro permanentemente el territorio arquidiocesano, para escuchar in situ la opinión de todos y comprobar las necesidades y carencias de los sectores más desprotegidos para intentar ayudarlos en la medida de lo posible.
»Obispo viene de un término griego que puede traducirse centinela; su tarea es advertir, señalar qué está bien y qué está mal, no sólo en el plano religioso, sino también en el cultural y el social, que no pueden emanciparse de la verdad y la justicia. Trato de ser prudente en mis manifestaciones; ahora bien, la prudencia no debe confundirse con un encogimiento medroso, ni con el cálculo, ni con un equilibrio irenista para no disgustar a nadie.
-¿Cómo se lleva con “el Aguer construido” -¿o desfigurado?- por los medios masivos de comunicación?
-Ya estoy acostumbrado a ser malentendido y aun atacado por algunos medios de comunicación. Me asombra la grosera simplificación en la que incurren muchos periodistas, que desconocen la realidad de la Iglesia y hablan ligeramente de lo que ignoran, en busca del efecto sensacional. A veces me duele, pero ¡qué le vamos a hacer!, son gajes del oficio, el de ellos y el mío.
-Además de un teólogo y un pastor, ¿habría también un Aguer periodista?
-Me siento como un “especialista en generalidades”; quizá sea ésta una buena definición del periodista. Desde hace muchos años tengo un programa dominical por Radio Provincia de dos horas (Los dos Reinos) y una columna de unos diez minutos los sábados en Canal 9 (Claves para un mundo mejor). Conservo en una carpeta el recorte de 135 artículos publicados en medios gráficos. En diciembre el Círculo de Periodistas de La Plata me invita siempre al brindis de fin de año; trato de no faltar, y paso allí un momento gratísimo. Quizá sea un periodista, aunque nunca me lo he propuesto; lo veo como una posibilidad abierta para difundir la Verdad.
-¿Qué “constantes” habría entre aquel niño nacido en Mataderos y el actual Arzobispo de La Plata? ¿Hubo cambios, y retomando una expresión anterior, en la línea de la continuidad? Usted parece “de una sola pieza”.
-Aquel niño de Mataderos soy yo, el arzobispo de La Plata. Por lo que recuerdo, y por lo que me cuentan, advierto una total continuidad. El desarrollo de un itinerario vital tiene mucho de misterioso; la continuidad soporta discontinuidades, las que son propias de un proceso de crecimiento, de maduración. Se ha dicho, como ya he recordado, que “el niño es el padre del hombre”. Bien entendida, sin implicar determinismo o fatalidad, es una sentencia verdadera. Me parece que muy temprano se configura lo más profundo y esencial de la personalidad.
-¿Cómo le gustaría que lo recordaran?
-Quizá sea mejor que me recuerden lo menos posible, y en todo caso simplemente como un buen hombre, un buen cristiano. ¿Lo mereceré? Lo máximo sería que me recuerden como un buen pastor, pero esto es mucho pedir.
-Una vez ordenado, comienza a ejercer el oficio sacerdotal en La Redonda de Belgrano (1972-1976) y luego en San Pedro Telmo (1976-1977). ¿Qué recuerdos conserva de aquellos años? ¿Cuáles eran sus inquietudes pastorales de entonces?
-La Inmaculada Concepción de Belgrano era –y supongo que lo sigue siendo- una parroquia activísima, con una feligresía numerosa y participativa. El ministerio sacramental nos empeñaba intensamente, al párroco y a los tres vicarios: misas, bautismos, casamientos y confesiones durante todo el tiempo que el templo permanecía abierto. En cuanto a esto último, reconozco que las muchas horas de confesionario y la enorme diversidad de los penitentes era también una parroquia “de paso” me adiestraron en el descernimiento prudencial de las situaciones, para ayudar a quienes se acercaban a encontrar al Dios de Verdad y de Misericordia.
»Recuerdo con especial agrado el trato con los jóvenes. Acudían en gran número, ya que en la zona había colegios con abundante alumnado. Formé un grupo con chicas interesadas en el desarrollo de una vida espiritual más profunda. También atendíamos a muchos enfermos; los sacerdotes nos turnábamos para llevarles la comunión a sus domicilios.
»Por entonces me inicié también en la enseñanza, no académica, sino más bien pastoral, de comprensión de la doctrina de la fe, de la tradición espiritual. Si mi memoria no falla, también en aquellos años comencé a dar clases semanales en la Abadía de Santa Escolástica, por pedido de la entonces abadesa, la madre Mectildis Santángelo.
»La parroquia de San Telmo era muy distinta. El párroco era una persona mayor, que hacía años se encontraba allí. Al principio extrañé el dinamismo de la Redonda, pero la nueva situación me dejaba tiempo libre, de modo que pude terminar la licenciatura en la Facultad de Teología. El barrio, como se sabe aúna la sencillez propia de las barriadas porteñas con su carácter histórico, conservado por beneméritas instituciones y que reluce en los negocios de antigüedades. Fue una etapa más breve.
-En una respuesta anterior mencionó que monseñor Horacio Alberto Bózzoli le confió la creación y conducción del Seminario de San Miguel. Era un sacerdote joven. ¿Qué vio el obispo en usted para convocarlo?
-En 1978 se erigió la diócesis de San Miguel y fue designado como primer obispo monseñor Horacio Alberto Bózzoli, que era auxiliar y vicario general de Buenos Aires. Él nos pidió al padre Abelardo Silva y a mí que fuéramos a ayudarlo. Silva era compañero de formación y ordenación sacerdotal con Bózzoli y se desempeñaba por entonces como párroco de San Rafael, en Villa Devoto. Con el tiempo fue obispo de Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco) y luego de San Miguel. Yo era un mocoso al lado suyo. Nuestro arzobispo, el cardenal Juan Carlos Aramburu, nos concedió el permiso y allá fuimos.
»Monseñor Bózzoli al cabo de dos años pensó que el cultivo de las vocaciones sacerdotales debería unirse a la formación de las mismas en la diócesis. Qué vió en mí, no lo sé; quizá era yo el único que tenía a mano. Más bien: me apreciaba mucho y tal vez me sobrevaloraba. Pero esa decisión suya orientó definitivamente mi sacerdocio. Once años después salí de allí obispo, y con una experiencia valiosísima sobre la formación presbiteral, que me ha sido muy provechosa en mi ministerio platense.
-En la formación sacerdotal, además de la teología y la filosofía -¿también la filosofía, no?-, la educación en las humanidades pareciera muy relevante. A veces, uno oye homilías –o más bien las sufre- que dejan mucho que desear. ¿Tendrá que ver con cierto desprecio por la formación literaria? Daría la impresión que el aprecio por “lo bello” está ausente en algunos sacerdotes.
-Esa trilogía: humanidades, filosofía y teología es clásica en la organización de los seminarios. El primer elemento puede llamarse clásico no sólo en cuanto tradicional en el esquema y acostumbrado en el uso, sino también en su referencia a la antigüedad griega y romana y a quienes han prolongado en el tiempo esas fuentes. En mi opinión –y he procurado concretarla en la orientación que propongo al Seminario platense- se debe ofrecer a los seminaristas la posibilidad de adquirir o perfeccionar una cultura general inspirada por la cosmovisión cristiana: verdad, bien, belleza.
»Los estudios filosóficos y teológicos hacen necesaria aquella base y requieren como complemento una cierta experiencia de la literatura –especialmente la poesía-, la contemplación artística y la audición musical. En la actualidad la retórica no puede convertir a la predicación evangélica, que debe caracterizarse por la sencillez y agudeza pastoral (el filo de la palabra de Dios), en piezas oratorias solemnes e incomprensibles. Pero ello no excluye que el seminarista aprenda a hablar, y a hablar bien, para poder dirigirse eficazmente a todos, ricos y pobres, sabios e ignorantes.
»En mi tarea como rector del seminario, como profesor de la Facultad de Teología, y sobre todo como arzobispo, he apuntado siempre a la formación de sacerdotes diocesanos, según el magisterio pontificio y el Vaticano II. El decreto Presbyterorum Ordinis no presenta su enseñanza como una teología y espiritualidad del clero diocesano, pero estimo que a él se refiere especialmente, sobre todo teniendo en cuenta que el Concilio publicó otro decreto sobre la vida religiosa, ámbito en el que puede haber varones y mujeres, sacerdotes, monjas y legos.
»La teología del presbiterado desarrollada por el Vaticano II podría resumirse en las expresiones que aparecen ya en el proemio y en el capítulo primero de aquel documento, donde se afirma reiteradamente que los presbíteros participan del ministerio de los obispos, sucesores de los apóstoles; son sus colaboradores. Ellos ejercen el oficio de Cristo, Cabeza de la Iglesia y Pastor universal, según el grado secundario de autoridad que les corresponde y en nombre del obispo, que debe tenerlos como hermanos y amigos.
»El Concilio insiste en la necesidad de que la vida de los sacerdotes se configure cada vez más con Cristo, y que ellos aspiren a la perfección de la caridad; esto es, la santidad, a la cual están llamados y obligados de manera especial por la recepción del orden sagrado. Me parece que lo específico del clero diocesano es lo que se firma en el número 13 del mencionado decreto: los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo. Se unen al Señor en el acto de enseñar la Palabra de Dios, en la celebración del sacrificio eucarístico y la administración de los demás sacramentos y en el ejercicio de la caridad pastoral.
»Este programa de vida conlleva exigencias espirituales: humildad, obediencia a ejemplo de Cristo, la libertad y el amor que otorga el celibato para ser padre y servidor de todos, discernimiento prudencial, pobreza, estudio y actualización permanente, oración frecuente y aun continuada.
-En 1978 llega al papado San Juan Pablo II. ¿Cómo recibió la noticia y consideró los primeros años del oficio pastoral de un papa venido del Este europeo? Con el correr del tiempo, ¿podría concluirse que fue “Magno” como se dijo poco después de su muerte?
-San Juan Pablo II fue un pontífice extraordinario, verdaderamente Magno. En 1978 llamó la atención que se eligiera como Papa a un cardenal polaco, pero Wojtyla obtuvo rápidamente la simpatía y la admiración generales. Su obra doctrinal ha sido inmensa y de valor permanente. Después de años difíciles, oscuros, en los que sopló la ventolina arrasadora de lo que dio en llamarse “el espíritu del Concilio”, Juan Pablo II devolvió seguridad a los creyentes desarrollando la realidad, la verdad del Vaticano II.
»En diversas declaraciones, aprobadas por él, de la Congregación para la Doctrina de la Fe y en varias encíclicas, aclaró puntos controvertidos tanto de dogma cuanto de moral. Para señalar solamente un área, quiero mencionar su insistencia en proponer la doctrina católica sobre la familia, ilustrándola con sorprendentes catequesis sobre el amor humano y apoyándola en una teología moral objetiva, de rasgos auténticamente personalistas y subrayando la gravedad de los errores del subjetivismo y el relativismo.
»La encíclica Veritatis splendor, de 1993, expone con autoridad la doctrina católica irreformable sobre el obrar humano, la ley, la libertad y la conciencia, los actos intrínsecamente malos, que no pueden justificarse en ninguna circunstancia. La formación filosófica, antropológica y ética del Papa Wojtyla encontró apoyo y complemento en la robusta teología del cardenal Ratzinger, estrecho colaborador suyo por muchos años. El carisma petrino brilló espléndidamente en San Juan Pablo II.
-Promediando los 80, ¿podría decirse que Aguer ya era Aguer y lo que siguió fue un desenvolvimiento?
-Somos quienes somos desde el comienzo, pero nuestra personalidad se va desarrollando con el tiempo y es enriquecida por el estudio, la oración, las circunstancias providenciales que se presentan y las experiencias consiguientes. Ahora que soy viejo y puedo echar una mirada sobre el itinerario recorrido, observo en mí rasgos de identidad permanente y otros que han ido apareciendo, para bien o para mal. Algunos amigos de tiempos pasados, que me conocieron en mis diversos destinos pastorales, a los que ya no veo asiduamente pero que siguen mis intervenciones públicas, me dicen que soy más Aguer que nunca. Por mi parte, encuentro mucha razón en aquel dicho: ”El niño es el padre del hombre”.
-Volvamos al Concilio Vaticano II (1962-1965). No habiendo ruptura con la Tradición de la Iglesia, ¿podría afirmarse, como lo explicó Benedicto XVI en el discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005, la necesidad de una “hermenéutica de la reforma” en la línea de la continuidad? En algún sentido, ese discurso marcó una “hito” en la historia de la interpretación del Vaticano II.
-Benedicto XVI afirmó en varias oportunidades que el Vaticano II debe ser leído a la luz de la Gran Tradición de la Iglesia. Una reforma en la Iglesia no puede verificarse más que en la línea de la continuidad. En cuanto a la hermenéutica del Concilio, hay que recordar el coherente magisterio del Beato Pablo VI, quien procuró con una sabiduría a la vez serena y doliente, aventar los errores teológicos y las aventuras prácticas que hicieron gran daño a la Iglesia pretendiendo ampararse en el “espíritu del Concilio”.
»Aquel gran pontífice no hesitó en denunciar la crisis producida en los años 60 y 70. Pronunció una sentencia terrible acerca de la frustración de las esperanzas conciliares: “Esperábamos una floreciente primavera y sobrevino un crudo invierno”. En este contexto hay que ubicar sus catequesis semanales, la promulgación del Año del la Fe y la publicación del Credo del Pueblo de Dios, así como la encíclica Humanae vitae, de cuya aparición se cumplirían 50 años el próximo 25 de julio. A veces la semilla se hunde profundamente en la tierra y da fruto mucho después.
»La obra de Juan Pablo II y de Benedicto XVI se inspiró en la interpretación auténticamente católica del Concilio. Usando otra imagen diré, sin embargo, que a lo largo de la historia la barca de Pedro fue zarandeada por muchas tormentas, pero sigue navegando, llevándonos al puerto. En todas las épocas ha habido conflictos y divisiones en la Iglesia, y personas que ocupando cargos de responsabilidad en ella agravan las “grietas”. Ante estos fenómenos distorsivos hay que mantenerse serenos y apoyados en la Roca (Kefás), Pedro (Jn. 1,42). La oración afianza nuestra esperanza y nos permite quedar al margen de esas aventuras extravagantes, discordantes con la Gran Tradición eclesial. Detrás de esos interesados intentos de confusión se perfila la figura del Padre de la Mentira.
-En la homilía de los 25 años de consagración episcopal destacó el influjo del cardenal Quarracino en su vida. Señaló “la paternidad en el episcopado”. ¿Qué significa esta paternidad-filiación?
-El cardenal Antonio Quarracino quiso que yo fuese uno de sus obispos auxiliares y me distinguió con su confianza y con su afecto. Bastaría esto para justificar que yo lo llame “mi padre en el episcopado”. Soy muy distinto a él, hombre y pastor inimitable; y siempre he admirado su vivaz inteligencia, su sentido del humor y su libertad para decir lo que había que decir. He aprendido mucho durante esos seis años a su lado y le guardo un gran cariño.
-Si tuviera que identificarse con alguno de los Apóstoles, ¿con cuál de ellos lo haría? Me imagino que ellos pueden considerarse “modelos” para los miembros del Orden Episcopal.
-Es impresionante que a los obispos se nos llame, y que seamos, sucesores de los apóstoles. Es una carga misteriosa y tremenda. Todo lo que sabemos del Señor nos lo han comunicado ellos, que lo vieron, escucharon y tocaron. De algunos de los Doce no conocemos mucho, por eso la identificación no es con uno en particular, sino con el cuerpo o colegio apostólico. La lectura detenida de los cuatro evangelios y los estudios exegéticos abundantes y excelentes de los que disponemos, nos permiten reconocer los rasgos peculiares de cada autor y de sus ámbitos respectivos. El Evangelio de Juan y sus tres cartas nos hacen acercarnos a Jesús apropiándonos de la identidad del discípulo amado. Yo admiro especialmente a San Pablo, cuyas cartas leo asiduamente en su original griego; siempre encuentro un sabor nuevo, una riqueza insospechada.
-¿A qué se debe la elección de su lema episcopal: Silenti opere?
-El lema Silenti opere [con el trabajo silencioso] está tomado de la oración poscomunión de la Misa 8 del Misal Mariano, la cual se titula Santa María de Nazaret. En esa oración se pide que fortalecidos por los ejemplos de la Virgen María edifiquemos en la tierra con el trabajo silencioso el Reino de Dios, para que podamos gozar de él con Cristo eternamente en el cielo. La súplica evoca la imagen de la vida oculta del Señor junto a María y José. Aunque a San José no se lo nombre, fue él quien gobernaba providencialmente la casa nazaretana, y quien enseñó a Jesús el oficio de artesano, carpintero o herrero. Quise recoger como idea de mi ministerio el clima de oración y trabajo que Jesús, en su humanidad santísima, aprendió de su Madre y de quien hacía las veces del Padre celestial. Edificar el reino de Dios en la tierra; ¿para qué otra cosa existimos los sucesores de los Apóstoles?
-Durante su ministerio como obispo auxiliar en La Redonda de Belgrano “lo cultural” tuvo una relevancia especial. ¿Tiene que ver con lo que se denomina “evangelización de la cultura”, si fuera posible usar esta expresión?
-En efecto, durante mi ministerio como vicario zonal de Belgrano he advertido la importancia de lo que en las últimas décadas se ha llamado “evangelización de la cultura” En realidad, esta dimensión ha estado siempre presente en la misión de la Iglesia. El hombre, destinatario del Evangelio, vive sumergido en una cultura, que impregna su pensamiento, sus valoraciones éticas, y que en buena medida determina sus opciones de vida; es preciso atender a ese entorno, que se ha transformado continuamente y con velocidad impensada merced a las posibilidades de comunicación.
»Tanto en nuestro país como en todo el mundo hay que reconocer un proceso de descristianización de la cultura, que desubica y tiende a aislar a los creyentes. Yo advierto en la Argentina una ausencia de los católicos en los ámbitos en los que se gestan las nuevas vigencias culturales, en el orden político, artístico, económico-social, en el mundo de las comunicaciones. Carecemos, por ejemplo, de pensadores y actores de la política como aquellos que en los años 80 del siglo XIX dieron batalla contra el laicismo y el anticatolicismo de la masonería, que tenía las riendas del poder; pienso en José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Manuel Pizarro, Tristán Achával Rodriquez y tantos otros defensores de la libertad contra el totalitarismo.
»Otro período para la añoranza: los Cursos de Cultura Católica, que florecieron entre los años 20 y 40 del siglo pasado con proyecciones en la filosofía, la literatura y las artes; reunieron a lo más destacado de la cultura de la época, católicos y no católicos, y pusieron en circulación publicaciones admirables como Ortodoxia, Convivio, Criterio y Sol y Luna. Yo no encuentro algo comparable hoy día; hay francotiradores –por decirlo así- pero no una acción corporativa y laical valiosa como aquella.
»Cuando hablamos de cultura no se debe pensar sólo en las realizaciones de orden académico, sino también en la configuración de las costumbres, del modo de pensar, de sentir y de obrar del pueblo todo. En el espíritu de una sociedad, que debe ser alcanzado por la verdad y la gracia de Jesucristo, de las que la Iglesia es portadora.
-A propósito de la formación sacerdotal en las humanidades antes mencionada, recuerdo ahora lo dicho por el cardenal Ratzinger sobre la relación entre “hacer teología” y la belleza. ¿Podría hacerse buena teología sin amor por ella?
-El amor a la belleza es inseparable del amor a la verdad y al bien. Dios es la fuente del ser, que lo refleja e incluye las tres dimensiones. En el primer relato de la creación (Génesis, cap.1) el autor señala que en cada jornada el Creador contempló su obra y vió que era buena. Siete veces se afirma que lo que Dios hizo es tob, en hebreo, y la última vez, que era tob meod, muy bueno. Pero el traductor griego, es decir, la versión llamada “de los Setenta”, traduce el vocablo hebreo por kalón, bello, y la última vez kalón lían, muy bello.
»Además de la fuente bíblica han confluido en la formación doctrinal del cristianismo los aportes griegos y romanos, expresiones de la cultura en la que el amor a la belleza tiene gran importancia. Siendo la teología ciencia de Dios, no se puede soslayar la dimensión estética de la Revelación; Dios se ha manifestado en el esplendor de su belleza. Esta adquiere su expresión definitiva en Cristo, el Pastor kalón, es decir bello, arquetípico, ideal, en el misterio de su Transfiguración, en la belleza sangrienta del Crucificado y en la belleza definitiva, escatológica, del Resucitado.
-Tanto en Buenos Aires como en La Plata impulsó el ciclo “Música y Oración”. ¿Podría hablarse de una relación e influjo de la belleza en la vida litúrgica de la Iglesia? ¿Qué valoración hace, en este sentido, del “momento litúrgico” actual?
-La liturgia eclesial, es decir, la celebración de los misterios divinos, no puede sino ser bella, aun en sus realizaciones más humildes no debe ofuscar esa dimensión. No se trata de lujo, sino de arte sin ostentación, que traduce reverencia y admiración ante el misterio divino que se celebra. Los templos, las imágenes, los ornamentos, la música y el canto deben ser bellos. Belleza y sacralidad son inseparables; a través de la belleza de la liturgia los fieles pueden barruntar la belleza de Dios.
»No hay que olvidar que a lo largo de los siglos grandes artistas han puesto su talento al servicio de las realidades sagradas; también puede hacerlo un “artista de barrio”. En mi opinión, la decadencia o aun la abolición de la belleza litúrgica corre paralela a la pérdida de la sacralidad. Aunque parezca mentira, hay clérigos que afirman que ya no existe distinción entre lo sagrado y lo profano; este disparate contradice brutalmente a la historia y a la fenomenología de las religiones y a la letra y espíritu del Vaticano II, tal como consta en la constitución Sacrosanctum Concilium.
»La nueva sacralidad instituida por Cristo en su misterio pascual se hace presente en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia y requiere la objetividad que la misma Iglesia ha establecido para sus ritos. Desgraciadamente, se ha extendido una ola de subjetivismo y de constructivismo que desplaza a Dios y convierte la celebración en un mero encuentro entre el sacerdote y los fieles con un protagonismo abrumador del sacerdote, que a veces actúa como un showman. Esta tendencia se ha ido imponiendo casi universalmente: en lugar de la solemnidad, de la sacralidad, del silencio, del arte dirigido a la gloria de Dios, los gustos del cura o de los laicos que manejan el “equipo litúrgico”.
»La música es la que más ha sufrido este proceso de involución, por diversas causas: errores teóricos, falta de intérpretes que conozcan la naturaleza y la historia de la música litúrgica, una decadencia general de la cultura; así se priva a los fieles de percibir serenamente las realidades sagradas. Se han difundido abusivamente ritmos sincopados, letras sentimentales carentes de contenido doctrinal, se invita al aplauso y a moverse al compás. No quiero generalizar, porque gracias a Dios, todavía en muchos lugares se conserva la sobriedad que corresponde y se cultiva el gregoriano y el canto religioso popular, pero dan la nota celebraciones importantes como ordenaciones presbiterales y episcopales o misas multitudinarias en espacios abiertos en las que reina el “fervor” propio de un partido de fútbol.
»El ciclo “Música y Oración” tiene por fin difundir la obra de compositores de todos los tiempos que escribieron para la liturgia (misas, por ejemplo) o para circunstancias religiosas (oratorios, motetes, etc.). Son numerosos los compositores del siglo XIX que han continuado esa tradición que viene del canto gregoriano y de la polifonía clásica. En Buenos Aires tuve la satisfacción de encargar sucesivamente al maestro Antonio María Russo, eximio artista y querido amigo, la composición de la Misa Corpus Christi y la Pasión según San Juan, y de organizar la primera audición de ambas obras, la misa en el curso de la celebración eucarística. En La Plata continúa el ciclo conducido por el maestro Emiliano Turchetta, excelente pianista y profesor.
-En la actualidad, es miembro honorario de la Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino. ¿Le dice todavía algo la figura y la obra de Santo Tomás a la vida de la Iglesia y del mundo?
-La luminosa obra de Tomás de Aquino ofrece con perenne vigencia una filosofía del sentido común y una teología basada en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia. Para decirlo sencillamente: esa obra tiene la propiedad de “armar la cabeza” de quienes la frecuentan. Para acceder a ella hay que acostumbrarse al método escolástico, pero esto no cuesta demasiado, porque enseguida se impone una claridad de raciocinio que pone en ejercicio el impulso natural de la inteligencia en búsqueda de la verdad.
»Por supuesto, hay otros maestros del pensamiento cristiano, como San Agustín, San Anselmo, San Buenaventura, y una pléyade de seguidores. Respecto de la actualidad del pensamiento tomista, vale citar al Concilio Vaticano II, que en el decreto sobre la formación sacerdotal establece que los alumnos deben profundizar en los misterios de la fe y descubrir su conexión “por medio de la especulación, bajo el magisterio de Santo Tomás”.
»Unos párrafos antes, al referirse a la formación filosófica de los candidatos al sacerdocio, el Concilio requiere que éstos lleguen a “un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, apoyados en el patrimonio filosófico de perenne validez”. En este pasaje, el texto conciliar remite, en nota, a la encíclica Humani generis de Pío XII, donde se advierte que la Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico.
»El pensamiento de Santo Tomás ha sido prolongado por importantes teólogos y filósofos que lo han comentado, interpretado y actualizado. Pienso en la ingente obra de renovación de la metafísica tomista realizada por el padre Cornelio Fabro.
-Recuerdo ahora, a propósito de Santo Tomás, que lo han llamado Doctor humanitatis. ¿Qué sentido tiene denominarlo de esta manera?
-El título de Doctor humanitatis le cabe a Tomás de Aquino con toda justicia. Me parece que puede entenderse de varias maneras. Alude a una universalidad del pensamiento tomasiano, que como dije anteriormente asume el dinamismo natural de la inteligencia; es una filosofía del sentido común. Al hombre descristianizado y deshumanizado del siglo XXI puede descubrirle la auténtica realidad de lo que él es, en su relación con los demás, con el mundo que lo rodea y con Dios.
-Si tuviera que recomendar a grandes autores de la historia de la teología, ¿a quién nombraría? Lo mismo podría preguntarse respecto de la filosofía y, en general, del ámbito de “las humanidades”.
-Para responder adecuadamente a esa pregunta tendría que citar una larga lista; algunos nombres valen para las tres categorías requeridas. Obviamente, señalo mi preferencia por los autores que he frecuentado y mejor conozco. Entre los teólogos: Agustín, Anselmo, Tomás, y saltando siglos Billot, Guardini, Ramírez, von Balthasar, Journet, Jean-Hervé Nicolas, Ratzinger. En la filosofía, además de los nombrados, que no podrían ser buenos teólogos si no fueran buenos filósofos, Platón, Aristóteles, Pascal, Kierkegaard, Fabro. En cuanto a las “humanidades”, ¿qué son las humanidades?, ¿las letras?, ¿la poesía? Entonces diré: los clásicos, todos ellos, de todas las lenguas. Entre los autores del siglo XX nombro a los que han dejado huella en mí: Claudel, Rilke, Bernanos, Julien Green, y los argentinos: sobre todo Lugones y Marechal.
-Llega a La Plata como obispo coadjutor y se reencuentra con monseñor Carlos Galán. ¿Qué recuerdos conserva de él?
-A monseñor Galán lo conocí siendo yo seminarista, en los festejos pascuales que monseñor Jorge Schoeffer organizaba en casa de sus padres. Con admiración, lo vi siempre como un hombre de Dios y un fiel servidor de la Iglesia. Perteneciendo al clero de Buenos Aires, acompañó a monseñor Aguirre cuando se creó la diócesis de San Isidro, y luego a monseñor Alberto Devoto en los orígenes de la diócesis de Goya. Fue muchos años secretario general de la Conferencia Episcopal Argentina. Destaco la rectitud de su juicio tanto en lo doctrinal como en lo práctico, su profunda humildad y capacidad para asimilar espiritualmente el sufrimiento. Un detalle: quiso ser sepultado en el panteón del clero del cementerio de La Plata, y yo cumplí con esa decisión testamentaria; pero al cabo de un tiempo me pareció que correspondía trasladar su cuerpo a la catedral, y así lo hice. Espero que no se haya enojado conmigo.
-Cuando se convierte en arzobispo titular de La Plata, cuenta con muchos años por delante como pastor. ¿Logró, de alguna manera, plasmar los lineamientos iniciales que se había propuesto en la vida de la diócesis? ¿Hubo algo de “hacer camino al andar”?
-Mi concepción del episcopado se nutre de los Padres de la Iglesia, que ofrecen el marco teológico y espiritual; este conocimiento, y su asimilación a la praxis pastoral concreta, se van verificando progresivamente. La personalidad y las experiencias sacerdotales anteriores explican las diferencias entre uno y otro obispo. No se puede pensar en un proyecto previo que uno se propone realizar; todos los elementos mencionados anteriormente tienen importancia, pero las diversas circunstancias de la vida eclesial y las situaciones culturales y sociales determinan muchas veces las prioridades, así como también explican los éxitos y los fracasos.
»El ministerio del obispo no se parece en nada al de un funcionario; es un hecho espiritual, y esta dimensión oculta, íntima, se desarrolla en la relación de ese hombre que ha recibido semejante carga y el Señor que lo eligió. Cada vez entiendo con mayor claridad que el fruto de los esfuerzos es obra principal de la gracia. Después de tantos años soy más consciente de mis limitaciones y de los errores cometidos, y me preocupan los innumerables pecados de omisión, a algunos de los cuales puedo identificar, pero a la mayoría no.
»Ciertas satisfacciones me han sido concedidas, y las puedo reconocer en los campos para los cuales estaba mejor preparado, por ejemplo, la formación de sacerdotes –comenzando por el discernimiento de las vocaciones y el acompañamiento a los seminaristas- y la enseñanza en todos los niveles, desde el académico hasta la predicación y la catequesis popular.
-Además de las ocupaciones de su oficio episcopal, sus intervenciones suelen estar relacionadas con la vida nacional y, en particular, con la vida política de nuestra patria. ¿No resulta extraño en un obispo “hablar de política”? ¿Qué lo mueve a pronunciarse sobre estos asuntos?
-Nunca me he “metido en política”, en el mal sentido de la expresión. He tratado de difundir y procurar la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia, que siempre he estudiado y cuya comprensión se ha enriquecido en los períodos en los que fui miembro, en la Santa Sede, de la Pontificia Comisión para América Latina y el Pontificio Consejo de Justicia y Paz, en este último caso precisamente en los años en que se estaba elaborando el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, cuya redacción fue encomendada por San Juan Pablo II a aquel Pontificio Consejo, y que se publicó en 2004. Contemporáneamente, Jorge Bergoglio integraba también el número de consejeros en Justicia y Paz.
»He mantenido una relación correcta y cordial con todos los gobiernos provinciales y municipales y ocupo el lugar que el protocolo asigna al arzobispo de La Plata en los actos oficiales. Esto no me ha impedido hablar con total libertad en diversas circunstancias de la vida nacional o de la región. Muchas veces debo desempeñar un papel de mediación, procurando en esas gestiones que se tenga en cuenta el bien común. Estoy cerca de las instituciones de la sociedad civil, recibo a cuantos quieran verme y recorro permanentemente el territorio arquidiocesano, para escuchar in situ la opinión de todos y comprobar las necesidades y carencias de los sectores más desprotegidos para intentar ayudarlos en la medida de lo posible.
»Obispo viene de un término griego que puede traducirse centinela; su tarea es advertir, señalar qué está bien y qué está mal, no sólo en el plano religioso, sino también en el cultural y el social, que no pueden emanciparse de la verdad y la justicia. Trato de ser prudente en mis manifestaciones; ahora bien, la prudencia no debe confundirse con un encogimiento medroso, ni con el cálculo, ni con un equilibrio irenista para no disgustar a nadie.
-¿Cómo se lleva con “el Aguer construido” -¿o desfigurado?- por los medios masivos de comunicación?
-Ya estoy acostumbrado a ser malentendido y aun atacado por algunos medios de comunicación. Me asombra la grosera simplificación en la que incurren muchos periodistas, que desconocen la realidad de la Iglesia y hablan ligeramente de lo que ignoran, en busca del efecto sensacional. A veces me duele, pero ¡qué le vamos a hacer!, son gajes del oficio, el de ellos y el mío.
-Además de un teólogo y un pastor, ¿habría también un Aguer periodista?
-Me siento como un “especialista en generalidades”; quizá sea ésta una buena definición del periodista. Desde hace muchos años tengo un programa dominical por Radio Provincia de dos horas (Los dos Reinos) y una columna de unos diez minutos los sábados en Canal 9 (Claves para un mundo mejor). Conservo en una carpeta el recorte de 135 artículos publicados en medios gráficos. En diciembre el Círculo de Periodistas de La Plata me invita siempre al brindis de fin de año; trato de no faltar, y paso allí un momento gratísimo. Quizá sea un periodista, aunque nunca me lo he propuesto; lo veo como una posibilidad abierta para difundir la Verdad.
-¿Qué “constantes” habría entre aquel niño nacido en Mataderos y el actual Arzobispo de La Plata? ¿Hubo cambios, y retomando una expresión anterior, en la línea de la continuidad? Usted parece “de una sola pieza”.
-Aquel niño de Mataderos soy yo, el arzobispo de La Plata. Por lo que recuerdo, y por lo que me cuentan, advierto una total continuidad. El desarrollo de un itinerario vital tiene mucho de misterioso; la continuidad soporta discontinuidades, las que son propias de un proceso de crecimiento, de maduración. Se ha dicho, como ya he recordado, que “el niño es el padre del hombre”. Bien entendida, sin implicar determinismo o fatalidad, es una sentencia verdadera. Me parece que muy temprano se configura lo más profundo y esencial de la personalidad.
-¿Cómo le gustaría que lo recordaran?
-Quizá sea mejor que me recuerden lo menos posible, y en todo caso simplemente como un buen hombre, un buen cristiano. ¿Lo mereceré? Lo máximo sería que me recuerden como un buen pastor, pero esto es mucho pedir.
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